Todos los frescos de Correggio y casi todos sus cuadros móviles son portadores de significados particulares, a menudo no fáciles de descifrar, que expresan valores cristianos y surgen de profundas meditaciones que desembocan en sus conocidas composiciones, ricas en densidad espiritual o anagógica, pero siempre “felices” en el sentido más elevado del término. Debemos, pues, indagar desde dentro en la personalidad del pintor, del que no conocemos expresiones escritas ni conversaciones reveladoras, aparte de las alusiones de Vasari a su vida sencilla y a su fe evidente. Por sus obras, sin embargo, podemos afirmar que fue un maestro inmediato de esa traducción genialmente artística que es el genio: de la elaboración cultural íntima a la creación figurativa, es decir, la metamorfosis de lo inexpresable a lo visible. En Correggio, siempre hay que tener en cuenta el pleno uso de la iconología.
El eje teológico que le acompañaba era el de ver bíblicamente la eternidad no como un infinito transcurrir de los días, sino como -en realidad- un presente absoluto. Esta verdad le permitía hablar pictóricamente por encima del tiempo, y podemos entenderlo en varios temas.
Todas las pruebas están en los cuadros de Correggio: de ellos podemos extraer sus estudios, tanto físicos como filosóficos, sus vivas predilecciones naturalistas, la límpida sabiduría y la fuerza arquitectónica, las influencias que ejercieron sobre él sus grandes maestros, como Mantegna y Leonardo. Sobre todo, podemos captar esa total intrisión benedictina que siempre le acompañó en la vida y que incluía el conocimiento ’ab imis’ de las Sagradas Escrituras, los Evangelios y los frutos de la contemplación(cum - templum - et actio). Sería bueno entrar aquí en más detalles, pero nos limitaremos a recordar que Antonio Allegri elaboraba cada una de sus composiciones bien apoyándose en una firme estructura teológica, bien en una suave y fuerte inducción moral. No será inútil señalar que él, con apenas treinta años, fue acogido e inmerso en el seno de la Orden benedictina con toda la participación en los beneficios espirituales de los propios monjes. Esto confirma su intensa presencia en San Benedetto Po desde una edad temprana y su formación espiritual bajo la guía de Gregorio Cortese.
Entrando ya en el título de nuestras consideraciones, la referencia va dirigida a una creación pictórica de Correggio sobre un tema apenas insinuado en el Evangelio de Marcos, donde en el Huerto de los Olivos tiene lugar la captura de Jesús, que tras el beso de Judas se deja llevar voluntariamente. Aquí comienza el acontecimiento de la “Pasión y Muerte de Cristo” que, para la humanidad, se sitúa en el centro del gran plan divino entre el Fiat Lux (la Creación) y la Parusía (la nueva aparición de Jesús en el Último Día). Hay que insistir mucho en esta centralidad.
Correggio capta con extrema emoción lo que sucedió aquel jueves por la tarde en el Huerto, y todo el episodio gira en torno al relato de Marcos, cuando Jesús, rodeado ya por los sirvientes que le arrastran hacia la casa del sumo sacerdote, cura al instante la oreja que Pedro había cortado a un criado. Mientras se lo llevaban, el evangelista señala que “le seguía un joven, vestido sólo con una sábana, y se lo impidieron. Pero él dejó la sábana y huyó desnudo” (Mc 14, 51-52). Antonio Allegri extrajo de ella una composición cuya singularidad atrajo la atención interrogante de al menos dos grandes estudiosos, ya que, a diferencia de los pocos otros artistas cuyas pinturas o dibujos recuerdan ese particular detalle removido, Correggio hace del joven el protagonista inminente, la figura principal de toda la visión, y le hace correr -libre, desnudo y luminoso- hacia nuestro espacio, hacia nosotros. En la visión crítica quedaba la pregunta, que es la que ahora nos gustaría resolver.
