Añoranza de África. Arte africano y vanguardia


A principios del siglo XX, los artistas europeos encontraron en el continente negro soluciones a sus problemas. El arte africano se convirtió así en un repertorio que proporcionó a muchos artistas soluciones diferentes, de Picasso a Matisse, de Klee a Derain, de Man Ray a Modigliani.

Desde la antigüedad, las contaminaciones y apropiaciones culturales han caracterizado la confrontación y el choque entre distintas comunidades, implicando los campos más dispares del saber humano, desde la lengua a la escritura, desde las técnicas de cultivo a la navegación, desde la artesanía a la guerra, etc. El diálogo y la interacción entre diferentes culturas artísticas también caracteriza a un gran número de experiencias dispersas a lo largo de la parábola multimilenaria de la historia del arte. Entre ellas, a partir de principios del siglo XX, cargado de implicaciones fue el impacto del arte tribal en los artistas modernistas. Fue un fenómeno de enorme alcance, cuya comprensión sigue siendo complicada hoy en día por la pluralidad de definiciones e interpretaciones. El término “arte tribal” engloba el arte típico de los pueblos africanos, oceánicos y nativos americanos. También denominado arte primitivo, aunque durante mucho tiempo se ha criticado que este término es eurocéntrico y despectivo, fue aceptado en sus aspectos formales por los artistas europeos de vanguardia, dando lugar al fenómeno del primitivismo. Sin embargo, en el prejuicio de un arte que a los ojos de los europeos tenía la pega de ser ingenuo, inmediato, alejado de las corrupciones de la civilización moderna y de la tradición, el arte egipcio, e incluso todas las artes consideradas no clásicas, es decir, anteriores al Renacimiento maduro, acabaron con poco discernimiento. Pero las artes europeas, por arcaicas y anticlásicas que fueran, no tenían el mismo valor exótico. Por eso no es infrecuente encontrar “arte etnográfico”, “indígena” o art nègre como sinónimos que se suman a los ya vagos términos anticipados.

Aunque el avance de este fenómeno ha ido de la mano del avance de las ciencias etnológicas, no podría estar más alejado del rigor filológico. Es sobre todo con el arte africano, cargado de valores místicos y atávicos, con el que el arte europeo de este periodo contrajo la mayor deuda. El interés por el arte abigarrado procedente de este continente sin límites va acompañado de un mito fundacional conocido y maltratado: hacia 1906, se dice que el pintor Maurice de Vlaminck compró en un mercado una escultura africana, que mostró con orgullo a André Derain, diciendo: “Es casi tan bella como la Venus de Milo”. Su amigo pintor, sin embargo, habría respondido que la obra era “tan bella como” la famosa estatua: decidieron entonces zanjar la disputa presentando la obra africana a Picasso, quien lapidariamente concluyó “aún más bella”. Cierta o supuesta, esta anécdota muestra con extraordinaria inmediatez cómo, en el plazo de una generación, la que había sido una de las obras más admiradas y copiadas se vio superada por una obra africana. Pero, ¿cómo había sido posible un cambio tan repentino de gustos y modelos?

André Derain, Las grandes bañistas (1908; óleo sobre lienzo, 178 x 225 cm; Colección Netter)
André Derain, Las grandes bañistas (1908; óleo sobre lienzo, 178 x 225 cm; Colección Netter)
Henri Matisse, Retrato de Madame Matisse (1913; óleo sobre lienzo, 146 x 97,7 cm; San Petersburgo, Ermitage)
Henri Matisse, Retrato de Madame Matisse (1913; óleo sobre lienzo, 146 x 97,7 cm; San Petersburgo, Hermitage)
Constantin BrâncuÛi, Adán y Eva (1921-1926; madera, 238,8 x 47,6 x 46,4 cm; Nueva York, Solomon R. Guggenheim Museum)
Constantin BrâncuÛi, Adán y Eva (1921-1926; madera, 238,8 x 47,6 x 46,4 cm; Nueva York, Solomon R. Guggenheim Museum)

El encuentro con el arte africano (aunque sería más correcto hablar de artefactos etnográficos) no es exclusivo Desde principios del siglo XX, el impacto del arte tribal en los artistas modernistas del siglo XX estuvo lleno de implicaciones: algunos objetos ya habían entrado en las colecciones europeas. Pero a finales del siglo XIX también llegaron a Europa innumerables objetos gracias a un nuevo interés por la etnografía, que iba de la mano de las empresas coloniales de las grandes potencias. Al mismo tiempo, las Exposiciones Universales brindaron nuevas oportunidades de conocer la artesanía de culturas no occidentales, que también entraron en los museos etnográficos. A partir de entonces, el arte africano sería objeto de exposiciones e incluso comercializado por marchantes como Joseph Brummer y Paul Guillaume, entrando más tarde en colecciones prestigiosas como la del ruso Ščukin.

