Brassaï, seudónimo de Gyula Halász (Brașov, 1899 - Niza, 1984), destaca como una figura central de la fotografía del siglo XX, cuya obra está indisolublemente ligada a su capacidad para captar el alma más íntima y misteriosa de París. De origen húngaro, nacido en Rumanía, pero profundamente arraigado en la capital francesa, su ciudad de adopción, su amigo y escritor Henry Miller se refería a él cariñosamente como el “ojo vivo”, apodo que expresa bien su extraordinaria visión y su penetrante capacidad para captar la esencia del mundo. Su vasta y polifacética producción artística (en el centro de una importante retrospectiva en el Centro Saint-Bénin de Aosta, programada del 19 de julio al 9 de noviembre de 2025, comisariada por Philippe Ribeyrolles, estudioso y nieto del artista: se presentan más de 150 impresiones de época, junto a esculturas, documentos y objetos personales del fotógrafo, que ofrecen una mirada profunda e inédita sobre su obra) demuestra que Brassaï no fue sólo un fotógrafo: su figura se extiende a la de pintor, escultor e intelectual, un artista polifacético cuya mirada aguda y poética sigue inspirando a las nuevas generaciones.
Desde 1924, a la tierna edad de 25 años, Brassaï se sumergió en el fervor cultural parisino, estableciendo profundos vínculos con artistas de la talla de Pablo Picasso, Salvador Dalí y Henri Matisse, y explorando ámbitos que iban desde el movimiento surrealista hasta el mundo de la moda. Sus fotografías se han convertido en imágenes célebres: desde enigmáticas vistas nocturnas de la capital francesa, a menudo envuelta en niebla o empapada por la lluvia, hasta retratos de famosos y gente corriente, pasando por animados clubes de extrarradio o grafitis en las paredes parisinas, Brassaï ha sabido retratar las mil caras de París.
Aunque su obra se inscribe a menudo en la “escuela humanista” francesa, tal definición sería reductora y no captaría plenamente la complejidad de su enfoque, que combina instinto, técnica y una profunda curiosidad por lo inesperado. Brassaï, “creador de imágenes”, como se consideraba a sí mismo, aspiraba a captar un destello de luz en la oscuridad, encontrando poesía en lo más humilde de la vida cotidiana y otorgando dignidad y singularidad a cada ser humano y objeto captados por su objetivo. Sus exploraciones le llevaron a documentar un París “secreto” y subterráneo, hecho de bares, bailes populares, cabarets y burdeles, mostrando la humanidad marginal con la misma naturalidad con la que frecuentaba las élites. Veamos diez cosas que hay que saber para empezar a conocer a este importante fotógrafo.
Gyula Halász adoptó el apodo de “Brassaï” en 1932 como homenaje a su ciudad natal, Brașov (“Brassó” en húngaro), antaño parte de la región húngara de Transilvania (a principios del siglo XX, la ciudad era de hecho mayoritariamente húngara). A pesar de sus raíces magiares, Brassaï eligió París como residencia permanente en enero de 1924, instalándose en la orilla izquierda y permaneciendo allí el resto de su vida, hasta el punto de nacionalizarse francés en 1949 y sentirse plenamente parte de la cultura transalpina.
Este vínculo profundo y duradero con la capital francesa fue tal que su amigo escritor Henry Miller le apodó cariñosamente “el ojo de París”. Sin embargo, el propio Brassaï prefería una descripción más matizada y personal de su identidad artística, describiéndose a sí mismo como “un extranjero de la frontera entre Oriente y Occidente que mira París con su ojo transilvano”. Esta perspectiva de forastero, combinada con una íntima familiaridad con la ciudad, le permitió captar y narrar las atmósferas nocturnas, misteriosas y llenas de vida que caracterizaban a la metrópoli de la época, convirtiéndola en un tema inagotable de su producción fotográfica. Su nombre se ha convertido así en sinónimo de su visión única y profunda de la Ville Lumière.
Brassaï se distinguió como un artista de notable versatilidad, enriquecido por una educación cosmopolita y un abanico de intereses que iban mucho más allá de la fotografía. Sus estudios le llevaron primero a la Academia de Bellas Artes de Budapest y más tarde a Berlín, donde tuvo la oportunidad de conocer y frecuentar a figuras destacadas de la vanguardia europea, como Vasilij Kandinskij, László Moholy-Nagy y Oskar Kokoschka.
