¿Qué sentido tiene hoy hablar de crítica de arte en un mundo en el que todo el mundo puede expresar una opinión, pero el verdadero debate es cada vez más escaso? En la era de la infoesfera, las redes sociales y la supuesta democratización cultural, el juicio parece haber sustituido al pensamiento crítico, mientras que el público se ha convertido en una audiencia numerosa pero a menudo pasiva. En este escenario, ¿puede el papel del crítico y comisario seguir siendo el de la autoridad que impone un canon o dicta una dirección, o debe, si acaso, convertirse en un espacio de mediación, escucha y construcción compartida de sentido? ¿Cómo ha cambiado la figura del crítico en la era del auge del comisario como intérprete del presente, con la crisis de las instituciones culturales y el impacto de las tecnologías digitales en la percepción del tiempo y del arte? En esta entrevista con Gabriele Landi, el crítico y comisario Lorenzo Bruni, director de The Others Art Fair, aborda esta cuestión en una conversación en la que Bruni replantea radicalmente las funciones de la crítica contemporánea. Lo que surge es una visión en la que el comisariado se convierte en una práctica situada, el arte en un instrumento de concienciación y la empatía en una palanca crítica para habitar, con responsabilidad, la complejidad del presente.
GL. Lorenzo, ¿cuál cree que es el papel del crítico de arte hoy en día?
LB. Ésta es una pregunta trampa, una especie de caja misteriosa. Para responderla, deberíamos preguntarnos primero qué entendemos por “crítica” en el momento de la hipotética democratización de la información. La pregunta a plantear es: ¿debe el crítico emitir un juicio sobre la obra o proponer un método de lectura de la misma? Una pregunta que lleva consigo: ¿quién tiene el derecho/deber de ejercer este papel? La pregunta en sí implica un sistema de valores que pertenece al siglo pasado, mientras que hoy vivimos en un contexto en el que las jerarquías culturales han sido afortunadamente desmanteladas -al menos en apariencia- por el acceso horizontal a la información que permiten las redes sociales y la digitalización de la realidad. Pero esta democratización, alimentada (pero no creada) por las nuevas tecnologías, ha producido una paradoja: más opiniones, menos debate, más juicios. En el momento en que todo el mundo es experto y todo el mundo ejerce la crítica intuitiva, ya nadie escucha y todo se relativiza. Así, a falta de un pensamiento crítico “compartido”, es el mercado (en lugar de ser el reflejo de un sistema) el que dicta lo que “funciona”.
... ¿Está hablando de la crisis de la crítica?
No, hablo de la crisis del papel del público activo. De hecho, la “crisis de la crítica” es un mantra que se ha sacado a relucir en cada década desde la Segunda Guerra Mundial, a menudo para evitar redefinir realmente el papel del crítico en relación con las necesidades cambiantes de la sociedad y del propio arte. En el mejor de los casos, sólo ha polarizado la cuestión entre los que querían un debate entre especialistas y expertos y los que pretendían, en cambio, una popularización que invistiera a más capas de la población civilizada. De hecho, la figura del crítico -que evolucionó de Clement Greenberg a Harald Szeemann y Germano Celant, de Filippo Menna a Achille Bonito Oliva- fue cediendo paso en la década de 1990 al comisario. De Hans Ulrich Obrist a Francesco Bonami, de Hou Hanru a Carolyn Christov-Bakargiev, el comisario se convirtió en esa década en el intérprete privilegiado de las nuevas urgencias artísticas en un mundo global, hipercomunicativo y post-ideológico. Su instrumento ya no es el texto o el libro, sino la exposición temática, cuyo modelo, desde 1992, parece encarnarse en el caso internacional de Post-human (comisariada por el galerista y marchante Jeffrey Deitch) y luego, a partir de 1997, en el de Cities on the Move (comisariada por Hans Ulrich Obrist y Hou Hanru). En otras palabras, una exposición que ya no tiene por qué presentar una única visión del arte y que, por tanto, permite la coexistencia de artistas de distintas nacionalidades, orígenes culturales, ideologías estéticas e incluso procedencias generacionales, así como el uso de técnicas diferentes. El comisario, desde principios de la década de 2000, ya no es una figura que tenga que ser aceptada, sino que se reconoce como una pieza indispensable de un sistema internacional, precisamente porque el público se amplía. Así es como surgen tantas oportunidades de eventos en poco tiempo: desde nuevas bienales en Asia y el Sur hasta nuevos museos. Es importante señalar que esta variedad de ofertas no ha ido acompañada de una participación real del público. Sin embargo, sólo ahora nos damos cuenta de ello, y tal vez la causa haya sido el exceso de performatividad en el que se aventuraron el comisario y el museo para satisfacer la necesidad del mercado de atraer a más y más público. Públicos que, en consecuencia, debían ser pasivos para convertirse en cifras récord que agitar como un trofeo con el que atraer nuevas financiaciones.
