Vanguardia y modernismo: la doble alma del arte italiano del siglo XX


El arte italiano del siglo XX se movió entre los ideales revolucionarios y la fidelidad a la tradición, a través de dictaduras, guerras y desilusiones: un laboratorio de experimentos que redefinió la relación entre artista, sociedad y poder. Italia, de hecho, fue el país donde más se desarrolló la reflexión sobre el arte entre la autonomía y la dependencia política.

Existe lo que el crítico literario Charles Russell denominó la “tradición binaria” del siglo XX: vanguardia y modernismo. La primera está impulsada por una fe inquebrantable en la reunificación progresiva de la sociedad y el artista (habla de los escritores); la segunda, en cambio, está formada por hombres moldeados por un pesimismo irredimible, que “niegan -todos ellos- la posibilidad de distinguir en el flujo de la historia moderna algo distinto del testimonio de un caos sin sentido o de una decadencia cultural evidente”. Lo que tienen en común es la certeza de no encontrar “en la sociedad burguesa moderna ninguna esperanza ni para el arte ni para la humanidad”. La vanguardia parte de la convicción de que para crear lo nuevo hay que destruir lo viejo, y en este nihilismo práctico todo experimentalismo provocador acaba afirmando los poderes visionarios del artista como una especie de nuevo profeta cuya religión es totalmente inmanente al mundo; mientras que los modernistas “rara vez han vinculado la innovación estética con la práctica política (o incluso social)”. Por lo tanto, al no tener como primer principio la negación de un estilo o de cualquier ideología, y al no sentir la necesidad de asumir una ideología social determinada, como hace el artista de vanguardia, el modernista acaba expresando un lenguaje más fuerte y duradero según Russell. De hecho, se trata de una tesis contracultural porque, allí donde ha prevalecido el “manifiesto”, también ha habido una fragilidad de los movimientos motivados por él, mientras que la individualidad del genio modernista expresa una fuerza que se realiza únicamente en la forma y en sus relaciones con el pasado. Italia, además del futurismo, ha mostrado en el siglo XX un predominio decisivo del frente modernista, porque a diferencia de la tabula rasa, este frente nunca ha rechazado la tradición, sólo la ha transformado y regenerado. Y es que mientras en la vanguardia prevalece el mensaje, la teoría, el principio subversivo, en el artista moderno el punto focal es la forma, su posibilidad de entrar en un curso histórico y transformar su dirección desde dentro.

Puede decirse que, aparte del debate sobre la arquitectura racionalista, la novedad más significativa en el discurso de la crítica italiana es la introducida en 1926 por el libro de Lionello Venturi sobre el gusto de lo primitivo. La categoría de lo primitivo, según Venturi, puede “liberarnos de la antinomia ya prohibida de clásico y romántico” y abrir escenarios de inspiración “a través de siglos y continentes”. Venturi también pretende, de este modo, superar otro prejuicio, el de la preeminencia de la forma sobre el contenido, heredado del análisis formalista-idealista, y plantea como única condición para entender lo primitivo “el reconocimiento de la ’revelación’ en el proceso creativo de la obra”, y es en esta revelación, que pasa de una especie de “doctrina empírica”, es decir, de una experimentación individual y no de una ley general, que el Cristo de Giotto, toda su fascinación atrapada en la irregularidad de una forma inacabada y de una anatomía carente de coherencia interna, expresa un vínculo generativo con la religión cristiana, que habla del “Dios de una humanidad macerada en el dolor”. Benedetto Croce se apresuró a señalar que si el “momento místico es un momento eterno del espíritu”, por tanto común a todos los hombres de todas las épocas, otra cosa muy distinta es el “contenido religioso” que ese elemento místico expresa en la obra del siglo XIV de Giotto, que puede faltar o ser diferente en otros artistas de otras épocas y culturas.

