Algunas carreras parecen diseñadas en la mesa de dibujo: no por falta de talento, sino por la lucidez con la que todo sucede. El debut adecuado en el momento adecuado, el look adecuado, la técnica adecuada, la cara adecuada. Y luego, por supuesto, las conexiones adecuadas. La parábola de Anna Weyant, nacida en 1995, una artista canadiense que hoy es una de las más discutidas (y codiciadas) de la escena estadounidense, se mueve exactamente en esta dirección. Como un mecanismo perfectamente engrasado, se ha erigido en el espacio de tres años en una nueva voz del arte figurativo contemporáneo, pero también en el espejo perfecto de un sistema artístico que hoy se comporta más como una ruleta rusa que como una arena crítica.
Sus obras son impecables, nadie se lo niega: la mano es precisa, segura, la composición calibrada. Weyant mira a los maestros holandeses del siglo XVII como a John Currin, pero consigue destilar sus lecciones en imágenes silenciosas y melancólicas, pequeños teatros familiares en los que se mueven mujeres jóvenes, siempre un poco cansadas, siempre un poco frágiles. La tensión nunca estalla. Permanece ahí, bajo la piel. Como en Falling Woman (2020) o Loose Screw (2020), todo se mantiene en equilibrio, incluso cuando una figura cae o un vendaje cubre un rostro. Pero es precisamente esta perfección la que desafía al espectador más atento. ¿Dónde acaba la sinceridad y empieza la performance? ¿Cuánto hay de verdaderamente urgente, de auténtico, y cuánto de estratégicamente vendible?
Hay una casa, una casa de verdad, en la obra de Weyant. Una casa de muñecas que la artista construye y luego pinta, como en House Exterior (2023). Pequeña, burguesa, americana: parece un icono de seguridad doméstica. Pero también una trampa. El arte de Weyant gira en torno a este doble fondo: lo que parece inocente no es más que el reflejo de algo que ha perdido su pureza. Los cuerpos, por ejemplo, parecen casi maniquíes: delicados, jóvenes, inclinados en poses lánguidas, nunca realmente activos, siempre observados. La mujer, aquí, siempre se ve, pero nunca se mira. El cuadro se convierte así en un objeto: bello, lúcido, inquieto. Pero también tremendamente perfecto para el mercado. Y en efecto.
Weyant se encontró, dicen, en el “lugar adecuado en el momento adecuado”. Una fórmula que esconde, en realidad, una geometría muy precisa: Nueva York, la burguesía canadiense a sus espaldas, estudios clásicos, una mirada fotogénica, una cultura visual refinada y el acceso a un mundo de altas relaciones. Weyant lo tenía todo: talento, sin duda, pero también el capital social y emocional del que se alimenta ávidamente el sistema del arte. Y luego, no se puede dejar de mencionar, la relación con Larry Gagosian, el marchante de arte más poderoso del mundo. ¿Un hecho privado? Tal vez. Pero el arte actual ya no puede fingir que la biografía no forma parte de la obra. ¿El resultado? Precios disparados. De 400 a 1,62 millones de dólares en el espacio de unas pocas subastas. Y un público que, en parte, parece más atraído por la figura mediática que por la obra en sí.
Todas fantásticas. Pero el arte de Weyant no se abre paso. Es como si todo se mantuviera a distancia. Las emociones están suspendidas, nunca se conceden del todo. Incluso la melancolía, omnipresente, parece domesticada, funcional. Los títulos son irónicos, el color está calibrado, las composiciones recuerdan más a un bodegón de exposición que a una escena vivida. Quizá sea eso lo que tanto gusta: un trauma estetizado, inofensivo. Casi de Instagram. Y, sin embargo, tras esta compostura se esconde una paradoja: la pintura de Weyant pretende hablar de heridas, pero cura antes de cortar. Es un espejo muy pulido que, sin embargo, sólo refleja superficies. La cuestión entonces es otra. Weyant no es sólo una joven artista consagrada: es un caso de estudio. No tanto por los cotilleos de Gagosian o la explosión de sus precios, sino porque encarna a la perfección las nuevas reglas del juego. Un juego en el que el arte es contenido, producto, identidad, relación, algoritmo.
Y aquí es donde se abre la verdadera cuestión crítica: ¿estamos ante un talento que ha sabido interpretar lúcidamente el sistema, o ante unaaparición afortunada, perfectamente incrustada en un dispositivo que se alimenta a sí mismo? ¿Es esto arte, o sólo el simulacro de lo que hoy llamamos arte, con todo el vocabulario y los rituales requeridos? No se trata de desacreditar a Weyant. Ni mucho menos. Sus obras son refinadas, su poética reconocible, su mundo visual sólido. Pero precisamente por eso hay que observarlo con atención: ya no basta con pintar bien para hacer un arte incisivo. El arte actual debe asumir su papel en el mercado, en la comunicación, en la economía de la atención.
Weyant, consciente o inconscientemente, nos muestra la cara pulida de un sistema que funciona demasiado bien. Un sistema en el que, a veces, el contexto importa más que el gesto. Más que la verdad, la puesta en escena. Al final, ¿quién ganó realmente: la pintora o la máquina que la convirtió en icono?
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