¿Cree que la figura del comisario sigue siendo influyente hoy en día?
A partir de 2012, en el nuevo contexto de la economía colaborativa e Internet 2.0, la figura del comisario/director debió parecer a las nuevas generaciones demasiado pasiva e integrada ya en las instituciones y el mercado, dando lugar, sin prisa pero sin pausa, a la aparición de nuevas figuras como los creadores de contenidos (no sólo influencers) que podían llegar a todo el mundo en las redes sociales. En este contexto, la idea de refundar la figura del crítico de arte parecía quizá grotesca, del mismo modo que parecía imposible replantear la del periodista que antes era el que dispensaba la información. Las nuevas generaciones de profesionales del mundo del periodismo han respondido a todo ello fundando nuevas formas de investigar y reflexionar sobre los mecanismos de cómo leer la información para no sufrirla pasivamente ya que, en el contexto digital, es capilar y en directo. Así nacieron realidades como Will, Il Post, profesionales como Cecilia Sala, Francesco Costa o Daniele Raineri , ytras experimentos como Rivista studio y Lucy y otros proyectos destinados a alejar al lector de la dictadura del algoritmo. Del mismo modo, el reto al que se enfrenta ahora el crítico de arte no es inventar e imponer un canon, pero tampoco volver a la cátedra, sino ofrecer un espacio que abra un verdadero debate -no sólo a nivel de comunicación fresca con la que atraer al público- con el que crear un antídoto incluso, en el contexto de la infoesfera, contra la apatía informativa y la relativización del juicio.
¿En qué dirección se mueve?
En una dirección ciertamente no lineal, quizás en círculo, en busca de prácticas y personas capaces de activar estrategias alternativas, capaces de generar sistemas de acción compartidos desde abajo, en lugar de teorías impuestas o a imponer desde arriba. Siempre he intentado adoptar el papel de un intérprete que no juzga desde fuera, sino desde dentro. Es decir, trabajar en contacto directo con los propios artistas, una vía que ya practicaron en su momento Szeemann, Lucy Lippard, Celant, Pier Luigi Tazzi y muchos otros. Este es el espíritu que me ha guiado durante los últimos cinco años como director artístico de The Others Art Fair de Turín.
Hábleme de su experiencia como director de Los Otros.
La experiencia con Los Otros me ha llevado a enfrentarme al complejo -e inevitablemente ambiguo- territorio del mercado del arte, intentando no someterme a su lógica, sino cuestionarla críticamente. El punto de partida fue plantear una pregunta sencilla pero radical a los expositores que quisieran participar: ¿qué significa ser independiente hoy en día? En un sistema global donde todo está conectado, donde las opiniones se multiplican a través de las redes sociales, los algoritmos y los canales cada vez más horizontales, ya no basta con llamarse “otro” para ser verdaderamente alternativo. También porque el sistema -nos guste o no- lo habitamos todos. Por eso Los Otros, a partir de 2019 -primer año en que la dirijo- , no solo se ha convertido en una feria satélite o alternativa, sino en una plataforma de comparación, donde galerías históricas y espacios emergentes, espacios gestionados por artistas, home galleries y realidades sin ánimo de lucro conviven sin jerarquías, porque no hay secciones que las diferencien. Lo que el público encuentra en el recorrido expositivo es un diálogo entre temas y reflexiones similares, porque lo que se presenta no es el pedigrí de la galería sino su forma coherente de trabajar a través de ese proyecto y de esas obras concebidas para la ocasión. Un aspecto, este último, permitido por el carácter nómada de la feria, que siempre está cambiando de ubicación y reactivando espacios normalmente inaccesibles, que invita al diálogo site-specific. En los últimos años, nos hemos interrogado mucho en este sentido con los distintos comisarios que han participado en el Patronato para reflexionar sobre el papel de la mediación cultural en la época del lenguaje de los influencers y del opinionismo generalizado.
¿Cómo se aplica esta visión suya de practicar un comisariado participativo tanto con las galerías como con los artistas implicados a la hora de comisariar exposiciones?