La cuestión de lo primitivo, que era una buena manera de superar los escollos de la oposición entre clásicos y románticos, quedó prácticamente olvidada cuando, inmediatamente después de la guerra, la cuestión política del arte avivó el enfrentamiento entre realistas y abstraccionistas. El discurso existencialista se imponía casi en contraste con la necesidad ideológica del Partido Comunista de filtrar en los artistas un tipo de figuración que diera testimonio de las razones históricas de la lucha de clases. Y cuando Togliatti, bajo seudónimo, escribió un breve comentario en Rinascita definiendo la “Primera exposición de arte contemporáneo” celebrada en Bolonia, en la sede de la Alianza de la Cultura, a la que asistieron, entre otros, Birolli, Corpora, Guttuso, Morlotti, Santomaso, Vedova, Afro, Cagli, “una colección de cosas monstruosas” que invitaba a los protagonistas y a quienes les apoyaban a llamar a las cosas por su nombre, es decir, a decir “que un garabato es un garabato”, los propios acusados respondieron recordando a Migliore que los veinte años de fascismo habían “teorizó” el aislamiento de los artistas italianos de Europa augurando una “autarquía cultural”; dijeron ser conscientes de que debían deshacerse de las “posiciones intelectualistas de un arte sin contenido, de unarte desconfiado y solitario desvinculado de los problemas del mundo y de la realidad en movimiento, objetivamente al servicio de la clase dominante”, pero también de que no querían "proceder mediante tabule rasae simplistas y no tirar el trigo junto con la paja“. Pero además añadieron una frase sibilina, que en el fondo sirve de mala conciencia para tantas consecuencias en las décadas siguientes, y especialmente en las derivas de finales del siglo XX: ”crear nuevos ’consumidores’ que sustituyan a la vieja clase dominante“, lo que hace estremecer cuando se piensa en el poder destructivo que la palabra ”consumidores" ha tenido en el tejido ético de nuestras sociedades, donde consumir se ha convertido en el trabajo forzado de todos nosotros, después de las horas dedicadas a ganarnos el pan para vivir.

La Bienal de 1948. Foto: Giacomelli Venecia
La Bienal de 1948. Foto: Giacomelli Venecia

En 1946, Roger Garaudy había publicado en Art en France un polémico ataque a la nueva moda ideológica, retomada en el Politécnico por Elio Vittorini bajo el título: No existe una estética del Partido Comunista. Vittorini había sido aún más claro cuando, respondiendo a una carta publicada por Togliatti en Rinascita [10 de octubre de 1946], en la que criticaba las ideas expresadas en el Politécnico, en particular la de una subordinación de la política a la cultura, y no viceversa, replicó al dirigente del PCI que “si el hombre de cultura se adhiere completamente a las directrices del partido revolucionario, no hace otra cosa que ’tocar la gaita de la revolución’”: más claro no podía ser. Al año siguiente, el Politécnico cerró y Vittorini no tardó en abandonar el PCI. Pero en 1948, cuando se produjo la polémica sobre la exposición de Bolonia, que tuvo una venenosa coda por parte de Togliatti, quien respondió a las objeciones de los artistas con un socarrón y sarcástico “vuestras estudiadas, frías, inexpresivas y ultraacadémicas extravagancias”, el compromiso político de los artistas ya sufría grietas en el plano práctico. La Bienal de 1948 fue un gigantesco desfile de grandes nombres: Picasso se expuso por primera vez. Y Argan, que había escrito en 1946 que "cuando Picasso pinta el Guernica fuerza un contenido humano en formas abstractas..., de la acción sólo capta toda la dinámica, el chasquido de un dispositivo terrorista. Toda la realidad se oscurece, se descompone, se hunde; incluso el color desaparece de la faz del mundo, no queda de las cosas más que el vacío“, en 1948 señalaba que ”incluso en la historia del arte abstracto hay una fase de pesimismo, que puede compararse vagamente con laangustia existencialista: la oscura intuición de la imposibilidad de realizar la autenticidad del ser, el presente absoluto, excepto en el ultraje de la historia, en el acto sacrílego o suicida que destruye la historicidad de la conciencia, como el pecado destruye la gracia“. Termina afirmando que en el abstraccionismo está el mensaje de un nuevo optimismo, el deseo de una vida más auténtica (Longhi llamaba despectivamente ”trapos de colores“ a la pintura abstracta). Porque el mundo que se vuelve vacío, un desierto de formas y colores, no es un signo de desesperación y de muerte de la conciencia; precisamente cuando la naturaleza se oscurece y se repliega, la vida de la conciencia alcanza su plenitud, su autonomía, su máxima fuerza, y puede desprenderse de la naturaleza en la que ya no necesita integrarse ni ejemplificarse. Lo más importante, esta abstracción de la naturaleza, es el camino que niega también el acto creador ”porque toda creación es un hacer en la naturaleza (...).) la vida auténtica se consigue destruyendo la vida en auténtica o convencional (...) el objeto artístico comenzará a existir fuera de las categorías de espacio y tiempo que definen el objeto natural e histórico".

