No estaba claro si era de día o de noche. La luz, filtrada a través de las pesadas cortinas, se reflejaba en los pigmentos aún frescos del lienzo, brillaba en los charcos de azul petróleo, se difuminaba en los morados sombríos. Jadé Fadojutimi estaba allí de pie, con el pincel bajado, como esperando una respuesta de algo que aún no tenía forma. Pero el cuadro, su cuadro, ya estaba allí para responder, no con palabras, sino con fracturas cromáticas, con reverberaciones. Nacida en Londres en 1993, tras estudiar en la Slade School of Fine Art y recibir un máster del Royal College of Art en 2017, Fadojutimi emergió rápidamente como una de las voces más radicales y originales de la pintura contemporánea.
Es difícil decir dónde empieza una de sus obras. El ojo entra como en un sueño, pero luego tropieza. Colores que parecían acogedores se vuelven obsesivos. Líneas que parecían vegetales se convierten en heridas. Títulos como Existe un mundo glorioso. ¿Su nombre? El país de las cargas sostenibles no explican: abren fisuras, como si cada frase fuera un umbral, una pregunta que se niega a cerrarse.
En sus lienzos más recientes, The Woven Warped Garden of Ponder (2021), el paisaje es un recuerdo desgarrado, no un lugar. Hay algo líquido, orgánico, que late bajo la superficie. A veces parece un bosque, otras un cuerpo visto desde dentro. Las formas se escapan, se contradicen. Es como observar un sentimiento mientras cambia, mientras intenta no ser visto. Y entonces uno se pregunta: ¿qué rostro tiene realmente una emoción?
Fadojutimi no construye imágenes, las persigue. Suele decir que pinta de noche, cuando las preguntas se hacen más grandes y los pensamientos se desvanecen. Y en sus gestos, rápidos, nerviosos, estratificados, hay algo coreográfico. El pincel no se mueve, baila. El lienzo no es un soporte, es una prolongación del cuerpo. Uno casi tiene la impresión de que cada cuadro es el residuo de una representación invisible, que se ha consumido en ausencia de espectadores.
Sin embargo, el espectador se convierte en cómplice. No observa: escucha. Pero, ¿qué escucha exactamente? Quizá sus lienzos sean mapas. No geográficos, sino interiores. Caminos mentales. Umbrales entre identidades que no se dejan fijar. Jadé, que crece entre Londres y el lejano recuerdo de Nigeria, que estudia anime japonés, que cruza géneros, filiaciones, influencias, devuelve todo esto en forma de un lenguaje visual imposible de traducir. Pero habla. En voz alta. Incluso cuando duele.
Por ejemplo, Cavernous Resonance (2020). Un vórtice de color violento, empapado de rojos espesos, de verdes corroídos. Hay una luz que parece sagrada, pero todo vibra como si estuviera a punto de desintegrarse. ¿Qué resuena ahí dentro? ¿Un recuerdo? ¿Una infancia? ¿Una alteridad? ¿O es sólo pintura, en su estado más puro y magmático? Muchos lo llaman abstracto. Pero es una palabra que, en su caso, no da en el clavo. No hay nada más concreto, físico, sensual, que su pintura. Es carne transformada en gesto. Es el impulso que se convierte en forma. En cada obra hay una urgencia que se siente en las muñecas, en la respiración. Como si cada color hubiera sido extraído con esfuerzo de un lugar profundo, no del mundo, sino de la psique.
Durante la Bienal de Venecia de 2022, sus obras brillaron como visiones. Eran muros emocionales, montañas mentales. Y quienes pasaban por allí se quedaban parados, como hechizados. Porque no se trataba sólo de ver: se trataba de sentir. Pero ¿sentir qué, exactamente? Tal vez esa sea la cuestión. Fadojutimi nunca ofrece una dirección inequívoca. Cada lienzo es un oráculo roto. Una frase empezada e interrumpida. Una historia que sólo se cuenta a quienes aceptan no entenderla de inmediato. Su obra no se dirige a la mirada entrenada, sino a la vulnerable. A los que tienen el valor de perderse.
Y así, ante sus obras, uno ya no busca el sentido. Uno se queda ahí, dentro. Uno se entrega. Uno deja de querer interpretar y empieza, en cambio, a recordar. ¿Recordar qué? No se sabe. Pero algo ocurre. Siempre. Quizá el arte de Jadé Fadojutimi sea eso: un umbral entre lo ensayado y lo nunca dicho. Una forma de tocar el mundo antes de que el lenguaje lo corroa.
Y si es cierto que todo artista intenta, al final, construir un lenguaje propio, el de Jadé está hecho de sonidos apagados, de tensiones suspendidas, de fragilidades convertidas en monumentales. Un lenguaje que no pretende ser comprendido. Sólo ser habitado. Y nosotros, ¿estamos realmente dispuestos a habitarlo?
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