Siempre intento practicar un intercambio intencionado entre poner de manifiesto la intención del artista y su contextualización de significado en un nuevo sistema crítico. Así es como entiendo y he entendido siempre mi papel como comisario-crítico: como constructor de conexiones y contextos en los que la interpretación puede surgir como un proceso colectivo. Esto sigue siendo una constante en mis exposiciones actuales, pero también es una característica de mis primeros proyectos -desde la exposición Albania con Adrian Paci y Sislej Xhafa en 2001 en la Fondazione Lanfranco Baldi (presidida por Pier Luigi Tazzi) hasta la colaboración que inicié en 2000 con el colectivo del espacio sin ánimo de lucro Base / Progetti per l’Arte de Florencia- con los que intenté activar prácticas capaces de cuestionar la autoridad del comisario y el propio papel de la exposición. En consecuencia, para mí esta última nunca ha sido un punto de llegada para afirmar una visión del arte, sino más bien un punto de partida. Por eso mis exposiciones, además de presentar las investigaciones más interesantes del momento, siempre se han centrado en hacer emerger un posible nuevo sistema de interpretación con el que no sólo predecir tendencias futuras, sino también redescubrir aspectos inéditos de artistas del pasado.
¿Puede darme algunos ejemplos?
La búsqueda de combinar el papel del comisario (proponer el artista interesante en ese momento concreto) con el del crítico (insertar la obra de un artista en un discurso más amplio que tenga que ver con la historia del arte) no tiene por qué teorizarse, sino sólo practicarse. Esto es lo que salta inmediatamente a la vista si nos fijamos en el ciclo de exposiciones que concebí y comisarié de 2005 a 2010 en el espacio Via Nuova Arte Contemporanea de Florencia, en el que participaron artistas de talla internacional, desde Martin Creed a Nedko Solakov, desde Roman Ondak a Mai Thu-Perret, desde Carsten Nicolai a Mark Manders, desde Rossella Biscotti a Ian Kiaer, desde Paolo Parisi a Dmitry Gutov, desde Christian Jankowski a Koo Jeong-A. Las agrupaciones individuales permitieron que afloraran diferentes tensiones vinculadas al presente (desde el concepto de paisaje en rápida evolución hasta el de héroe, desde el de abstracción hasta el de pérdida de la memoria colectiva), pero enmarcándolo todo en una reflexión común más amplia que consistía en reflexionar sobre cómo gestionar y cómo tratar el legado del modernismo. En efecto, aquellos fueron los años en los que los nuevos archivos digitales y la larga ola de globalización post-ideológica llevaron a los artistas a reflexionar ya no sobre la Historia con mayúsculas, sino sobre la aportación de la reactivación de la memoria. Esa memoria por redescubrir que por fin podía dar cuerpo a nuevas perspectivas con las que observar los hechos, pero también dar voz a quienes hasta entonces no la habían tenido por haber sido absorbida en la de los canales oficiales. Es en este equilibrio entre inmersión y distancia, entre complicidad y análisis, entre comisariado y teoría donde se desarrolla mi investigación. Es un método que también he extendido a proyectos más institucionales, como fue el caso de la exposición de 2013 en el centro de arte de Klaipeda sobre el tema de los viajes o en el ciclo de exposiciones individuales que he comisariado desde 2018 en el Museo Novecento de Florencia, bajo la dirección de Sergio Risaliti, que me llevó a involucrar a artistas como Ulla von Brandenburg, José Dávila, Wang Yuyang y Mcarthur Binion .
Así que con sus exposiciones y proyectos ha pretendido combinar una perspectiva histórica con la atención al presente. ¿Es así?
Sí. He intentado desarrollar un enfoque curatorial que sea a la vez analítico y situado, capaz de moverse entre la observación estructural y la intervención contextual. Esto ha hecho que mi trabajo decline en diferentes planos: entre lo local y lo global, entre el archivo y la crónica, entre la institución y la independencia: dentro y fuera de los museos, en festivales, en espacios autogestionados, en contextos educativos y en plataformas digitales. Pero lo más importante para mí fue intentar superar la idea heroica del comisario como único autor, para asumir en su lugar un papel de cosedor de generaciones, lenguajes y memorias sumergidas.
¿Definiría esta necesidad suya de hacer dialogar las nuevas tendencias con la historia como un rasgo estilístico suyo?
