Con la exposición de Marc Chagall, el espíritu de Ferrara, secularmente tendente a las metamorfosis, a lo sur-natural plácido o aventurero, se adentra en un mundo propio y específico, delicioso e impregnado de cultura, que no puede dejar de recordar con gracia nuestra modernidad. Ferrara acoge, y es Chagall quien abre el camino, la vía íntima de los sentimientos, la de las palpitaciones, los susurros, las epopeyas poéticas o bíblicas, y lo hace con la danza interminable de los colores que hacen resplandecer nuestros ojos. Es una danza pictórica donde los cielos se revuelven para envolvernos, para entrar en nosotros, y donde la naturaleza responde con el caleidoscopio infinito de sus flores, verdor, luces y sombras, pero también con cuerpos liberados de sus pesos y transfigurados en símbolos. Realmente parece como si estuviéramos en los antiguos jardines de Addizione, en aquellos en los que aún se alza el radiante y fantasmagórico Palazzo dei Diamanti que acoge la exposición.
Y es la mano de Chagall la que opera esta incansable evasión de la materia ofreciendo y jugando con la necesidad de los símbolos, que transfieren su incongruencia primordial en las liberaciones que todas las cosas exigen y que encontramos en sus cuadros: la inexistencia de planos de profundidad, o de la pesada atracción terrenal, y también de ese orden vinculante que siempre nos acompaña en la vida sobre los cuerpos y las cosas. Es, pues, el desenfrenado amor por el teatro de este artista de múltiples genes y variadas experiencias existenciales el que vuelca y canta los epos de realidades codiciadas, pero vividas o vivibles, que hacen siempre protagonista a la figura humana, y a sus sueños.
Forzando un poco la pintura luminosa de Chagall, podríamos decir que todo en sus obras se vaporiza en la inducción, pero también que todo es táctilmente próximo, entrañable, amable, cercano a los sentidos, e inmediatamente rico en aventuras épicas llenas de suspiros: es decir, un triunfo de la luz y de los sueños al que el pintor-poeta se entrega como a las ondas envolventes de los vuelos y de los deseos. A este amplio y sutil creador -o más bien transmisor de hazañas y estremecimientos- no hay necesidad de pedirle ciertas conclusiones razonadas, establecidas, porque éstas ya están dentro de nosotros, y él las despierta en la paz de la contemplación y del compartir finalmente poseído, disfrutado. Para el que se propone preguntar, de hecho, hay una poesía que todos secretamente ya llevamos dentro y con él podemos hacerla vibrar: es la poesía del “me gustaría”, dulce, inagotable.
El precioso catálogo de esta exposición ineludible, o más bien de este encuentro suprasensible con un artista que permanece por encima del tiempo, nos ofrece un espejo pleno de su obra, verdaderamente densa de obras, en consonancia con su carácter que nunca dejó de impulsarle a visiones, a estímulos gozosos. El catálogo, como las enciclopedias o ediciones sobre él, nos ofrece también un excursus de su vida que resumimos aquí para el lector justamente curioso. Lo que conocemos como Marc Chagall, según la grafía francesa de su nombre, nació como Moishe Segal en Vitebsk, en julio de 1887, en el seno de una familia judía que, como los cinco millones de este pueblo, vivía en aquella vasta Bielorrusia antigua donde el régimen de los zares los había concentrado. La subsistencia era muy modesta y su familia, con ocho hijos, practicaba también algunas artesanías y pequeños oficios.
Las escuelas rusas estaban prohibidas a los judíos y su religión prohibía “hacer figuras”.
Moishe, cuyo instinto para el dibujo era muy fuerte, tuvo por tanto que pasar por duras vicisitudes de aprendizaje, llegando a los años miserables en San Petersburgo (1906-1910), donde tuvo que alquilar no media habitación, sino media cama, hasta que algunos de sus correligionarios ricos, apreciando su trabajo, le apoyaron en una academia cualificada. En viajes periódicos a Vitebsk conoció a Bella, que enseguida se convirtió en la mujer de sus sueños y que sería su novia.