Su insaciable curiosidad no se limitaba al campo visual: Brassaï era también dibujante, pintor y escultor, y su elección de no especializarse en una sola disciplina era un rasgo distintivo de su personalidad artística. Como él mismo admitió: “Hay demasiadas cosas que me interesan, es una tragedia”. Esta especie de incoherencia artística era en realidad su coherencia: “siempre se negó a especializarse, queriendo preservar la frescura de la visión del aficionado y la pericia del profesional”, como recuerda Philippe Ribeyrolles. Leyó con asiduidad obras de maestros como Goethe, Proust, Dostoievski o Nietzsche, un bagaje cultural que agudizó su espíritu de observación y le guió en su búsqueda de los aspectos más recónditos e incomprendidos de la realidad. Este enfoque multidisciplinar y su polifacética sensibilidad pronto le convirtieron en una personalidad destacada en los círculos intelectuales parisinos, capaz de tejer profundas relaciones con las principales figuras del arte y la cultura de su tiempo.
El acercamiento de Brassaï a la fotografía fue casi un destino ineludible, más que una elección deliberada: fue el medio el que se le impuso. Desde su más tierna infancia, durante una estancia en París con su familia en 1904, las imágenes de la ciudad se instalaron en su memoria, evocando sensaciones y recuerdos comparables a las famosas magdalenas de Proust. De adulto, un deseo persistente le llevó a querer redescubrir y revivir esas visiones infantiles.
El punto de inflexión llegó en 1929, cuando se dedicó definitivamente a la fotografía. Antes había trabajado con la agencia Rapho y había sentido la creciente necesidad de acompañar sus escritos con sus propias imágenes, logrando así una fusión de palabra y visión. Sus fotografías de un París nocturno, envuelto en el misterio e iluminado por las farolas, los faros de los coches, la niebla o la lluvia, se hicieron famosas, captando la esencia misma de la capital francesa.
La culminación de esta exploración fue la publicación, en 1933, de su libro Paris de nuit, una obra que no sólo tuvo un éxito extraordinario, sino que entró de lleno en la historia de la fotografía del siglo XX, consagrándolo como el maestro indiscutible de la fotografía nocturna. Sus imágenes no sólo documentaban, sino que revelaban un París “diferente”, el de los noctámbulos y la rêverie, un género que se consolidó gracias a su innovador trabajo.
Brassaï no se contentaba con ser un simple documentalista de la realidad; para él, la fotografía era un medio para interpretar y sublimar el mundo visible. Se autodenominaba “creador de imágenes” y consideraba su obra una “construcción mental basada en la realidad”. Esta perspectiva le llevó a una profunda reflexión sobre la composición, que consideraba tan crucial como el propio tema de la fotografía. Su filosofía era clara: “Hay que eliminar todo lo superfluo, hay que guiar el ojo como un dictador”.
Sus técnicas para captar la magia de la noche eran ingeniosas y personales. Para medir la velocidad de obturación, utilizaba un cigarrillo, calculando la exposición en función de su consumo. Aprovechaba todas las fuentes de luz disponibles -desde los faros de los coches hasta las lámparas de gas, pasando por la luna, la nieve e incluso la niebla- para esculpir volúmenes y crear atmósferas sobrenaturales que transformaban el rigor de la arquitectura y perfilaban rostros y figuras que emergían de las sombras.
En su taller, Brassaï no se limitaba a una simple transcripción del negativo. Intervenía activamente sobre la imagen, recortando, construyendo y modulando las densidades de los negros para maximizar la expresividad, con el objetivo de recrear en el observador las mismas sensaciones sentidas en el momento de la toma. Su búsqueda era un “destello de luz en la oscuridad”, como lo llamaba Daria Jorioz, capaz de “detener un momento de poesía en la miseria cotidiana, de considerar a cada ser humano interesante y único, de sonreír ante la mezquindad del mundo, celebrar la belleza sensual de una sonrisa o la ambigüedad de un gesto robado, contar una calle desierta al final de la noche y atravesar la oscuridad con una cámara”.