La idea de leer el presente en una clave histórica nueva e inédita no era algo que sintiera sólo mío, de lo contrario no habría sido una herramienta crítica. En aquel momento de la historia -mediados de la década de 2000- ya se percibían signos claros de que se estaba produciendo una transformación: una demanda compartida por el público y los artistas de un nuevo enfoque y una forma diferente de entender la relación entre arte, sociedad e historia. La idea de la historia tal y como la habíamos conocido en el siglo XX se había agotado -la tesis elaborada en 1989 por el politólogo estadounidense Francis Fukuyama encontró su declive más concreto en esos mismos años- y se hacía necesario identificar nuevas perspectivas y prácticas capaces de reinterpretarla críticamente. Esto ha sido evidente para todos desde la Bienal de Venecia de Daniel Birnbaum en 2009. Así, desde la década de 2010, las reflexiones sobre el modernismo, la memoria y las genealogías invisibles han redefinido progresivamente el campo curatorial, hasta el punto de convertir la memoria en una herramienta y un medio de investigación más que en un tema. El problema llegó en los años siguientes, cuando todo el mundo empezó a abrir sus cajones sin importar el motivo, convirtiendo la activación de la memoria casi en una categoría estética más que en una urgencia ética. Al mismo tiempo, surgió una nueva tendencia -a partir de 2012 con la documenta(13) de Carolyn Christov-Bakargiev- caracterizada por un enfoque “arqueológico”: ya no mirar al pasado, sino poder auscultar el presente en su complejidad de capas. Por otra parte, ya en 2005 las bienales de arte dejaron de ser meros lugares que debían proponer las tendencias del presente, para tratar de proponer una nueva lectura del pasado reciente, casi como si tuvieran que hacerse pasar por un museo contemporáneo ideal. Esto ha llevado a los casos extremos de las Bienales de Massimiliano Gioni, que han incluido artistas outsiders, las Bienales de Christine Macel, que han tratado de proponer artistas fuera del mercado, o las Bienales de Cecilia Alemani, que han hecho hincapié en artistas que habían permanecido mucho tiempo en los márgenes. Lo que tienen en común es que han querido cuestionar los cánones de la narrativa dominante proponiendo también una interpretación que corrigiera los errores de la historia del siglo XX. Al mismo tiempo, otras modalidades se han centrado en repensar el papel de la exposición temática, como fue el caso de la Bienal de Berlín de 2016 sobre la post-internet y Manifesta en Zúrich sobre el concepto de trabajo. Ambos eventos comisariados por artistas, el primero por el colectivo artístico DIS y el segundo por Christian Jankowski. Los ejemplos serían muchos, sin embargo, y todos nos recuerdan que el comisariado no puede seguir siendo un ejercicio de imposición de autoridad. Debe convertirse en un espacio de alianzas, de confrontación, de preguntas. Debe habitar los intersticios entre artistas, públicos, formatos y lenguajes.
¿En qué debería centrarse un comisario hoy en día?
Creo que debería centrarse -ya que las nuevas generaciones sienten realmente la necesidad- en escribir buenos textos y ayudar al artista no sólo a crear las condiciones para realizar su obra de la mejor manera posible, sino también a poder expresar libremente sus pensamientos sobre este mundo en rápida evolución. Es una forma que, obviamente, lleva a actualizar el concepto de site-specific, central en los años 90, con el de time-specific. Es la única reacción posible al hecho de que vivimos en una época marcada por los algoritmos y la aceleración perceptiva constante, lo que Claire Bishop ha denominado “síndrome del presentismo”. En este contexto, cada vez será más imprescindible pensar en formatos expositivos que tengan en cuenta no sólo el lugar, sino el tiempo: el tiempo del proceso, de la fruición, de la exposición, del contexto. Es una perspectiva que nos permite escapar de la lógica de la obra como gesto aislado y autorreferencial.
¿Obras específicas en el tiempo? ¿Puede explicarlo con más detalle?
Se trata de crear un enfoque que tenga en cuenta el momento en el que nos encontramos y el momento de realización, y no sólo cómo encajan las obras en el espacio físico. Esto es lo que intenté conseguir en 2018 en el Museo Gemellaro de Palermo para el evento colateral Manifesta en el que hice dialogar artefactos pertenecientes a diferentes tiempos geológicos con obras de Marinus Boezem, Maurizio Nannucci, Antonio Muntadas, Paolo Parisi, Domenico Mangano, Salvatore Arancio, Gianni Melotti. Obras/intervenciones -con técnicas dispares como neón, dibujos, cerámicas, pinturas, vídeos, esculturas- que nos hicieron reflexionar sobre los parámetros con los que reflexionamos sobre el paso del tiempo, sobre su percepción, pero también sobre el tiempo del proceso de la obra para existir en diálogo con el tiempo que tarda el espectador en relacionarse con ella. Un aspecto que me llevó a explorar, para una exposición también en 2018 en la Galleria Poggiali de Florencia, cómo artistas famosos por su trabajo en vídeo como Grazia Toderi, Park Chang-Kyong y Slater Bradley entendían la percepción del tiempo cuando utilizaban otros medios distintos del vídeo: un medio que por su propia naturaleza se desarrolla en el tiempo y está hecho de tiempo. Se trata de una actitud que, por supuesto, debe tener en cuenta los nuevos cambios sociales y los diversos debates sobre el tema, cada vez más numerosos desde entonces. Así, desde 2020, me he encontrado cuestionando la especificidad del tiempo a través de conversaciones con varios comisarios como Giacinto di Pietrantonio, Angela Vettese, Stefano Chiodi, Giorgio Verzotti, Andrea Cortellessa, Adelina von Fürstenberg, Jens Hoffmann y Charles Esche. Conversaciones publicadas en los catálogos producidos por la Galleria Frediano Farsetti con ocasión de un ciclo de tres exposiciones que investigaban temas diferentes. En la última exposición, la de Gerwald Rochenshaub, Riccardo Guarneri y José Guerrero, por ejemplo, al reunir a tres generaciones diferentes, así como tres formas distintas de trabajar -como la pintura abstracta/analítica, el objeto modernista y la fotografía-, investigamos el uso de códigos abstractos como forma de reaccionar ante el flujo de imágenes digitales que nosotros mismos contribuimos a producir. De hecho, este tema también fue central en la exposición individual de Paolo Parisi que comisarié en Building de Milán en 2021 y que nos permitió releer sus obras de diferentes años, como pinturas abstractas pixeladas de 2015 con obras de la década de 1990.
