Esencialidad y sufrimiento: la belleza de Cristo en la Cruz de Diego Velázquez


El Cristo en la Cruz de Diego Velázquez es uno de los crucifijos más extraordinarios de la historia del arte: el pintor quiso representar a Cristo como el más bello entre los hombres. Y, en el siglo XX, Miguel de Unamuno dedicó un poema a la obra.

Laesencialidad con la que el artista logra transmitir la solemnidad del sufrimiento de Cristo en la cruz, sin necesidad de añadir a la composición otros elementos que recuerden la Pasión o elaborados paisajes de fondo: esto es lo que impresiona al observador cuando se enfrenta al Cristo crucificado de Diego Velázquez (Sevilla, 1599 - Madrid, 1660). Un cuadro construido únicamente con la presencia del tema principal, iluminado por una luz casi lunar, que crea el efecto de una escultura: parece como si el cuerpo de Cristo tomara volumen y rebasara los límites del lienzo.

De tamaño monumental, la cruz toca el marco del cuadro, y sobre ella se alza la figura de Cristo sostenida por cuatro clavos, uno en cada extremidad; al fondo no hay un paisaje, sino una vestidura verde oscuro que confiere a toda la composición una profundidad extraordinaria. La escena es extremadamente intensa, pero al mismo tiempo sobria: los signos de la Pasión en el cuerpo ya sin vida están casi completamente ausentes. De las heridas de las manos y de los pies bajan finos riachuelos de sangre que tiñen de rojo vivo el madero de la cruz, a la vez culpa de la humanidad y acontecimiento salvífico para toda la humanidad. La sangre fluye también por el costado derecho desde la herida del costado y son casi imperceptibles las gotas de la cabeza, rodeada por la corona de espinas. El cuerpo desnudo y resplandeciente, cubierto únicamente por un paño inmaculado anudado a la altura de las caderas, y bien proporcionado en sus rasgos, sólo muestra leves signos de sacrificio; la composición no es macabra en su totalidad, pero el elemento que destaca es la luz que emana del cuerpo, que crea una atmósfera de silencio religioso y meditación. Un cálido halo rodea la cabeza reclinada hacia delante de Jesús y el rostro aparece en sombra, casi completamente cubierto por el cabello castaño, pero los rasgos parecen serenos y relajados. Todo responde a una iconografía que, si bien expresa el carácter trágico del acontecimiento, no pretende explicitarlo de forma dramática, sino que es un sufrimiento que golpea lo más íntimo del observador, probablemente por la solemnidad y sobriedad con que el artista eligió representar la escena.



Diego Velázquez, Cristo crucificado (c. 1632; óleo sobre lienzo, 248 x 169 cm; Madrid, Prado)
Diego Velázquez, Cristo crucificado (c. 1632; óleo sobre lienzo, 248 x 169 cm; Madrid, Prado)

Esta obra se encuentra en el Museo del Prado, al igual que la mayoría de las obras importantes del artista. De hecho, casi cincuenta de los aproximadamente ciento veinte cuadros que se le atribuyen se encuentran en el museo madrileño, entre ellos los más significativos como Las Meninas. Por este motivo, se le puede considerar el pintor símbolo de la prestigiosa institución. El cuadro pertenece a los años de madurez de Velázquez: data de 1631-1632, poco después de su regreso de Italia y un periodo en el que las colecciones reales empezaron a dar testimonio cada vez más prolífico del esplendor y el poder de la corte española. Fueron los años en los que el pintor, cuya carrera estuvo marcada por su larga estancia en la corte, realizó numerosos retratos de la familia real y especialmente del rey Felipe IV, su hermano Fernando y el pequeño Baltasar Carlos, así como varios retratos del conde-duque de Olivares, el hombre que probablemente influyó en su entrada en la corte. El Cristo Crucificado, destinado al convento benedictino de San Plácido de Madrid, fue probablemente encargado por Jerónimo de Villanueva, protonotario del reino de Aragón y secretario del conde-duque de Olivares; Villanueva era una figura destacada en la corte y, por tanto, es posible que encargara tan importante obra al propio pintor del rey. También sabemos que Villanueva tuvo contacto directo con Velázquez, ya que fue responsable de algunos pagos del rey entre 1634 y 1635.

El hecho de que estuviera muy vinculado a la corte y a la nobleza fue quizá la causa de que haya pocos cuadros de tema religioso en su producción artística. Algunos críticos relacionan su sobriedad a la hora de representar escenas sacras con su actitud personal de desapego hacia ellas, ya que normalmente trataba temas cortesanos; otros afirman, sin embargo, que Velázquez es el pintor español que mejor supo representar la intensidad del sentimiento religioso, precisamente por esa sobriedad. Sin embargo, se sabe que siguió las enseñanzas de su maestro, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, 1564 - Sevilla, 1644), pintor y tratadista, que más tarde sería también su suegro (se casó con Juana Pacheco), bajo cuya tutela se formó en Sevilla. En particular, recibió la influencia de este último en la representación de Cristo como el más bello entre los hombres, según la definición del Salmo 44, y en la presencia de cuatro clavos que sostienen el cuerpo en la cruz, en lugar de tres, como representaban muchos artistas (uno en ambas manos y otro sólo para los pies, ya que éstos se representaban uno encima del otro). Y sobre la cantidad de clavos trató Pacheco al final de su Arte de la Pintura de 1649. La inscripción en tres lenguas que aparece en el madero sobre la cabeza de Cristo refleja el texto latino del Evangelio de San Juan “Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum”, es decir, la inscripción que Poncio Pilatos había colocado en la cruz de Jesús para indicar el motivo de su condena.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936), poeta activo en el cambio de los siglos XIX y XX, dedicó un poema a la obra del pintor español del siglo XVII: El Cristo de Velázquez. Compuesto en 1920 en versos sueltos, se divide en cuatro partes y crea un diálogo perfecto entre el arte y la palabra, entre la obra pictórica y la obra poética. Unamuno hace constantes referencias a detalles particulares del cuadro, como el pelo negro del Nazareno, su cuerpo blanco y sin vida, el fondo oscuro que contrasta con el cuerpo blanco de Cristo, los cuatro clavos en lugar de tres. “Por qué ese velo de cerrada noche / de tu abundante cabellera negra / de nazareno cae sobre tu frente?’: así se abre la obra poética, que prosigue con varias comparaciones con el cuerpo blanco (’Blanco tu cuerpo está como el espejo del padre de la luz’; ’blanco tu cuerpo al modo de la luna’; ’blanco tu cuerpo está como la hostia del cielo’) en contraste con la noche. ”El Hombre muerto que no muere / blanco cual luna de la noche“ es definido por el poeta como el Cristo crucificado, en una constante similitud con la luna blanca de la noche: ”Blanca luna / como el cuerpo del Hombre en cruz"; parece de hecho una luz de luna que emana de su cuerpo, una luz suave que lleva a la meditación y a permanecer en silencio observando tanta belleza. Es una escena que representa una muerte que en realidad da vida y esperanza, gracias al sacrificio de Jesús: “Por Ti nos vivifica esa tu muerte [...] vela el Hombre que dió toda su sangre / por que las gentes sepan que son hombres. / Tú salvaste a la muerte”. Y al mismo tiempo guía: “cual luna, anuncia el alba a los que viven / perdidos”.

La intensidad del poema refleja plenamente la del cuadro, aunque con casi tres siglos de diferencia: es un ejemplo extraordinario de cómo la palabra puede entrelazarse y amalgamarse con la imagen, devolviendo a la posteridad una obra total de gran belleza.


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