El manifiesto del realismo, publicado en 1946 en la revista Numero, donde Testori desempeñó un importante papel como editor, se titulaba Oltre Guernica (Más allá de Guernica). El riesgo, en efecto, era el de hacer del realismo una subespecie de Picasso, reduciéndolo a un nuevo formalismo postcubista. Pero “el anatema del partido comunista impidió prácticamente que naciera en Italia en aquella época una nueva pintura figurativa, que se desarrollara un tipo renovado de figuración”.

1948, por tanto, más que un año revolucionario fue un año en el que surgió la crisis del compromiso ideológico explícito de los artistas. Primero en la Cuadrienal de Roma y después en la Bienal de Venecia: “De los grandes temas políticos y civiles -escribió Paolo Fossati-, del compromiso social prácticamente ya no se habla (...) El nuevo abstraccionismo tartamudea, y el nuevo realismo está fugitivo. Se aspira a redescubrir ”la necesidad y la creatividad del gesto artístico en un profundo impulso primario" (así Fossati). La Bienal mostró una gran vitalidad: una exposición especial sobreImpresionismo francés propuesta por Longhi, otras exposiciones personales de Kokoschka, Chagall, Klee, Picasso (Guttuso, al presentarla, lamentó la difusión del manierismo picassiano), participación en los pabellones extranjeros de Rouault, Maillol, Braque, Turner, Moore, Schiele, Wotruba, realistas y expresionistas alemanes, la colección de Peggy Guggenheim y 631 artistas italianos, incluida una exposición antológica de metafísica comisariada por Arcangeli, una sala en el Nuevo Frente de las Artes y una retrospectiva de Arturo Martini, fallecido elaño anterior.

Se acercaban los años de la desvinculación de muchos intelectuales de la política soviética. En París, el arte informal, bautizado por Michel Tapié, se abría camino. Y en Estados Unidos, en 1952, Harold Rosenberg acuñó la expresión Action Painting. Al final, incluso se pudo ver en la gran exposición de Caravaggio en Milán en 1951, con cerca de medio millón de visitantes, la apoteosis y, por tanto, el declive del propio realismo moderno (a pesar de que, dos años más tarde, también se inauguró en Milán la exposición sobre los Pintores de la Realidad). Al habitual Vittorini no le hizo ninguna gracia la retórica populista y atacó la exposición con un artículo publicado el 17 de julio en La Stampa con el sibilino título: La campana del Caravaggio. Vittorini temía el efecto corruptor de la estética “aparente y vulgar” de Caravaggio, pero el objetivo está, todo sea dicho, a favor del arte contemporáneo y en contra de las escapadas a un pasado romántico (¡hoy en día, esa escapada podría ser la única posible, además, viendo lo que domina la escena internacional! Cómo cambian las perspectivas, y a pesar del momento de máxima difusión comercial de ese mito caravaggesco que incluso acaba empalagando por los efectos de “consumo” que tiene sobre el público): “El público se comporta como si estuviera ’oprimido’ (...), exige que el artista vivo responda a sus necesidades ’actuales’. No sabe que el arte sólo puede responder a necesidades todavía ’potenciales’ (...) Por eso acumula resentimientos y en cuanto encuentra a un artista del pasado que le da la ilusión de satisfacerle, estalla inmediatamente contra los que nunca se la dan”.