A su actividad como director de ferias y comisario de exposiciones en espacios alternativos, pero también en museos institucionales, sin embargo, hay que añadir también su faceta como profesor.
Sí, es cierto. En los últimos años, he ampliado mi práctica de intentar combinar la investigación de campo con una visión teórica a mi práctica de enseñar culturas digitales en varias academias y politécnicos italianos. La elección fue fácil, dado que precisamente en el campo de las culturas digitales, el diseño gráfico en la época de lo digital, la estética del “gaming” y el vídeo en la época del algoritmo, no existen manuales de referencia, ya que se trata de historias que aún estamos escribiendo. Por eso, todos mis cursos no están atravesados por una lectura apriorística de los fenómenos del presente con la que releer el pasado, sino más bien por una pregunta con la que abrir un debate: ¿cuál es hoy, y cuál será, el papel de la imaginación y la creatividad en la era del ChatGPT, de los archivos digitales y de la censura obtenida no a través de la supresión de información, sino a través de su exceso? Se trata de una pregunta cuya respuesta debemos encontrar junto con las nuevas generaciones, precisamente para evitar enseñar con herramientas teóricas ya obsoletas.
En el “paisaje” artístico actual, en 2025/2026, ¿qué es lo que más le atrae?
En este momento de la historia, me interesa una nueva generación de artistas que van a trabajar y están trabajando sobre la empatía, pero no en un sentido sentimental, sino como la capacidad de hacernos “ponernos en los zapatos del otro”. Un arte capaz de desquiciar el actual solipsismo contemporáneo, desarrollado quizá también como reacción a la hiperconexión generalizada y a la aparente accesibilidad total que garantizan las redes sociales. Me refiero a las prácticas que abordan el cambio cognitivo introducido por las tecnologías inmersivas, que en lugar de favorecer la conexión, a menudo simulan la implicación, dejándonos como espectadores pasivos. Hoy se nos llena la boca diciendo que estamos en la era del sujeto interactivo, pero no es así, o al menos sólo lo es con fines comerciales. En los últimos años, hemos visto atisbos de crítica a esta situación, y pienso en Real Violence, de Jordan Wolfson, presentada en la Bienal del Whitney en 2017: una experiencia de espectador VR en la que el espectador asiste impotente -como cuando disfruta de otras imágenes online en sus dispositivos electrónicos- a un brutal ataque callejero del propio artista, transformado en muñeco animatrónico, con el murmullo de una oración judía de fondo, amplificando el extrañamiento. O también pienso en In View of Pariser Platz, de Jon Rafman, en la que el visitante de la Bienal de Berlín de 2016 (de nuevo a través de un visor de RV) pasaba de estar inmerso en una versión mejorada y resplandeciente del panorama visto desde la terraza que da a la Puerta de Brandemburgo a verse caer a medida que el pavimento, en las imágenes cedía, mientras las esculturas cobraban vida: un perro tragándose a un león; una iguana devorando a un perezoso. En ambos casos, el objetivo de estos artistas no es simplemente experimentar con una nueva tecnología, sino inducir al espectador a reflexionar sobre su propia relación con los dispositivos inmersivos, que generan una ilusión de participación pero, en realidad, ponen a cero cualquier forma de control crítico sobre la realidad. La experiencia resultante es un vértigo psicofísico, una excitación perceptiva que resulta profundamente perturbadora. Aquí la empatía no es tranquilizadora, sino una herramienta crítica que pone al descubierto nuestra incapacidad para actuar. En un momento en que el lenguaje del juego se normaliza y adopta cada vez más en la cultura visual, estas obras denuncian la pérdida de perspectiva histórica: nos muestran una realidad desprovista de profundidad temporal, en la que ya no es posible imaginar las consecuencias colectivas de nuestros actos. Por eso me atraen las nuevas generaciones que asumen este reto y se adentran en este tipo de investigación.
