Bertrand Flachot (París, 1955) es un artista que se mueve en la frontera entre la fotografía y el dibujo, entre la palabra y la forma, entre lo visible y lo perceptible. Desde hace más de 30 años, sus investigaciones se mueven en torno a los hilos de la memoria, la percepción y el lenguaje. Sus obras -que a menudo adoptan la forma de grandes cartografías visuales- surgen de fotografías que el artista recorre con minuciosos trazos, líneas casi invisibles, estratificaciones gráficas que transforman la imagen en un lugar mental, en un paisaje de la interioridad.
La de Bertrand Flachot es una poética del detalle, de la huella, del tiempo sedimentado. Su obra se construye como una sismografía de lo sensible -por utilizar sus palabras- en la que el gesto gráfico se convierte en vehículo de la memoria, en fragmento de visión, en vibración emocional. A través de un diálogo entre fotografía, dibujo y escritura, Flachot compone paisajes interiores, mapas mentales que trascienden lo visible para llegar a lo que sólo puede percibirse con la mirada interior.
Su signo, a menudo sutil y casi invisible, se superpone a la fotografía, la atraviesa, la esculpe y la transforma, en un proceso de superposición y borrado, de encubrimiento y revelación. El resultado es una imagen nueva, híbrida, inclasificable. En estas obras, como escribe Bruno Dubreuil, el trazo fluctuante parece “una especie de agitación sismográfica”, una línea que se desliza libremente por la pantalla, independiente de la mano que la guía.
Formado en la École nationale des arts décoratifs de París entre 1973 y 1978, Flachot frecuentó círculos cercanos al body art y la performance, estudiando con figuras como Hervé Fischer en el marco de la École d’art sociologique. La influencia de artistas como Michel Journiac, Hermann Nitsch y Jackson Pollock contribuyó a formar una concepción del arte como experiencia corporal, física, en la que el gesto precede al sentido, y la obra toma forma en el espacio tanto como en la superficie. “El descubrimiento de la obra de Jackson Pollock”, declaró a Gabriele Landi en una entrevista, “fue un auténtico trueno que me transformó de pintor aficionado en artista hecho y derecho. Recuerdo muy bien haber consultado reproducciones de sus dibujos y grabados, así como las fotografías de Hans Namuth de él en acción en su estudio. Esta transición de la pintura de caballete a la práctica del ”all over“ me sigue interpelando hoy en día”.
Desde el principio, Flachot trabajó el concepto de instalación pictórica, explorando formas de exposición poco convencionales. Sus “cubos pintados”, estructuras tridimensionales que incorporan el gesto pictórico al espacio, representan una etapa fundamental en su reflexión sobre el tiempo y la memoria del acto creativo. Pero un acontecimiento dramático marcó una fractura en su carrera: en 1990 un incendio destruyó el taller que ocupaba en el Quai de la Seine, reduciendo a cenizas años de trabajo, obras y archivos.
Tras la tragedia, el artista se retiró a la campiña de Seine-et-Marne, a los lugares de su infancia. Este regreso a sus orígenes se convirtió en una nueva fase de su investigación, en la que la naturaleza -los bosques, las ramas, las zarzas- se convirtió en un observatorio privilegiado para el estudio del signo. El paisaje ya no es sólo el tema, sino que se convierte en el argumento, en la sustancia misma de la obra. Flachot observa el cambio de las estaciones, trabaja la tierra, y mientras tanto reanuda el dibujo, la fotografía, la composición.
Con la llegada de la tecnología digital a principios de la década de 2000, el artista consiguió renovar su enfoque de los medios transversales. La tableta gráfica se convierte en una prolongación natural de su cuerpo, una herramienta que le permite dibujar con los ojos cerrados, “a ciegas”, como le gusta decir. El trazo ya no procede del contacto directo entre la mano y la superficie, sino de una disociación que agudiza la intensidad de la percepción. “Travailler à l’aveugle”, dice, dibujar sin ver, sin comprobar, como si el signo fuera una forma de escritura automática del cuerpo y de la memoria.
En la obra de Bertrand Flachot, la escritura ya no es lenguaje en sentido estricto. No comunica, no informa, no describe, sino que se convierte en materia visual, en gesto caligráfico, en estructura rítmica. Se libera del significado para convertirse en signo. En este sentido, sus obras se sitúan en la encrucijada entre las artes visuales, la poesía concreta y la filosofía del lenguaje. Flachot parece buscar un código secreto, un mensaje oculto en la propia imagen.
En la serie Les Rets, por ejemplo, 365 paneles fotográficos -uno por cada día- componen una red visual donde las líneas se entrecruzan como “pièges à visions”, trampas para el ojo, que desorientan e hipnotizan al espectador. Cada imagen es a la vez autónoma y parte de un todo, como si el conjunto de la obra fuera una narración sin palabras, una crónica íntima del paso del tiempo.
Como observa François de Coninck, la obra de Flachot navega “juste au-dessus de la ligne de flottaison”, es decir, en la frontera entre lo visible y lo sumergido, entre lo que emerge a la conciencia y lo que permanece en lo más profundo de la memoria. Esta línea, que en el mundo náutico separa las “obras vivas” de las “obras muertas”, se convierte en una metáfora del propio arte: un lugar de tránsito, de transformación, de supervivencia de las imágenes. Las fotografías de Flachot no documentan, sino que evocan, recuerdan, reescriben el pasado a través de una escritura visual que no quiere ser leída, sino experimentada.
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Bertrand Flachot: cartógrafo de lo invisible, explorador del signo |
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