Hay un vacío que se clava, hecho de todo lo que hemos elegido no ser, de todas esas versiones de nosotros que hemos dejado atrás por miedo, por inercia, por supervivencia. Un vacío que no se manifiesta violentamente, sino que se arrastra como un dolor sutil, inconfesable, que conoce los puntos exactos donde golpear, escarbar, hurgar morbosamente. Está hecho de noches llenas de palabras no dichas, de habitaciones compartidas con quienes no podrían entendernos, de amores interrumpidos antes incluso de tener nombre. Es una ausencia que no nos deja dormir aunque no la nombremos, que vuelve en los detalles más banales: una luz encendida, una voz en off, un recuerdo que nunca es del todo nuestro.
Luego hay otro vacío, más raro y frágil, que no castiga sino que acoge, que no duele sino que consuela. Es el que nos permite dejar de fingir, el que nos permite permanecer, por un débil instante, indefensos. Es la falta que no pide, sino que ofrece: la que nos invita a detenernos, a respirar, a no ser nada y, en esa nada, finalmente, a ser. Está el vacío del espacio cósmico: un silencio absoluto entre las estrellas. El de las partículas subatómicas, la nada que lo mantiene todo unido. Pero es el vacío existencial el más difícil de sostener y tratamos de llenarlo como podemos: con palabras, gestos, imágenes, ruido de fondo, adicciones. Nos aceleramos, nos distraemos, nos cansamos y, sin embargo, la nada permanece, nos acompaña, se esconde entre las grietas y, tarde o temprano, nos alcanza porque siempre tendrá un aliento más largo que el nuestro.
El psiquiatra Viktor Frankl contaba que el hombre no puede vivir sin sentido, y que el vacío que surge de su ausencia puede convertirse en una trampa silenciosa y devastadora. Lo llamaba “vacío existencial” porque es una condición que se consume lentamente y que se manifiesta cuando dejamos de sentir un porqué, una conexión entre lo que somos y lo que hacemos. Lo experimentó directa y brutalmente en los campos de concentración nazis, una experiencia que está en el corazón de su obra más conocida, El hombre en busca de sentido. Durante su reclusión en Auschwitz, Dachau y otros campos, Frankl perdió a su mujer embarazada, a sus padres y a su hermano, y experimentó la desposesión total: del nombre, del cuerpo, de la libertad, del futuro. En aquel vacío absoluto, donde la humanidad parecía aniquilada, Frankl observó algo fundamental; a saber, que incluso en el sufrimiento más extremo, el hombre conserva una libertad interior, la de elegir su propia actitud ante el dolor. “A un hombre se le puede arrebatar todo excepto una cosa: la última de las libertades humanas: poder elegir la propia actitud en cualquier situación, aunque sólo sea durante unos segundos”.
Para Frankl, el vacío existencial no es sólo una condición psicológica moderna, sino un territorio en el que está en juego la posibilidad de sentido, y es precisamente cuando todo se derrumba cuando el hombre tiene la oportunidad de plantearse la pregunta fundamental: ¿para qué vivir? ¿Para qué resistir? Y la respuesta, para Frankl, no viene de fuera, sino que es una construcción activa, una orientación que cada uno está llamado a generar. Lo suyo nunca es escapar del sufrimiento, sino la capacidad de atribuir un sentido al sufrimiento mismo, y ese vacío aparentemente insoportable puede convertirse en un espacio habitado, si dejamos de temerlo y empezamos a verlo como una posibilidad. No es la plenitud lo que nos salva, sino la capacidad de transformar la ausencia en dirección y la pérdida en orientación. El error que cometemos a menudo es quizá el de no darle nunca espacio. Tememos el vacío como si fuera un defecto en el tejido de nuestras vidas, como un error que hay que corregir, e incluso en el arte, en la música, en la escritura, cada superficie debe estar llena, cada nota continua, cada frase una concatenación ininterrumpida. Porque el silencio es el intruso, la molestia de la interrupción, el adversario del lienzo en blanco. Pero si dejáramos de luchar contra él, ese vacío aparentemente lacerante y tedioso, y aprendiéramos simplemente a habitarlo, a ocuparnos de él, comprenderíamos que no es más que el aliento que precede a la palabra, la espera antes de un gesto, el lienzo aún intacto. Es la pausa necesaria entre un latido y el siguiente. Es terreno fértil para la imaginación, la creación, la comprensión de todo lo que se nos escapa. El vacío no es sólo lo que falta: es también lo que aún puede nacer. Pero el vacío no se llena. Se escucha. Se habita. En una época que nos insta a no detenernos, habitar la nada parece un acto radical; significa quedarse, escuchar, resistir a la tentación ferozmente humana de saturar, y simplemente aceptar que, en el incierto umbral entre la plenitud y la nada, algo no puede realmente suceder.