Los artistas de los que habla que podrían interesarle en los próximos años es porque ...
... porque podrían ayudarnos a reaprender a mirar de forma implicada un mundo saturado de imágenes. Hoy estamos inmersos en un exceso de autorrepresentación -selfies, historias, fatiga del Zoom- que alimenta una ilusoria sensación de presencia, pero que en realidad genera una exposición al vacío. Este vértigo visual es una cuestión cada vez más urgente, sobre todo con la normalización de los archivos digitales a los que confiamos cualquier tipo de nuestra memoria, pero también con la llegada de nuevos sistemas informáticos capaces de procesar esas enormes masas de datos en tiempo real. Esta es la razón de que ChatGPT se haya extendido en tan poco tiempo y lo utilicemos como un motor de búsqueda más creativo e intuitivo. También aquí nos ayudan obras del pasado reciente como los dos vídeos que asumieron y criticaron la estética tutorial y que fueron Grosse Fatigue de 2013 de Camille Henrot -con el que ganó el León de Oro en la Bienal de Venecia de ese año- y Being Invisible Can Be Deadly (también de 2013) de Hito Steyerl. En el primer caso nos enfrentábamos a la historia de la humanidad contada en 13 minutos a través de un montaje frenético de imágenes en movimiento sobre un escritorio lleno de ventanas superpuestas procedentes de diversos archivos digitales, entre ellos el del Museo Smithsonian. Mientras que en la segunda, el artista construye un montaje estratificado e inquietante, mezclando vídeos de archivo, reconstrucciones simuladas y voces en off para reflexionar sobre la relación entre ser visible y ser observado. El arte, en estos casos, ya no busca hacer visible lo invisible, sino desmontar la propia lógica de lo visible. La empatía que surge no es lineal ni tranquilizadora, sino perturbadora. Son estos retos los que me interesa observar en las nuevas generaciones de artistas. Es el mismo reto que llevó a Rebecca Moccia en 2024 a representar a Italia con el proyecto Ministries of Loneliness -la instalación multicanal y las termografías táctiles de Cold as You Are- en la 15ª Bienal de Gwangju. O Elena Mazzi, que ya en 2015, en la 14ª Bienal de Estambul, creó un proyecto site-specific con el que anticipó muchas de las urgencias contemporáneas relacionadas con la memoria ecológica y la movilidad del conocimiento. Al igual que Kamilia Kard y Caterina Biocca, aunque de maneras diferentes, investigan las implicaciones de una interacción emocional entre lo humano y lo digital. Del mismo modo que Irene Fenara o Ambra Castagnetti nos hacen reflexionar sobre el impacto que las nuevas tecnologías han tenido en el modo en que nos sentimos mirados. Todos estos artistas que acabamos de mencionar no se limitan a utilizar los nuevos medios, sino que cuestionan la capacidad del arte, la cultura y la creatividad para transformar la forma en que habitamos el tiempo, la memoria y el espacio colectivo.
Entonces, ¿su interés no está relacionado con el uso que hacen de las nuevas tecnologías?
