En memoria de Luisa Laureati


Bruno Zanardi escribe unas memorias sobre Luisa Laureati, galerista, alma de la cultura romana durante muchas décadas a partir de 1965, cuando fundó la Galleria dell'Oca, y fallecida el pasado 4 de agosto.

Luisa Laureati nos dejó hace unos días. Fue una galerista, sobre todo de arte contemporáneo -la Galleria dell’Oca, que fundó en 1965, era suya- y una figura que recorrió directamente el mundo de la cultura romana de aquellos años. Los años en los que Italia opuso al abstraccionismo radical y brutal de la pintura americana un arte abstracto en continuidad con el sentimiento figurativo de Occidente: Mario Schifano sobre todo.

Gracias a Luisa, artistas, hombres de letras y cineastas se sintieron como en casa en la Galleria dell’Oca durante aquellas décadas. Por citar sólo algunos, Guttuso, más que Franco Angeli, Kounellis, Ennio Flaiano, Goffredo Parise, Burri, Valerio Zurlini, Moravia, Ungaretti, Elsa Morante, Pasolini o Sebastian Matta, cuya mujer, por esnobismo y alegría, se presentaba a quienes no conocía diciendo “estoy loca”. Hasta su encuentro con Giuliano Briganti, uno de los grandes historiadores del arte del siglo XX, un hombre maravilloso por su inteligencia, simpatía y amabilidad, con quien se casó en 1974.

Luisa Laureati
Luisa Laureati

Tengo recuerdos de Luisa que son inseparables de la figura de Giuliano. Por citar sólo uno, pienso en el momento en que, a finales de agosto de 1992, Eugenio Scalfari, fundador y director de “la Repubblica”, pidió a Giuliano que fuera a Parma para ver qué había de cierto en la violentísima polémica que se había desatado en aquellos meses en torno a la restauración del Baptisterio, obra maestra de Benedetto Antelami, que yo mismo estaba llevando a cabo. Giuliano llegó a Parma con Luisa y me pidió que le acompañara. Allí comprobó por sí mismo (como escribió más tarde) que todo aquel barullo no era más que el resultado de una conspiración provinciana urdida por ridículos superintendentes, profesores ignorantes, abogados vendidos y jueces conniventes. El descubrimiento de un panorama de desoladora miseria y mediocridad se vio aligerado en risas por las frecuentes y paradójicas llamadas telefónicas que Zeri le hacía, bien informándole de cómo estaban realmente las cosas en relación con aquella restauración, bien cambiando la voz para hacerse pasar por Elide Maiocchetti que “c’ho er pupo che je piace tanto l’arte”, ahora por una señora de Loreto cuyo apellido se seguía con rimas irreferibles, y así sucesivamente. Las llamadas telefónicas siempre eran recibidas por Luisa riendo: Zeri era amigo de Giuliano de toda la vida y sus constantes llamadas telefónicas eran una forma de expresarle su afecto. Y aquí pienso en las grandes lágrimas de Luisa, tan grandes como las de un niño, mezcladas con una sonrisa ante el noble cadáver de Giuliano expuesto en su hermosa casa de Via della Mercede el 17 de diciembre de 1992.

La última vez que hablamos fue hace aproximadamente un año, cuando quise volver a publicar tres artículos sobre la falta de protección del patrimonio artístico aparecidos en 1991 en “la Repubblica”, entonces el periódico de referencia para los intelectuales italianos: uno de Urbani, otro de Giuliano y otro de Zeri. Una idea que Luisa compartió con gusto y que yo no seguí, pero que quizá pueda retomarse, dados los tiempos que corren. Durante mi estancia con Luisa, un hermoso documental de Tommaso Tovaglieri, que puede verse en el sitio web de Treccani, lo dice todo en estas pocas líneas mías.


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