En 1910 pudo llegar a París tras un viaje de cuatro días y aquí la cultura de
cultura de Chagall se expande de forma espectacular, y tienen lugar sus encuentros y relaciones con todos los artistas entonces presentes. Y es ante uno de sus cuadros donde Guillaume Apollinaire pronuncia por primera vez la palabra “surnaturel” y le dedica ese largo poema surrealista titulado Rodsoge au peìntre Chagall. Sin embargo, nunca formó parte de ningún movimiento ni opción expresiva. Por el contrario, los periodos de trabajo se suceden: París 1910-1914; el regreso a Rusia 1914-1922 donde el estallido de la Primera Guerra Mundial le había detenido, pero aquí no aceptó los criterios de la revolución; 1922-1923 la nueva huida a Berlín a la que siguió la segunda larga estancia 1923-1941 en París; su fama crece en todas partes y en 1941 acepta una invitación a Estados Unidos (1941-1948), escapando así de la nueva guerra; en 1948 regresa a Francia y se instala en Vence, cerca de Picasso y Matisse, donde desarrolla obras monumentales; muere el 28 de marzo de 1985 en Saint-Paul-de-Vence. Ya había donado el Museo del Mensaje Bíblico (1969) con sus obras a la ciudad de Niza.
La exposición de Ferrara reúne el impresionante panorama de su producción, donde siempre emerge el carácter de Chagall, desde los cuadros líricos y musicales hasta las grandiosas sagas teatrales, pero donde sin embargo permanece esquivo en todo momento a un único personaje y llama más alto a nuestro seguimiento, a nuestro querer volar con él. Es un personaje, si queremos llamarlo así, que sigue siendo onírico, estimulante, desconcentrado pero tan icastico como puede, y rítmico en sus asonancias, en las referencias lejanas que quedan fuera de las limitaciones del espacio, del tiempo, de la razón razonada pero distantemente presente. Su arte es verdaderamente moderno, y es justo decir que la ciudad de Ferrara ha elegido esta aventura del encuentro, esta contracanción cortés y verosímil de su propia historia, de su propia capacidad poética.
El evento está organizado por la Fundación Ferrara Arte y Arthemisia, y toda la parte artística está comisariada por Paul Schneiter y Francesca Villanti: un mérito que marca una zona importante en el mapa cultural italiano actual, ya marcada por Studio Esseci y en particular por Simone Raddi. Resulta muy útil y sumamente atractivo seguir las secciones de la exposición, con las que el aprendizaje se hace feliz y constructivo para cada visitante. He aquí la secuencia de las Secciones: Chagall como testigo de su tiempo - La memoria eterna - El encuentro de las tradiciones: cuando Oriente y Occidente se hablan - Las fábulas de La Fontaine: la consagración de un Maestro - El Éxodo o el barco Exdodus: cuando la historia bíblica se encuentra con la crónica contemporánea - París después del exilio - Cuando la música se convierte en color - Rostros y máscaras: ontología de la dualidad en Chagall - En diálogo con la materia - Mediterráneo: renacer en la luz - Transparencias divinas - El jardín que no existe.
Esta lista basta para comprender el abrazo de la exposición a todos, tanto más cuanto que el itinerario se apoya en fichas fundamentales para introducirnos en el tema de cada sección. Y por el camino escucharemos ese eco mágico de música-poesía que siempre acompaña el acercamiento pictórico al soñador lúcido. La decoración es mágica y cautivadora, maravillosa en sus invenciones de adecuación, en su iluminación, arreglos, proyecciones, dobles imágenes e invitaciones; prensil en el alma de cada visitante y estupendamente dirigida -queremos decirlo- a los niños y a los que los niños tienen ganas de volver. Un alto y verdadero servicio que nos llega de la mano de una excelente Administración Municipal y de un agradabilísimo servicio de recepción, sin igual. Y es aquí donde Ferrara se convierte en la ciudad ineludible para toda alma elegida.
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