No, no es el uso de las tecnologías en sí lo que me atrae. Esa fue una clave de interpretación típica de la transición entre los años 90 y 2000, heredada de los primeros experimentos videográficos de los años 60, de Nam June Paik en adelante, y vinculada a la tensión que surgió en la transición entre lo analógico y lo digital. Hoy, sin embargo, lo que debería interesarnos es “cómo” algunos artistas -también de la nueva generación- reflexionan críticamente sobre el impacto cognitivo y cultural de las tecnologías en la vida cotidiana. Sus obras no se limitan a presentar lo digital, sino que nos sumergen en él como en una nueva condición existencial. Es decir, van más allá de simplemente dar cuerpo y sustancia a lo que Luciano Floridi definió en 2016 como la“infosfera”: un entorno en el que los hechos coexisten con las huellas de los mismos en la red, mezclando el presente con el pasado en una única condición y haciendo que el concepto de verdad sustituya al de verosimilitud. Es esta nueva lectura de la realidad la que debe ayudarnos a darnos cuenta de que los paradigmas de juicio sobre el mundo y el arte han cambiado. Por ejemplo, todos caímos en el mismo juicio apresurado cuando, tras la pandemia, se produjo un retorno preponderante de la pintura figurativa a escala internacional, atribuyéndolo únicamente a la necesidad del mercado de crear un vaivén en la demanda. Por el contrario, una mirada más atenta a los cuadros de Sasha Gordon, Wang Yuyang, Kerstin Brätsch, Jadé Fadojutimi, Moka Lee, Flora Yukhnovich, Remus Grecu, Dhewadi Hadjab, Alioune Diagne, Farah Atassi, Anna Weyant, Richard Colman, Burna Boy y Louis Fratino muestra que todos tienen en común - a pesar de sus diferencias estéticas, técnicas y de enunciado activista- un velo analítico, un enfoque hospitalario y frío producido por la influencia de la imagen digital en general en la que nacieron estos artistas. En particular, se vieron influidos por una nueva y extendida estética del juego en la percepción del tiempo y la duración de las imágenes en general. El único que ha hablado de este nuevo paradigma, sin miedo a ser malinterpretado, ha sido Hans Ulrich Obrist, que ha discutido la influencia de los videojuegos en el arte contemporáneo en diversos contextos desde 2021, además de llevarle a comisariar la exposición Worldbuilding: Gaming and Art in the Digital Age (2022-2023), en la Colección Julia Stoschek de Berlín. Dicho esto, me interesan más aquellos artistas que buscan y buscarán trabajar en la eliminación de la distancia entre el arte y la vida (en la época de la infosfera) para hacernos reflexionar no sobre cómo representamos, sino cómo practicamos nuestra cotidianidad digital. En este sentido, veo una profunda continuidad con las prácticas relacionales y de post-producción de los años 90, pero que necesariamente deben ser releídas hoy a la luz de las lógicas inmersivas, fragmentarias e hipermedia del presente.
¿Puede explicar mejor esta referencia al pasado y al arte relacional de los años 90 que usted pone en cuestión para comprender mejor el panorama artístico actual?
Aquí es donde entra en juego el papel del crítico, que es diferente del del comisario, en la lectura del presente. La estética relacional de los años 90 y 2000 (con artistas como Rirkrit Tiravanija, Thomas Hirschhorn, Mario Airò, Maurizio Cattelan, Cai Guo-Qiang, Surasi Kusolwong, y más tarde Wolfgang Tillmans, Pawel Althamer, Elisabetta Benassi, Koo Jeong A, Tino Sehgal y otros) anticipó la necesidad de la sociedad de convertirse en protagonista activa y comprometida. Pero a partir de 2012, con la difusión de la economía colaborativa y las redes sociales, esta participación adquirió nuevas coordenadas. Estas herramientas digitales parecían democratizar la interacción, pero en realidad alimentaron una nueva fase del capitalismo basada en la desmaterialización de los productos transformándolos en servicios y llevándonos al umbral de una nueva economía de la atención. Los artistas activos en este periodo nos muestran que ya no basta con la mera participación: es necesaria la responsabilidad. Sus obras ponen al descubierto las ambigüedades de la inmersión continua en flujos de datos, muchos de los cuales producimos nosotros mismos. Son estas prácticas las que nos hacen releer con nuevos ojos incluso las obras de hace treinta años, y el sentido más amplio del compromiso artístico. Hoy, el arte ya no puede ser sólo un espejo crítico, sino un dispositivo experiencial capaz de generar conciencia, cruces y alianzas. Aquí es donde se juega el verdadero espacio de la empatía y será el terreno en el que se medirá la próxima generación artística.
Los años 90 son los años en los que comenzó a ocuparse del arte contemporáneo: ¿puede contarnos cómo sucedió?