Los artistas que se movían en los primeros años del siglo XX encontraron así múltiples posibilidades de comparación, y en el arte africano vieron algunas soluciones a problemas plásticos, formales y expresivos que la vanguardia modernista había situado en el centro de sus investigaciones. El terreno, además, había sido recorrido anteriormente, por una parte, por Gauguin, que había marcado su experiencia artística con una búsqueda continua de formas primitivas e incorruptas, buscando referencias en el arte no occidental, y por otra, por las investigaciones de síntesis volumétrica llevadas a cabo por Cézanne. Los dos grandes artistas fueron redescubiertos en 1906 y 1907 respectivamente gracias a dos grandes retrospectivas que les fueron dedicadas en el Salón de Otoño.

Aparte del episodio desencadenado por Vlaminck, son numerosas las personalidades que se han atribuido el mérito de haber “descubierto” el arte africano, pero la obra que sancionó célebremente el inicio de esta nueva tendencia es el famoso cuadro de Pablo Picasso Les demoiselles d’Avignon. En junio de 1907, Picasso decidió modificar el gran cuadro que ya se encontraba en una fase avanzada, transformando las dos figuras de la derecha, inicialmente realizadas como las demás en un estilo derivado de las esculturas ibéricas arcaicas, tomando como inspiración el arte tribal que había visto en el Museo Etnográfico del Trocadero. La intención de Picasso era romper con el marco narrativo para proponer un registro icónico: la oscura deformidad de las máscaras creaba un cortocircuito dentro del cuadro, entre la sinuosidad carnal de las figuras ibéricas y la melancolía de las dos figuras africanas, con la intención de evocar la personificación de la “pura energía sexual”, una fuerza vital capaz de rebajarnos a una “dimensión orgiástica”, como reseñó el crítico Steinberg.

Picasso, más que ningún otro artista, declinó en sus obras la lección extraída del arte africano, experimentando desde la pintura hasta la escultura polimérica. Su afinidad con este arte fue tal que incluso se extendió el mito de que tenía cierta ascendencia africana, que le llegaba a través de la sangre hispana morisca. El mismo año del famoso cuadro de Picasso, André Derain realizó la primera versión de Bañistas, que guardaba una estrecha relación con la obra del español. El pintor francés, apasionado coleccionista de arte nè;gre, y Henri Matisse, satisfacían su deseo de simplificación y síntesis plástica a través de las soluciones formales del arte primitivo. Matisse, en el Retrato de Madame Matisse, representó el rostro de su esposa como si fuera “una máscara”, señaló André Salmon, con claras referencias a las máscaras Fang o Shira-Puru de Gabón.

Máscara fang de Gabón (madera pintada, 42 x 28,5 x 14,7 cm; París, Centro Pompidou, Museo Nacional de Arte Moderno)
Máscara Fang de Gabón (madera pintada, 42 x 28,5 x 14,7 cm; París, Centre Pompidou, Musée National d’Art Moderne)
Paul Klee, Hoja impresa con dibujo (1937; óleo sobre lienzo, 60 x 56 cm; Washington, Phillips Collection)
Paul Klee, Hoja impresa con dibujo (1937; óleo sobre lienzo, 60 x 56 cm; Washington, Phillips Collection)
Man Ray, Noire et Blanche (1926; fotografía, 20 x 27 cm)
Man Ray, Noire et Blanche (1926; fotografía, 20 x 27 cm)

Así pues, los artistas europeos de vanguardia extrajeron de los objetos africanos soluciones a sus interrogantes artísticos, combinándolas con la posibilidad de realizar un acto inconformista y antiburgués. Las más de las veces se trataba de meras filiaciones formales, pero otros artistas contrajeron una deuda indudablemente más compleja, en la medida en que fueron capaces de afirmar múltiples niveles de interpretación. Picasso había mostrado el poder ritual y catártico que tenían las máscaras: “no eran esculturas como las demás, sino objetos mágicos” creados por intercesores. Este enfoque también caracterizó al expresionismo alemán: los miembros de Die Brücke asimilaron el poder vital y brutal de estas formas ancestrales para exasperar a sus figuras pintadas, deformadas hasta el límite de lo grotesco y cargadas de un espíritu salvaje y dramático.

Otros artistas prefieren un enfoque impasible, optando por una lectura formal lógica, interesándose por las oportunidades de las simplificaciones volumétricas y plásticas, asentando la construcción sobre una armonía de conjunto, o dibujando soluciones ideográficas. Es el caso del escultor Constantin BrâncuÛi, que encontró en el arte tribal algunas soluciones plástico-estructurales para sus obras, como en Adán y Eva de 1921, donde la influencia africana se refleja en la estructura compuesta de superposiciones verticales, y en la fisonomía de Eva. BrâncuÛi no hace una lectura mística y oscura, sino que afirma que hay “alegría en la escultura negra”.