Un aspecto central y fascinante de la obra de Brassaï fue su exploración de lo que él llamaba París secreto, un mundo marginal y a menudo olvidado que coexistía con la elegancia de la Ville Lumière. El artista sentía un profundo cariño por lo que él llamaba la humanidad de los barrios bajos, los últimos, los pobres, los delincuentes, los mendigos. Sus lecturas de autores como Mac Orlan, Zola, Stendhal, Mérimée o Nietzsche alimentaron su deseo de penetrar en este universo subterráneo, lo que le llevó a frecuentar por igual las élites parisinas y los barrios bajos.
Brassaï se movía con soltura entre salas de baile con farolillos multicolores y bares con bancos de molesquín rojo, donde se reunían obreros, prostitutas, clochards, artistas y vagabundos solitarios. Documentó el mundo de los cabarets, los bailes populares e incluso los burdeles, que él llamaba poéticamente las “casas de las ilusiones”, donde las prostitutas eran “hijas de la alegría” o “bellezas de la noche” y los matones se convertían en ligues de una noche. Esto le permitió crear un fresco constante del “Paris-Canaille”. Sus incursiones en estos ambientes, a menudo peligrosos, le llevaron a arriesgar su vida. Brassaï, que a menudo era confundido con un informador de la policía por su cámara, tenía que ganarse la confianza de sus sujetos, a veces haciéndose amigo de pequeños delincuentes para fotografiarlos y conseguir que posaran. A través de estas instantáneas, salvó del olvido a una humanidad compleja y rica, ofreciendo un precioso testimonio de una Francia popular y marginal en vías de extinción, por la que sentía una gran ternura.
Una de las series más significativas de la obra de Brassaï es su amplia documentación de los graffiti en los muros de París. Para él, la pared ejercía una fascinación casi primordial, y los graffiti representaban un verdadero “lenguaje de la pared”, prueba de la expresión más humilde y espontánea de la humanidad. El artista los consideraba la mayor galería del arte primitivo, comparándolos con los dibujos de los hombres prehistóricos en las cavernas y viendo en ellos los orígenes de la creatividad y la escritura.
Su búsqueda de estos “arañazos humanos” comenzó en la década de 1930 y se prolongó durante más de treinta años, en los que Brassaï anotó meticulosamente lugares, fechas y transformaciones en un intento de salvarlos del desgaste del tiempo y el olvido. Su fascinación por el Art Brut y las artes marginales fue compartida y apreciada por artistas como Georges Braque, Joan Miró, Pablo Picasso y Jean Dubuffet.
La culminación de este trabajo fue el libro Graffiti (1960), donde clasificó sus hallazgos en nueve categorías. La importancia de su obra fue reconocida internacionalmente con una exposición individual en el MoMA de Nueva York en 1956-1957, titulada Language of the Wall. Parisian Graffiti Photographed by Brassaï, que tuvo un gran éxito.
Brassaï, con su marcada sensibilidad y su curiosidad innata, encajó de forma natural en los vibrantes círculos intelectuales y artísticos de París, entablando amistad y colaborando con muchas de las figuras más influyentes del siglo XX. Su círculo incluía a gigantes como Fernand Léger, Georges Braque, Joan Miró, Henri Matisse, Alberto Giacometti y, en particular, Pablo Picasso. Con este último entabló una profunda amistad y una “complicidad estética” basada en afinidades electivas, compartiendo la fascinación por los círculos inconformistas del Folies Bergère y el misterioso mundo del Circo Medrano.
Su cercanía al movimiento surrealista se manifestó claramente a través de su colaboración con la revista vanguardista Minotaure, donde sus fotografías se publicaron junto a las de Man Ray, consolidando su reputación. A través de “Minotaure”, conoció y colaboró con escritores y poetas surrealistas como André Breton, Paul Éluard y Salvador Dalí. Con Dalí creó la serie “Sculptures involontaires”, que transformaba objetos cotidianos en expresiones de la abstracción surrealista. Brassaï también frecuentó a Jean Cocteau, Jacques Prévert y Samuel Beckett, contribuyendo a una intensa temporada cultural parisina.
La fama de Brassaï trascendió rápidamente las fronteras francesas, consolidándose gracias a prestigiosas colaboraciones y numerosos viajes internacionales. Una de las colaboraciones más significativas fue con la célebre revista estadounidense Harper’s Bazaar, para la que trabajó asiduamente desde 1937 hasta los años sesenta. Para la revista, Brassaï realizó retratos de numerosos protagonistas de la vida artística y literaria francesa, muchos de ellos amigos suyos. Estos retratos formarían parte más tarde del volumen Les artistes de ma vie, publicado en 1982.
