En el mundo de la economía,la innovación es lo que desequilibra la balanza. Es la fuerza que diseña el futuro, que rompe paradigmas, que obliga al sistema a reinventarse. Pero en el mundo del arte contemporáneo, donde todo parece inestable y en flujo, donde cada artista parece querer “romper con el pasado”, donde cada bienal proclama lo nuevo, ¿es realmente la innovación lo que se premia? O, más sutilmente, ¿es la renta la que domina, económica, simbólica, curatorial, disfrazada de vanguardia?
El mercadodel arte, como cualquier otro mercado, se construye sobre dinámicas precisas: visibilidad, escasez, reputación, expectativa. Y como cualquier otro mercado, el del arte ha desarrollado sus zonas de seguridad: artistas consagrados, galerías establecidas, coleccionistas influyentes, instituciones que garantizan fiabilidad. En este ecosistema, ¿cuánto espacio queda para el riesgo genuino, para la experimentación radical, para la irrupción de lo inesperado?
Es una pregunta que interroga no sólo el funcionamiento del mercado, sino también nuestra propia idea de “arte contemporáneo”. Y que nos obliga a reconsiderar si el arte sigue siendo hoy un laboratorio de significados o si se ha convertido en un sector como cualquier otro, sometido a la lógica del beneficio y la protección del capital.
En palabras, el mundo del arte premia la novedad. Las ferias se presentan como escaparates de lo nuevo que avanza, las galerías como forjas de jóvenes promesas, las revistas como radares del cambio. Pero quienes asisten regularmente a las grandes ferias internacionales, de Art Basel a Frieze, de TEFAF a FIAC, saben que bajo la superficie reina una profunda homogeneidad. Los lenguajes son similares, las técnicas se repiten, la estética es uniforme.
El fenómeno es bien conocido: en cuanto un artista desarrolla un lenguaje reconocible y prescindible, rápidamente surgen imitadores y variaciones sobre el tema. El estilo cristaliza, se convierte en una fórmula, una marca, un signo distintivo que hay que “fabricar en serie”. Más que innovación, se trata de una estandarización de lo nuevo, una paradoja típicamente posmoderna, en la que incluso la transgresión se codifica y se pone en valor.
En este contexto, lo que realmente cuenta no es tanto el gesto innovador como su capitalización. Un artista puede muy bien proponer una obra disruptiva, pero si no tiene detrás una red de legitimación, comisarios, críticos, galeristas, asesores, es poco probable que consiga atención o mercado. Por el contrario, un artista que ya ha consolidado su nombre puede permitirse repetirse sin mayores consecuencias. La verdadera cuestión no es “¿quién innova?”, sino “¿quién se beneficia de la innovación?”. En muchos casos, no son los artistas más radicales los que se benefician de sus invenciones, sino los que consiguen interceptar el lenguaje y hacerlo compatible con el mercado.
Pensemos en el arte callejero, el videoarte, la performance: todas ellas prácticas inicialmente marginales, experimentales, a veces antagónicas. Hoy están perfectamente integradas en el sistema, siempre que encajen en determinados códigos visuales, formatos de exposición específicos y contextos controlables. No es casualidad que muchos de los principales artistas contemporáneos sólo expongan en museos o ferias, en formatos reproducibles, predecibles y “comisariados”. Mientras tanto, los artistas que trabajan en los márgenes, que no se pliegan a las exigencias del mercado, luchan por emerger. A menudo permanecen invisibles, infravalorados, excluidos. No por falta de calidad, sino de adaptabilidad al sistema. La innovación, en el mercado del arte, sólo se premia si es funcional, si genera atención sin crear desorden, si es nueva pero no demasiado nueva, si rompe pero no rompe.
El quid de la cuestión es que el mercado del arte no evalúa la innovación en función de su impacto cultural, sino de su rentabilidad potencial. Una obra innovadora, si no está respaldada por una narrativa ganadora, no tiene valor. Y una narrativa ganadora, como sabemos, se construye con inversiones específicas: publicaciones, exposiciones, ventas estratégicas, relaciones institucionales.
Este sistema genera un mecanismo de autolegitimación: quienes tienen los medios para construir valor pueden decidir lo que vale. Así, la evaluación crítica se sustituye a menudo por la evaluación financiera. El precio hace la calidad. Si una obra vale millones, “debe” ser importante. Si un artista se subasta en Sotheby’s, entonces “debe” ser innovador. El mercado se autoconfirma y se convierte en autoridad. El riesgo es que el arte pierda su impulso más profundo: el del cuestionamiento, el del desajuste, el de la fricción. Porque la verdadera innovación, la que trastoca paradigmas, nunca es cómoda. Y el mercado, por su propia naturaleza, prefiere la estabilidad, la continuidad, la rentabilidad.
Pero no todo se reduce al aquí y ahora del valor económico. La historia del arte nos enseña que la verdadera innovación suele actuar a largo plazo. Muchos artistas revolucionarios fueron ignorados durante su vida, y sólo el tiempo ha revelado el alcance de su contribución. La innovación profunda suele ser invisible para los mercados inmediatos, porque no está concebida para agradar, sino para cuestionar.
En este sentido, el juicio histórico y el del mercado rara vez coinciden. Y precisamente por eso, la tarea de las instituciones culturales -museos, academias, revistas, fundaciones- debería ser preservar y promover la complejidad, incluso cuando no es rentable. Debería apoyar el arte que asume riesgos, que no se doblega, que no genera ingresos inmediatos sino que siembra interrogantes para el futuro.
El mercado del arte se encuentra hoy en una encrucijada. Por un lado, puede seguir premiando la anualidad, valorar lo que funciona, buscar el beneficio a corto plazo. Por otro, puede optar por apoyar prácticas más arriesgadas, más profundas, más lentas. Pero esta elección no depende sólo de los coleccionistas o de los inversores: nos afecta a todos.
Porque, al final, la cuestión es colectiva: ¿qué tipo de arte queremos apoyar? ¿El que confirma el presente o el que lo cuestiona? ¿El que se adapta al sistema o el que lo deconstruye? ¿El que genera capital o el que genera pensamiento? Si realmente creemos que el arte sigue siendo un espacio de libertad e imaginación, entonces deberíamos tener el valor de cuestionar las lógicas que lo rigen. Incluso a costa de perder algunas certezas. Incluso a costa, paradójicamente, de socavar el propio mercado.
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