Robert Ryman, que eligió el blanco no para anular, sino para afirmar, lo entendió puntualmente. Una pintura, la suya, que no representa, sino que expone; que no grita, sino que sostiene. En sus obras, la luz se posa, los márgenes se disuelven y la pared deja de ser un fondo, para convertirse en parte de la obra. Hacia finales de los sesenta, la obra de Ryman da un giro sensual: sus superficies se vuelven ligeras, translúcidas, casi inciertas. En obras como Twin, de 1966, y Adelphi, de 1967, la pintura blanca se extiende finamente, cerca del borde extremo del soporte, como si intentara contener el vacío sin encerrarlo. En Adelphi, el lienzo ni siquiera está tensado, sino que descansa libremente sobre papel encerado y está grapado directamente a la pared. Con este gesto, Ryman empieza a romantizar la pared, a hacer que el marco forme parte del cuadro, a difuminar los límites entre lo que es arte y lo que es espacio. Pero es con la serie Surface Veil de 1970 cuando esta reflexión se amplifica y crea superficies impalpables, pintadas sobre fibra de vidrio o papel aceitado, fijadas a la pared con cortas tiras de cinta adhesiva. Ya no hay distancia entre soporte y entorno: el muro entra en la obra y se convierte en su piel y, contemplando estas composiciones, es difícil comprender dónde acaba la pintura y dónde empieza el muro, dónde se disuelve la materia y dónde, en cambio, se convierte en presencia. El blanco, aquí, no es luz plena sino bruma, suspensión, latencia. Es como si Ryman nos pidiera que nos quedáramos allí, en el punto exacto en el que aún no se ha decidido el significado.
“Mis cuadros están tan involucrados con la pared, que a veces es casi como si estuvieran pintados en la pared”, decía, y creo que es precisamente en ese umbral, en ese hueco entre la presencia y la ausencia, donde su obra encuentra su verdadero poder, que, más que afirmar, sugiere, espera. Como en la obra de Robert Ryman, en It was the Hand of God, de Paolo Sorrentino, la ausencia no es decoración ni carencia, sino tensión entre lo que hay y lo que podría haber. Ryman trabaja la blancura como un espacio para habitar, para atravesar sin distracción; Sorrentino, en cambio, permite que el silencio tome forma, que se convierta en sustancia narrativa. Hay momentos en la película en los que la música se retira por completo, en los que el sonido desaparece y sólo queda un abismo sonoro que pesa más que cualquier diálogo. Es el mismo vacío que sigue a la pérdida, esa sensación lacerante que queda tras el trauma, que se abre. Allí, en el silencio que invade el hogar de la protagonista, la falta de los padres no se habla, sino que se percibe. El duelo no se cuenta didácticamente, sino que permanece suspendido, cruel, real. Como el blanco de Ryman, como sus lienzos ligeros, casi desmaterializados, Sorrentino hace de la ausencia un campo visual y emocional a recorrer, pero quizá el artista que más hizo del vacío un lenguaje real fue el compositor John Cage.
En 1951, John Cage entró en una cámara anecoica convencido de que encontraría el silencio absoluto, pero salió con una verdad brutal y lapidaria, a saber, que el silencio no existe.
Dentro de aquella habitación, diseñada para absorber todo sonido, escuchó dos ruidos distintos: el latido de su corazón, profundo y regular, y el funcionamiento de su sistema nervioso, que emitía un sonido más fuerte y continuo. En ese momento se dio cuenta de que, incluso cuando todo está en silencio, el cuerpo habla y de que la realidad no conoce el vacío perfecto. Todo espacio ya está habitado. Toda expectativa es ya ruido.
De esa experiencia nació 4’33", su pieza más famosa y discutida: cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio “tocado”, en el que el intérprete nunca toca el instrumento, pero el vacío nunca es estéril. El suyo es un tiempo de escucha que sólo requiere prestar atención, dejar de controlar el sonido y asimilar lo que ya está ahí. 4’33" tiene una partitura, un tempo marcado, un marco. La estructura está ahí, pero lo que la llena es imprevisible y en esa aparente ausencia puede ocurrir cualquier cosa: la tos de un espectador, el ruido de la sala o incluso simplemente la conciencia de la propia respiración.
