En medio de la noche, sobre un lienzo negro como la tinta, emerge una figura fálica, de pie, sola, sobre un mar en calma, iluminada por una puesta de sol resplandeciente. Es Sea Dick (2022), una de las obras más recientes de Tala Madani, artista iraní-estadounidense que desde hace años convierte la pintura en un campo de batalla entre la ironía, el deseo y la crítica social. En este cuadro, como en muchos otros, Madani juega con elabsurdo para desenmascarar la fragilidad del poder masculino y las contradicciones de la cultura patriarcal. Pero, ¿qué ocurre cuando lo absurdo se convierte en norma? ¿Cuando el elemento infantil invade la narrativa visual hasta el punto de hacernos dudar de si estamos riendo o temblando?
Nacida en Teherán en 1981, Madani se trasladó a Estados Unidos en la década de 1990, donde estudió Ciencias Políticas y Artes Visuales en la Universidad Estatal de Oregón, antes de completar un máster en pintura en la Universidad de Yale en 2006. Desde el principio, su arte se ha caracterizado por un lenguaje visual que mezcla la pintura expresionista con gráficos de cómic, creando escenas que oscilan entre lo grotesco y lo cómico. En Braided Beard (2007), un hombre se trenza la barba con manos invisibles. El gesto, que a primera vista parece divertido, tierno incluso, resulta inquietante a segunda vista: ¿por qué el hombre no se resiste? ¿Por qué parece perdido, casi catatónico? ¿Dónde estamos? ¿En un sueño infantil, en un castigo, en un ritual? Quizá en todo a la vez.
Madani no construye mundos: los desintegra. Sus fondos son paredes desnudas y planas o entornos indefinidos donde la acción, a menudo reducida a unos pocos gestos repetidos, toma el relevo de la lógica. En Nosefall (2007), un hombre pierde literalmente la nariz, que se desliza por su cara como mantequilla en una sartén caliente. Y uno se pregunta: ¿qué perdemos cuando perdemos nuestros rasgos? ¿La identidad? ¿El papel? ¿La posibilidad de ser vistos? Y de nuevo: ¿por qué estos hombres están siempre solos o en grupos que parecen pandillas de niños mal criados, esculpidos en una falsa masculinidad, incapaces de articular deseos o pensamientos complejos? ¿Se trata acaso de un retrato de la generación que no ha sabido convertirse en adulta? ¿Una humanidad que, tras siglos de dominación, ya no sabe qué hacer con su propio cuerpo?
Madani no nos da respuestas. Ni pretende tenerlas. Hace algo más arriesgado: nos pone ante imágenes que funcionan como espejos deformantes. Y el espectador se ve obligado a permanecer allí, a mirar. ¿Cuánto hay de nosotros en estos hombres humillados? ¿Por qué nos recuerdan a un padre, a un hermano, a un colega, a nosotros mismos? Madani no pinta “contra” nada, no es un panfleto contra el patriarcado, ni una alegoría simplista del poder. Es una narración más sutil, más visceral. Es una apertura sobre el momento exacto en que las certezas se desmoronan. Donde la violencia, el eros, la ternura y la vergüenza también se mezclan en un fluido denso, carnal y pegajoso.
¿Sus colores? Pastosos, a menudo violentos. Los contornos son imperfectos, manchados. Como si la imagen estuviera a punto de huir. Quizá porque nada es estable, ni siquiera la identidad. Ni siquiera el cuerpo. Ni siquiera la idea misma de “hombre” o “mujer”. Tala Madani nos obliga a mirar de cerca ese momento íntimo, ridículo, trágico e irredimible en el que cae la máscara. Pero, ¿qué ocurre cuando ya no hay rostro debajo? ¿Y nosotros, que estamos allí para mirar, conseguimos permanecer impasibles? ¿O nos sentimos expuestos, vistos, incluso burlados? Porque quizás, al final, lo que realmente nos asusta no es la torpeza de sus personajes, sino reconocernos en ellos.
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