Hay una palabra que vuelve, como un mantra, en las notas de prensa y en los carruseles patrocinados de Instagram: experiencia. Experiencia inmersiva. Experiencia única. Experiencia digital. En los últimos años, el mundo del arte (o mejor dicho: el mundo del marketing del arte) ha descubierto un nuevo tótem al que rendir culto: la exposición inmersiva. Van Gogh cobra vida en la pared. Klimt desvaneciéndose en las bóvedas de una iglesia desacralizada. Frida Kahlo narrada por una voz en off, entre flores tridimensionales y espejos digitales. Las llaman “inmersivas”, pero a menudo son experiencias unidimensionales: la del consumo rápido. Así que la pregunta se hace urgente: ¿qué estamos experimentando realmente en estas “exposiciones”? Y sobre todo: ¿qué estamos perdiendo?
Las exposiciones inmersivas se presentan como la democratización de la cultura: “llevemos el arte a todo el mundo”. Pero, ¿llevar qué a todo el mundo exactamente? Desde luego, no la obra. Ni el pensamiento del artista. Ni el tiempo, ni el contexto, ni el gesto. Lo que se ofrece es una simulación visual, unasombra electrónica. La obra original no está: hay una proyección de ella, fragmentada, animada, adaptada a un lenguaje narrativo de videoclip. Es un museo sin obras, una narrativa sin crítica, una estética sin riesgo.
El problema no es (sólo) tecnológico. El problema es la reducción del arte a contenido, a entretenimiento sensorial inmediato. En estas experiencias, no se pide observar: se pide mirar. No se pide pensar: se pide sentir. La complejidad se traduce en decoración. El tiempo del arte, que también es espera, silencio, tensión, se suaviza. La historia del arte se convierte en narración interactiva, neutra, desactivada. El modelo es el del parque temático, pero con la retórica de la accesibilidad cultural. Se paga la entrada por una hora de suspensión perceptiva, se hacen fotos entre los muros animados, se sale diciendo “guau” y puede que hasta se compre una bolsa de girasoles. El resultado es una deriva estetizante que vacía las imágenes de su poder crítico. En este sentido, la inmersión no es profundización: es anestesia.
Sin embargo, esta estética de la inmersión ha arraigado en todas partes. Incluso en el lenguaje institucional. Incluso en los museos. A menudo ya no se trata de acercar el público al arte, sino de acercar el arte al público-consumidor. Arte que no “pida demasiado”, que no cuestione, que pueda venderse en paquetes, replicarse en franquicias. Pero, ¿qué clase de arte es el que no arriesga nada? ¿Qué es mirar a Rothko sin el silencio? ¿Qué queda de Caravaggio sin la oscuridad?
El "desastre" de las exposiciones inmersivas no es que sean populares. Radica en que se hacen pasar por exposiciones, cuando son espectáculos. Que sustituyen a la auténtica experiencia de la obra, en lugar de acompañarla. Que transmiten la idea de que el arte debe ser siempre emocionante, dinámico, comprensible, legible en tres minutos.
Es una pedagogía del fragmento. Un entrenamiento para ver sin mirar realmente. A la larga, el riesgo es cultural: un público que “lo ha visto todo” pero nunca se ha encontrado con nada. Que conoce la superficie de las cosas pero ya no puede estar en las profundidades. Que quiere “sumergirse” porque ha perdido el sentido de tocar con la mirada. ¿Y qué? No se trata de rechazar la tecnología. Ni de lamentar la contemplación pasiva. Se trata de devolver la complejidad a laexperiencia estética, de distinguir entre entretenimiento y arte. De comprender que accesibilidad no puede significar banalización. Que la verdadera inmersión se produce cuando una obra te mira, te pone en crisis, cambia algo dentro de ti.
No hace falta “espectacularizar” a Van Gogh para que cobre vida: basta con mostrar realmente lo que vio, lo que sintió, lo que escribió. No hace falta animar a Klimt para acercarlo: basta con leer sus gestos como la política del deseo. No hace falta sumergir al público en un mar de luz: hay que encontrar la manera de generar presencia, relación, tensión.
El arte no siempre tiene que gustar. No siempre tiene que “funcionar”. Tiene que abrir algo. Y si una exposición inmersiva, de vez en cuando, puede ser un estímulo, un umbral, un primer paso, bienvenida sea. Pero no la convirtamos en modelo, no nos dejemos engañar por la belleza sin riesgo. Porque el arte, el verdadero arte, nos pide emerger, no sumergirnos. Que entremos en contacto, que sigamos siendo vulnerables. Y, sobre todo, nos pide tiempo. Ese tiempo que nos roban las exposiciones inmersivas, en nombre de una emoción inmediata que no deja rastro.
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