En su libro Silence: Lectures and Writings, Cage escribió: “Dondequiera que estemos, lo que oímos es sobre todo ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, nos parece fascinante”. Y quizás sea precisamente esto lo que confiere aún más conciencia a la obra: en existir, en estar ahí aunque no encontremos nada alrededor. Y sin embargo, esta obra, que aún hoy desconcierta, irrita y conmueve, no nació de la nada, ni de una provocación porque sí. El propio Cage contaba que fue el ejemplo de Robert Rauschenberg el que le dio el valor (o quizá la necesidad) de escribir la obra: cuando vio por primera vez sus White Paintings de 1951, esos lienzos monocromos dispuestos en cuadrículas completamente blancas, se dio cuenta de que también la música tenía que ponerse al día, aceptar la radical invitación del arte a dejar de llenar.
Los Cuadros blancos no ofrecían ni imágenes ni contenido, pero al mismo tiempo eran superficies vacías sólo en apariencia, listas para acoger reflejos, sombras, presencias. No representaban nada, pero lo acogían todo. Eran espacios de atención que se activaban en el momento en que alguien pasaba frente a ellos, en el modo en que cambiaba la luz, en el imperceptible movimiento del aire, y Cage reconocía en aquellos lienzos un umbral que ya no podía ignorar. “A quien corresponda: las pinturas blancas vinieron primero; mi pieza silenciosa vino después”, declaró Cage enSilencio. Conferencias y escritos. Aquel gesto pictórico fue así el origen de una nueva forma de escuchar, y 4’33" se convirtió en una especie de transposición sonora de aquellas pinturas blancas, un espacio que habitar sin fingimientos, un tiempo que no dominar.
En otro lugar, en otro tiempo, otra lengua fue capaz de nombrar el mismo temblor. En el Libro de Job, el hombre se descubre desnudo ante una ausencia que no puede explicarse ni colmarse: “Pero he aquí que si voy al este, no está; si voy al oeste, no lo encuentro; si voy al norte, cuando trabaja allí, no lo veo; se esconde en el sur, no lo veo”. Job busca a Dios en todas direcciones, pero no lo encuentra, y lo que le aniquila no es la oscuridad, sino la presencia que se oculta, el silencio lacerante. Es un vacío habitado por algo que se escapa y, de hecho, no es la ausencia lo que le hiere, sino la imposibilidad de ver lo que, sin embargo, existe: “Por eso ante él me aterrorizo; cuando pienso en él, le temo”. No es la oscuridad lo que asusta, sino la inmensidad que se abre cuando no llega ninguna respuesta, la plenitud informe que nos expone, nos desarma, nos recuerda que hay algo más allá de nosotros.
Allí donde Job invoca y no recibe respuesta, Cioran abre definitivamente el abismo, que ya no es un espacio que habitar ni una expectativa que comprender, sino una corrosión, un desencarnamiento, un no-lugar donde cada palabra corre el riesgo de derrumbarse. Y sin embargo, por la más dulce ironía, es precisamente con las palabras con lo que este hombre, a medio camino entre filósofo y pensador privado, elige luchar. En el Précis de décomposition, el aforismo se convierte en una fina hoja, la forma reducida al hueso, la estética doblegada a la intuición. En Cioran, el vacío es el destino último de toda idea, el punto ciego del pensamiento donde nunca puede encontrarse consuelo ni posibilidad de redención, pero ahí reside su encanto: en la capacidad de resistir a la seducción del sentido. “Existir significa servirse de nuestra parte de irrealidad, significa vibrar en contacto con el vacío que llevamos dentro”.
La crisis del sentido en Cioran no es ni la metáfora ni la estética, sino la única realidad que sobrevive cuando todo lo demás decae, y así el vacío se convierte en un ejercicio extremo de lucidez, pero una lucidez que implosiona, que renuncia a sí misma. No hay ascetismo, no hay espera. Sólo residuo. Es una ausencia, la suya, que no anuncia nada, sino que revela la imposibilidad misma de ser. Acecha una tentación sutil y perniciosa: la de convertir el vacío en un sucedáneo del propio ser, de disfrazarlo de sentido, de atribuirle una función que no le pertenece. Pero al hacerlo, se le traiciona, se le distorsiona. Porque el vacío no nació para consolar ni para ofrecer asideros, ya que su vocación esencial es el desprendimiento, la suspensión radical, el no-ser. Surge entonces una pregunta, quizá la más insidiosa: ¿cómo adherirse al vacío sin dejarse seducir convulsivamente por él? ¿Cómo permanecer en su órbita sin proyectarse en el deseo, sin cargarlo de un sentido que el vacío mismo, por su propia naturaleza, no busca?