Entre las numerosas réplicas conocidas hoy en día, destacan dos ejemplares que derivan del original perdido de Correggio y que, por tanto, podríamos denominar claramente “romano” y “veneciano”. El primero es cuidadosamente criticado en el catálogo de la exposición Correggio y Parmigianino en las Scuderie del Quirinale (2016), mientras que para el segundo está en marcha un curioso itinerario italiano, acompañado de una edición voluntariamente impresa(Correggio, el joven desnudo de las colecciones Este, Sforza y Barberini, Scripta 2025). Un itinerario que no lleva el cuadro y donde el libro, incluidos los inciertos saludos, no logra captar la verdad del tema explicado; además, no se atreve a declarar la posible autenticidad de la mano de Correggio. En cambio, muchos de los datos de la investigación son respetables.
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Debemos entonces captar el verdadero protagonismo del joven que huye y que ha abandonado su paño. Para esta búsqueda, es esencial que comprendamos que la captura de Jesús es el final de su predicación (¡!) por la que se hizo carne y tras la que ofreció su vida como sacrificio. Y es Correggio quien, en profunda meditación, sigue elitinerarium Christi ad lignum Crucis.
Leamos, pues, los Evangelios. En el momento en que es hecho prisionero, en la noche de Getsemaní, las reacciones de sus discípulos difieren en tres aspectos. La primera es la de Pedro, que se rebela ferozmente, desenvaina su espada y comienza a usarla, golpeando sangrientamente, pero Cristo hiere al herido con sus manos y reprime severamente a sus seguidores que hubieran querido luchar. El segundo es el de Juan, que era el discípulo-niño a la antigua usanza y que como tal queda siempre al lado de Jesús; registra el paso de su Maestro por la casa de Ana, y luego -atado- la tremenda conversación en la de Caifás; el significativo silencio con Herodes; después la suprema conversación con Pilatos; y luego las últimas palabras en la Cruz, junto a la que pudo permanecer. Juan encarna la cercanía y la fidelidad al Señor incluso en el acontecimiento crucial. La Pasión de Jesús Nazzareno sigue siendo así el episodio real, firmemente enraizado en la historia, y Correggio sitúa su inicio en la parte inferior del cuadro, incluido el beso de Judas.
El joven que huye y viene hacia nosotros representa la tercera vía, ciertamente dispuesta directamente por la voluntad divina, y es la misión de continuidad de la predicación del propio Cristo que quiere extender por toda la tierra para los tiempos venideros. Confirma este papel el propio Marcos adolescente, más tarde evangelista, que recuerda así el episodio emblemático subrayando que, después de la Resurrección, Jesús dijo a los apóstoles: “Id ahora por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,14). El paño abandonado y su desnudez adquieren el significado de que toda la catequesis de los apóstoles debe ser íntegra y completa, tal como Cristo la entregó. El cuadro de Correggio, con extrema conciencia por parte del pintor, no es pues en verdad un “joven que huye”, sino un Evangelista que corre hacia nosotros. Y es un pintor de una profundidad estupenda quien lo declara a través de una verdadera imago mentis. Un acontecimiento ecuménico que atraviesa el tiempo y los pueblos.
Y el hombre que persigue al joven no puede ser un soldado romano, pues al otro lado del Cedrón, en la banda enviada por los fariseos aquel jueves por la noche, no había ciertamente guardias de Pilato. Por tanto, debemos suponer que Correggio, con sumo cuidado, quiso representar en él toda la paganidad a la que se dirige el Evangelio. Por eso el perseguidor aparece como impregnado de una especie de interrogación inquieta, entre la sospecha y el deseo.
La difusión del Evangelio vendrá así a inmiscuirse en toda esa parte redentora del tiempo de salvación que Dios ha insertado en la eternidad, y en este sentido volvemos a las contemplaciones escriturarias que Correggio investigó a fondo y ha vertido aquí en una extraordinaria obra maestra de anagogía pictórica.
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