Si no alegría, al menos armonía y sinuosidad son los rasgos que Amedeo Modigliani, amigo del escultor rumano, deducía del arte tribal africano. Para el artista de Leghorn, reconocer su deuda con este arte no es tarea fácil, ya que convive con un sinfín de aportaciones e influencias diferentes, en primer lugar la del arte egipcio. Y es precisamente Modigliani quien se convierte en el propulsor de una comparación matizada y atemperada con el arte africano, un planteamiento estetizante que tiene su eco en el desarrollo del planteamiento plástico desarrollado en un contrapunto de sólidos y vacíos, en la claridad y la linealidad esencial, en la búsqueda de la estilización y la síntesis y en la forma orgánica de entender la realidad. Modigliani, aparentemente sin hacer distinciones, se acercó a las artes primitivas no occidentales y europeas, en las que buscaba no sólo respuestas exquisitamente formales, sino también valores arcaicos, casi fuera del tiempo, en un intento absoluto de diálogo con la eternidad. Podríamos decir que Modigliani elevó el arte primitivo, haciendo sin embargo una distinción y seleccionando sólo aquel que se ajustaba a su refinada sensibilidad, junto al arte clásico, que seguía siendo para él una referencia indispensable. Se puede hablar de un auténtico primitivismo clasicista.

Ernst Ludwig Kirchner, Milli durmiendo (1910-1911; óleo sobre lienzo, 54 x 92 cm; Bremen, Kunsthalle)
Ernst Ludwig Kirchner, Milli durmiendo (1910-1911; óleo sobre lienzo, 54 x 92 cm; Bremen, Kunsthalle)
Emil Nolde, Naturaleza muerta con máscaras III (1911; óleo sobre lienzo, 73,03 x 77,47 cm; Kansas City, The Nelson-Atkins Museum of Art)
Emil Nolde, Naturaleza muerta con máscaras III (1911; óleo sobre lienzo, 73,03 x 77,47 cm; Kansas City, The Nelson-Atkins Museum of Art)
Amedeo Modigliani, Cabeza (1911-1912; piedra caliza, 89,2 x 14 x 35,2 cm; Londres, Tate Gallery)
Amedeo Modigliani, Cabeza (1911-1912; piedra caliza, 89,2 x 14 x 35,2 cm; Londres, Tate Gallery)

En el extremo opuesto se encuentra el enfoque que más tarde llevaría a los surrealistas a enfrentarse al arte africano. Los surrealistas le dieron una interpretación onírica basada en la convicción de que no había sido contaminado por la razón, sino que poseía una libertad expresiva dictada por el inconsciente o un estado alucinatorio. Este interés se manifiesta de formas muy diversas: la escritura ancestral en los cuadros nacidos de los automatismos de André Masson; las máscaras arquetípicas de Marx Ernest, sorprendentemente similares a las máscaras Tusyan del Alto Volta; la nariz de Alberto Giacometti en diálogo con las máscaras Baning de Nueva Bretaña; las energías primarias de la obra de Paul Klee, hasta las fotografías de Man Ray como Noire et blanche, donde la famosa Kiki de Montparnasse es retratada en su pálida blancura contrastando con una máscara Baoulé, típica de Costa de Marfil.

A partir de la lección surrealista, la confrontación con el arte africano se convertiría también, en cierta medida, en patrimonio de las vanguardias que inaugurarían la segunda mitad del siglo, como el movimiento Informal, y también se dejaría sentir en ultramar de la mano de los expresionistas abstractos, dando testimonio de cómo el encuentro y la confrontación con el arte africano tuvieron un peso preponderante en las poéticas artísticas de gran parte del siglo XX.

Sin embargo, cabe destacar de nuevo cómo este diálogo se caracteriza por ser un fenómeno eminentemente etnocéntrico y unidireccional, ya que proyecta las expectativas, intereses y modelos de valor occidentales sobre productos de otras culturas, trivializando a menudo su interpretación. Privados de su función original, llegados a los artistas mutilados e incompletos o a través de copias en serie creadas para el mercado occidental, cargadas prejuiciosamente con el mito de haber sido creadas por un artista anónimo, estos artefactos habían sido descontextualizados desde el principio. El propio Picasso declaró: “Todo lo que necesito saber sobre África es inherente a ese objeto”. En esta relación jerárquica, la producción africana se convertía en un rico repertorio estético, y la confrontación con ella en un ejercicio para que el artista europeo agudizara su propia conciencia occidental. Por otra parte, la idea misma de confrontarse con los objetos artísticos es el resultado de una concepción eurocéntrica, de la que Marcel Duchamp era profundamente consciente: En una conversación con Pierre Cabane, que sostenía que no había sociedades sin arte, el francés había respondido afirmando que quienes fabricaban cucharas de madera en la selva del Congo no lo habían hecho para que los congoleños las admiraran, ni los fetiches y las máscaras estaban destinados a tal fin, aunque los europeos se lo hubieran impuesto. Al fin y al cabo, concluía Duchamp, somos nosotros quienes “hemos creado el arte para nuestro uso exclusivo: pertenece a la esfera de la masturbación”.


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