En el pensamiento de Cioran, el vacío se despoja también de sus cualidades negativas: no es la nada como amenaza, sino como residuo lúcido e inexorable, como realidad que ha dejado de exigir, abismo sin vértigo, certeza seca, cortante, quirúrgica, casi indiferente, que no nos desarraiga sino que nos vacía, dejándonos sólo lo esencial, es decir, la conciencia de nuestra no-realidad. Heidegger nos advierte: cuando preguntamos “¿qué es la nada?”, ya la estamos tratando como si fuera un ente y, de alguna manera, ya estamos traicionando su naturaleza. La nada no es algo, sino ese espacio irreductible que no podemos poseer, ni transformar en objeto. En el parágrafo 40 de Ser y Tiempo, Heidegger analiza la situación emocional fundamental de la angustia, distinguiéndola del miedo. Este último tiene un objeto, la angustia no, no es localizable, no es “de” algo, es la percepción de que el mundo, tal como lo conocemos, puede derrumbarse bajo nuestros pies y es en ese momento cuando se revela la “nada” y la “nada”, la suspensión repentina de toda certeza. El mundo no desaparece, pero pierde sentido y todo lo que era familiar se convierte de repente en extraño. La culpa, en este horizonte, no es un error moral, sino una forma ontológica: el ser es culpable porque es el fundamento de una nulidad, porque es arrojado a una existencia que no ha elegido, pero que debe habitar de todos modos, y la muerte no es el fin como acontecimiento, sino la posibilidad de la pura, simple, exquisita imposibilidad de ser. Y en esta posibilidad, radical e irreductible, el ser humano está llamado a decidirse a ser él mismo, a asumir su propia nada como punto de partida, no como condena. Para Heidegger, la nada no es nihilismo, no es carencia ontológica ni ausencia de valor, no es el defecto, sino la estructura cambiante de la existencia. Un “no” que no quita, sino que hace visible la existencia en su fragilidad y su verdad.
En Japón, ese vacío tiene el nombre de “Ma” (間) y no es lo que falta, sino lo que conecta. Es el margen invisible entre los gestos, el eco silencioso entre las palabras, el delgado espacio donde termina una respiración y comienza otra. En Ma, esto no es defecto sino ritmo, no es suspensión sino forma, y es esa sutil tensión la que permite que surja el significado y que el encuentro suceda y respire. Yoshida Kenkō, en sus Horas ociosas, también reflexionaba sobre la fascinación silenciosa de las cosas imperfectas y transitorias. “Es el vacío lo que siempre contiene las cosas”, señalaba, como para recordarnos que lo que nos conmueve nunca es la perfección, sino el instante tan frágil antes de la desaparición como puede ser una hoja ondulada por el tiempo, un cuenco astillado, un fragmento que permanece. Y es la misma suspensión que se encuentra en Shōrin-zu byōbu, de Hasegawa Tōhaku, una obra compuesta por seis paneles que no muestra un paisaje, sino lo que queda de él. Los pinos emergen de la niebla sin imponerse, son presencias vacilantes, inmersas en un silencio que en lugar de callar, escucha.
Este byōbu (biombo pintado sobre papel, ribeteado con seda y montado sobre una estructura lacada) no fue creado para ser colgado, sino para habitar el espacio, modificarlo, diseñar su ritmo, y su función original no era artística, sino arquitectónica. En Japón, el arte nunca está separado de la vida, de hecho el byōbu amueblaba, dividía, abría, con delicadeza y estaba diseñado para modular la luz y acompañar la mirada.
En el Shōrin-zu byōbu no hay narración, no hay centro, solo una suspensión continua, una invitación a la quietud. Por tanto, Tōhaku se limita a pintar el intervalo ofreciendo un espacio en el que hacer una pausa. No es en lo lleno donde nos reconocemos, sino en aquello que se escapa, que tiembla, que resiste sin declararse porque las cosas hablan más alto cuando están a punto de desvanecerse y, quizá, es ahí donde más se parecen a nosotros. No responde, no consuela, no nos ofrece redención, pero nos mira y en su mirada, que es silencio, nos devuelve a nosotros mismos. No tiene la forma de la ausencia sino la del comienzo, no se deja poseer sino que se deja escuchar y no se traspasa: permanece, se suspende, se habita como se puede.
Porque habitar el vacío significa aceptar que no se tienen las respuestas, que no se comprende todo, que no siempre hay que curar. Es un gesto sencillo y feroz al mismo tiempo: permanecer presente incluso cuando todo parece faltar. Y en ese no decir, en esa fragilidad que no se cierra, sucede quizá lo más verdadero, lo de reconocer que existir no es poseer, sino permanecer. No es llenar, sino guardar. No es saber, sino sentir. Porque si el vacío es la condición de la existencia, entonces no puede ser sólo carencia, es matriz. No es lo que queda cuando todo se disuelve, sino aquello a partir de lo cual todo puede comenzar.
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