En 1952, sin embargo, Guttuso sostenía que no era erróneo “ver en las fuerzas de nuestra tradición el ejemplo que ayuda a dar a las obras una imagen real de los tiempos que vivimos...”, y de nuevo “un arte, por tanto, claro en su forma, optimista y edificante en su contenido, un arte ligado a los motivos profundos de nuestra tradición, pero alimentado por la nueva historia de la humanidad, portavoz de sus luchas”.humanidad, portavoz de sus luchas y sus esperanzas"; y dos años más tarde, en 1954, en Rinascita, definió la Bienal de Venecia como una feria del esnobismo y la cultura de salón, la consagración de la nueva academia, con involuciones hacia el formalismo, las de Birolli y Morlotti, y el intelectualismo estéril de Turcato y Consagra. Tres años más tarde, en 1957, Arcangeli afirmaba en Paragone que las "revoluciones en Italia siguen siendo aparentes, clamorosas como el futurismo, pero efímeras, y tales que aún no sabemos si juzgarlas como innovaciones efectivas, o sólo jacqueries modernistas“. Arcangeli criticó a Brandi por proclamar, en 1949, el fin de la vanguardia [Brandi había visto en el abstraccionismo la conclusión de la batalla librada por el cubismo, y comentó: ”Para justificar el Abstraccionismo y redimirlo del estigma de ser el último residuo podrido de la podrida sociedad burguesa (...) debemos tener el valor de sacar al Abstraccionismo de laEstética y colocarlo en la Práctica, condensándolo todo en el hacer mismo del artista, volviendo a una especie de puro acto gentilicio, y desinteresándose por completo de lanaturaleza estética de la obra de arte“]. Y hablando de Guttuso, Arcangeli escribe puntualmente que ”la preocupación social ha reintroducido bruscamente en la pintura un tipo de legibilidad descaradamente ajeno al curso natural del arte occidental“, criticando la pretensión fallida de una unificación cultural nacional de ”tradiciones demasiado diversas".

En el mismo número de Paragone, Guttuso escribió que estaba fuera de la vanguardia porque “nos sentimos violentamente presionados por lo real y por el hombre que forma parte de ello”, mientras que "la vanguardia debe, por el contrario, dar la espalda al hombre. No admite ninguna relación que implique otro término humano“; ”es imposible ver en la vanguardia un método permanente“ porque ”la revolución permanente es lo contrario de la revolución“. Además, sobre cualquier discurso ”humano" había colocado literalmente un peñasco ese gigantesco monolito horizontal que sería el Monumento al Fosse Ardeatine, realizado en 1949.

En este clima de excitación, de singular contestación y, finalmente, de rápido agotamiento de la carga impulsiva que guiaba a los artistas hacia la definición de un “mundo nuevo” que debía refundarse, como el ave fénix, a partir de las cenizas de un difícil período de veinte años, es retórico preguntarse por qué sucedió que del máximo compromiso se llegó rápidamente al silencio público total (salvo para las elecciones individuales). Lo que había precedido había sido una experiencia limitante en muchos aspectos, en un clima de fingida politización por parte de las propias reinas, que cultivaban sobre todo sus razones para el consenso y las propagaban, gracias al Minculpop, a través de los propios artistas; pero precisamente por esta ambigüedad ambigüedad subyacente, a la que muchos se vieron sometidos conscientemente, y no pocos consintieron, a posteriori no se puede definir como una época asfixiada tal y como la percibieron en parte los protagonistas, porque si se examina el debate y el corpus de obras producidas en aquellos años (basta con ir a repasar las exposiciones de los últimos treinta años sobrearte y poder en Italia, empezando por la de Milán de 1982 sobre los años treinta que supuso una inversión del clima historiográfico hacia el período de los veinte años), uno se da cuenta de que el italiano fue quizá el laboratorio más rico de desarrollo sobre la relación entre arte y sociedad, y sobre la propia reflexión entre autonomía y dependencia política; Paradójicamente, parece que la excomunión de Togliatti atrapó la creatividad de muchos sinceramente militantes, alienando a muchos, que pronto se dieron cuenta de que la política, cuando tiene que esclavizar al arte a sus propios fines comunicativos, es un lastre del que hay que escapar cuanto antes.

El arte italiano del Ventennio fue un arte que tocó algunas de las cimas más altas del siglo XX, incluso en artistas nominalmente fascistas: ¿qué otra cosa se puede decir de Sironi o Terragni? Y ello porque su libertad de expresión precedió a su subordinación a los objetivos del régimen, al que quizá, con su arte, esperaban conducir por caminos más humanos.

Sé que es un discurso difícil. Y que puede sonar equívoco por estos lares. Pero no lo es, porque en el fondo es contrario a cualquier politización del arte (que siempre esconde su reverso, como explicaba Benjamin, la estetización de lo político, y éste era y sigue siendo, en última instancia, el verdadero peligro, incluso cuando, en una Bienal como la que se está celebrando, se practica un pauperismo que, al fin y al cabo, no puede justificarse si ese mismo arte se sitúa luego dentro de un mercado, y que aun cuando no lo esté, tendrá que entrar en él si quiere emerger y permanecer en escena durante más o menos tiempo).


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