Sus viajes no se limitaron a Europa; Brassaï exploró el mundo, realizando reportajes, también en color, en lugares entonces desconocidos como Grecia, Turquía, Marruecos y Brasil, así como en Estados Unidos, Inglaterra e Irlanda. Su primer viaje a Estados Unidos en 1957 fue una experiencia esclarecedora: allí conoció a fotógrafos como Walker Evans y Ansel Adams, este último especialmente apreciado por su visión de la naturaleza y la calidad de sus impresiones. Esta amplia actividad internacional da fe de su incansable curiosidad y de su capacidad para captar la esencia de diferentes culturas y paisajes.
Para Brassaï, el acto fotográfico no terminaba con el disparo; la impresión final era la verdadera culminación de la obra, lo que le confería plena dignidad artística. Apoyaba firmemente la total autoría del proceso, afirmando con convicción: “Un negativo no significa nada para un fotógrafo como yo, sólo cuenta la impresión del autor. Por eso siempre quise hacer yo mismo mis copias”. Esta dedicación le llevó a revelar personalmente los negativos y a realizar todas las impresiones en su propio taller, manteniendo un control total de principio a fin del proceso creativo. Brassaï, cuenta su esposa Gilberte en una entrevista con Annick Lionel-Marie publicada en el catálogo de la exposición de Aosta, “revelaba los negativos, preparaba los baños de fijado y realizaba él mismo las impresiones y ampliaciones en su taller. Tenía decenas de frascos con distintos preparados y muchas fórmulas químicas colgadas en la pared. Se quedaba despierto y trabajaba muchas horas, sobre todo por la noche; yo oía el tic-tac del metrónomo del que nunca quería separarse. Le gustaba controlar el proceso de principio a fin, nunca permitías que nadie hiciera las copias (aparte de los formatos superiores a 40 × 50 cm, que su ampliadora no podía hacer)”. Esta meticulosidad le permitía poner de manifiesto, a través de la calidad de la impresión, los mismos sentimientos intensos que sentía en el momento de la toma.
A lo largo de su carrera, Brassaï también desarrolló una serie innovadora que denominó Transmutaciones. En estas obras, intervenía directamente sobre el negativo original (a menudo placas de vidrio) con una plumilla, raspándolo y levantándolo con tinta china. Este proceso de “mutaciones voluntarias” transformaba la imagen inicial: la fotografía original desaparecía, dando paso a nuevas formas que combinaban el realismo con el sueño, adquiriendo una nueva existencia visual. Esta técnica es testimonio de su continua investigación expresiva.
Además de su maestría fotográfica, Brassaï se distinguió como intelectual polifacético, escritor prolífico e incluso cineasta. Su pasión por la escritura se manifestó en una vasta producción textual, que incluía largos prólogos y ensayos significativos. Entre sus obras literarias más destacadas figuran la novela Histoire de Marie (1949), las esclarecedoras Conversations avec Picasso (1964), obra fundamental que recoge treinta años de intercambios y descripciones de los talleres del artista, y Le Paris secret des années 30 (1976), fresco de una Francia popular y marginal. Su último libro, Les Artistes de ma vie (1982), recoge testimonios y recuerdos de todos los artistas que frecuentó.
Brassaï no era indiferente al poder de la palabra, como demuestran sus comentarios y reflexiones sobre la transposición del lenguaje hablado a la escritura. Su mente infatigable se extendió también al cine: en 1956, su cortometraje Tant qu’il y aura des bêtes, rodado en el zoo de Vincennes, fue premiado por su originalidad en el Festival de Cannes.
Murió el 7 de julio de 1984, justo cuando estaba terminando un libro sobre su querido Marcel Proust, al que había dedicado varios años de su vida, tratando de identificar los vínculos entre su obra literaria y la fotografía. Fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, el corazón del París que tanto había celebrado y documentado durante medio siglo. Fue, subraya Ribeyrolles, “ante todo un paseante que fijó su mirada en su época, dentro de una cotidianidad sencilla que quiso sublimar como saqueador de bellezas de todo tipo y que consiguió, de este modo, salvar del tiempo y del olvido”.
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