Sí, empecé a ocuparme del arte muy pronto, quizá demasiado pronto porque estaba en mi último año de instituto cuando en 1996 participé en la organización de la primera edición de Tuscia Electa, comisariada por Fabio Cavallucci. Era un proyecto muy ambicioso, ya que consistía en invitar a artistas internacionales residentes en la Toscana, de Jannis Kounellis a Joseph Kosuth, de Jim Dine a Betty Woodman, de Luigi Mainolfi a Gio Pomodoro, a realizar intervenciones site-specific en lugares públicos del Chianti, como iglesias parroquiales románicas, pueblos, plazas o villas renacentistas. Fue el mismo año en que Arte all’Arte, promovido por la Galleria Continua, debutó en la región del Chianti de Siena con la misma estrategia. Era la época en que salíamos de los lugares consagrados al arte para dialogar con la vida cotidiana y ampliar el debate público. Mi tarea consistía en seguir a los artistas en la fase de diseño e instalación y, para que las obras fueran accesibles a un público no especializado, inventé también un sistema de autoguiado. Allí me di cuenta de cómo el arte podía ser una herramienta para activar un diálogo real con las personas y los lugares, sin barreras ni filtros. En los años siguientes seguí colaborando con Tuscia Electa, que se extendió a otros municipios además de Greve in Chianti, y en 2000 comenzó mi colaboración con Pier Luigi Tazzi. Al mismo tiempo, estudié en la Universidad de Siena con Enrico Crispolti y empecé a trabajar con el colectivo Base / Progetti per l’arte de Florencia, que abrió sus puertas en 1998 frente a la librería City Lights. Las actividades de Base, aún hoy, no están firmadas por un único autor, sino, de común acuerdo, por todo el colectivo, que está formado -esta es su peculiaridad con respecto a otros espacios de este tipo- por artistas de distintas generaciones y que utilizan lenguajes expresivos diferentes, pero que encuentran un punto de contacto en la acción práctica de invitar a otros artistas a exponer en la ciudad y ampliar los temas del debate sobre el papel del arte. Lo que aprendí de Base -y lo que he devuelto al proyecto intentando coordinarlo lo mejor que he podido a lo largo de estos veinte años- es la idea de un “comisariado colectivo”. Pude desarrollar estas reflexiones en un momento en el que el comisariado, a principios de la década de 2000, estaba cambiando rápidamente de roles. De hecho, la idea de la exposición temática como herramienta para superar los límites de los lenguajes y técnicas artísticas tradicionales se había consolidado, ofreciendo al arte la posibilidad de enfrentarse a la nueva modernidad líquida y a una realidad global e interconectada, concretada ahora por la difusión de Internet. El artista de entonces busca cada vez más -en respuesta a la difusión de imágenes autoproducidas por todos- producir eventos mínimos y antifotogénicos que consigan elevar el nivel de atención del público en su práctica de la vida cotidiana. Este es el modo adoptado por estos artistas para crear un nuevo tipo de arte político, o más bien comprometido, empeñado en cambiar los parámetros occidentalocéntricos, colonialistas y patriarcales del siglo anterior. La Bienal de Venecia de 2001, comisariada por Harald Szeemann y titulada Open, y la Documenta 11 de 2002, dirigida por Okwui Enwezor, fueron testigos y legitimadores de esta nueva trayectoria poscolonialista e integradora a nivel institucional.
¿Cuál ha sido su reacción ante todo esto?
Intentar poner en marcha proyectos que ayudaran a poner de relieve este cambio. En los años siguientes, las nuevas generaciones se replantearon este tipo de activismo, no sólo queriendo mejorar el mundo, sino centrándose en repensar cómo construir un nuevo sentido de pertenencia e identidad colectiva. Fue durante este periodo cuando se desarrolló una fuerte reflexión sobre la reactivación de la memoria colectiva. Era una forma de trabajar sobre los monumentos tradicionales, los que estaban sobre pedestales, pero inmateriales y no imponentes. Artistas con los que trabajé en aquellos años como Anri Sala, Stefania Galegati, Jonathan Monk, Rossella Biscotti, Diego Perrone, Marinella Senatore, Joanna Billing, Elisabetta Benassi, Roman Ondák, Matteo Rubbi actuaban sobre esto desde el punto de vista del contenido. Desde el punto de vista formal, todos estos artistas tenían en común que utilizaban cualquier material y técnica porque lo elegían en función del proyecto site-specific que tenían que realizar. Tener en cuenta, por su parte, el contexto en el que nacía la obra y en el que iba a habitar era una forma de reaccionar ante la globalización y la pérdida de referencias físicas. En la época de Google Maps, el mundo empezaba a ser extremadamente grande, pero también extremadamente pequeño. Hacia finales de la década de 1910, asistimos a otro cambio por parte de estos artistas, o más bien a una aparición más clara de lo que les interesaba. Es decir, el trabajo sobre la percepción del tiempo. No se trataba sólo de un site-specific, sino cada vez más de un enfoque temporal, vinculado a la época y a la condición cultural y política del momento. Hoy esa dimensión ha vuelto a transformarse. Estamos, como he dicho en respuestas anteriores, en un ecosistema digital que configura nuestra percepción del presente. Creo que precisamente esa atención al aquí y ahora, a la experiencia cotidiana y a la responsabilidad de quien mira y actúa, es el hilo rojo que une todas las prácticas artísticas que siempre me han interesado, desde las de los años noventa hasta las de la generación actual, que se enfrenta a las lógicas fragmentarias, relacionales e hipermediáticas de la infoesfera contemporánea.
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