¿Qué puede hacer el arte frente a la guerra? A primera vista, se me antojaría reformular la pregunta en qué, ante el escenario actual, podríamos o deberíamos hacer todos nosotros. Evidentemente poco, incluso allí donde una conciencia civil se está haciendo sentir de diversas maneras, hasta la reciente, al menos en Italia, pero ya bastante extendida institución de los doctorados en estudios sobre la paz. Pertenecientes al campo de las ciencias internacionales, se trata de itinerarios de estudio dictados por varias razones, entre ellas la de conocer y profundizar el papel confiado precisamente a la cultura y al arte como vehículo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, de estrategias diplomáticas y políticas para una identidad reconquistada de los Estados individuales (especialmente los vencidos) hasta el objetivo ideal de prefigurar un modo diferente de habitar el mundo. Ciertamente ideal, si los conflictos, como sabemos, no han dejado de atravesarlo y, tras una aparente pausa, han resurgido hoy en aras de una geopolítica que juega sus cartas cínicamente y sin escrúpulos. Guerras ante las que vivimos, con las aceleraciones de nuestra vida cotidiana, como espectadores impotentes cuando no adictos a los horrores que se nos vienen encima.
Pero volvamos al arte, que en todas sus expresiones, desde las artes plásticas a la literatura, pasando por la música, encierra esa aura singular de la que nos sentimos atraídos, recibiendo emociones, aperturas a otros horizontes, el placer de la belleza pero también el desvelamiento de la fealdad del mundo. Una implicación con tales formas de expresión de la que la historia cuenta con numerosos ejemplos, especialmente durante el corto siglo atravesado por los dos grandes conflictos, las luchas contra los regímenes totalitarios y la resistencia anticolonial. En este marco, el arte contemporáneo ha alzado a menudo su voz y, para quienes enseñan la historia de esta disciplina, no es raro encontrarse hablando de ello con sus alumnos, abordando contenidos y formas que han dado cuerpo a un compromiso que, además de civil, era, y sigue siendo, moral. En extrema síntesis, son dignos de mención los “escritos” apocalípticos y grotescos de los expresionistas del área alemana y, por excelencia, el manifiesto Guernica de Picasso, capaz de grabar con la fuerza del símbolo en las conciencias de una Europa que, asolada por los regímenes nazi-fascistas, conocería en breve páginas aún más oscuras. Es en esta fase de la historia donde se sitúa el compromiso de tantos artistas en Europa y en Italia por dar testimonio de su posición humana y política. Yo mismo fui comisario (con Lorenza Roversi) el año pasado de una exposición que celebraba el cincuentenario de la fundación del Museo del Deportado Político y Racial de Carpi. Una exposición que, a partir de las páginas grabadas en las paredes interiores por artistas como Guttuso, Leger, Picasso, Longoni y Cagli, hacía balance de aquella arquitectura, verdadero monumentum (recuerdo y advertencia), diseñada por el estudio BBPR de Milán a principios de los años sesenta (no se inauguró hasta 1973), pero sobre todo del valor educativo del arte en la sociedad y en la historia, poniendo en primer plano elarte en la sociedad y en la historia, poniendo en escena, además de los ya mencionados, a artistas como Aldo Carpi, Vedova, Morlotti, Levi, Garelli, Mirko, Manzù, Treccani y otros. Es sólo un recordatorio, entre excelentes y anteriores iniciativas expositivas sobre el tema, destinado a subrayar hasta qué punto el dato de la memoria, fuera de retóricas estériles, es materia que hay que cultivar para dar sentido, si aún lo tiene, a un futuro posible. A menudo he visto en los rostros de los jóvenes con los que hablo de tales experiencias y de los lenguajes adoptados por cada uno de los protagonistas, expresiones de interés que, venciendo sus habituales reticencias, les espoleaban a un diálogo sobre cuánto y cómo tal participación había afectado al estado de las cosas, si no contribuido a cambiarlas.
Decirles, siguiendo mi pensamiento, que el arte refleja, testimonia, solloza, no pocas veces provoca, pero no cambia el mundo ni el curso de las cosas que en él se manifiestan, parecía hasta hace algún tiempo encontrarlos suficientemente inclinados a aceptar la sugerencia de una confianza en ideas y modelos de referencia.
Una confianza que parece haber decaído desde que, a partir de la ruptura de COVID con el distanciamiento hasta el inicio de las guerras actuales, su relación con el presente se ha reconfigurado hacia nuevos canales de confrontación, de asidero más inmediato y “fácil” en el paradigma de la comunicación. Por supuesto, no se trata de un fenómeno que sólo interese a los jóvenes, pero sin duda son un observatorio fértil tanto para cuestionar los cambios y derivas de la realidad en la que estamos inmersos, como para intentar comprender hasta qué punto el lenguaje del arte, su alcance comunicativo, es capaz de afectar al público, incluso allí donde los medios y las tecnologías parecen haber desplazado el eje de la balanza a su favor. No creo, sin embargo, que el arte haya perdido su fuerza ni que haya cedido su energía imaginativa ante el avance indiscriminado de “efectos de realidad” procedentes de fuentes que han crecido desmesuradamente en la industria de producción de la comunicación, a la que el arte no es ajeno por ser parte del presente. Su papel, sin embargo, es dibujar perspectivas diversificadas a nuestra mirada, cavar surcos que dejen huellas de su propio sentir, elevarse por encima de la obviedad, la banalidad, la estandarización, el mal gusto y la visibilidad vacía de contenido, del que no carece.
Pienso en el caso de Dennis A. Jose que, en una transcripción casi pop, replicó, en la época del triste asunto de Abu Ghraib, una de las imágenes más impuestas mediática y legalmente, la de la soldado Lynndie England empeñada en apuntar con un arma a los prisioneros iraquíes, física y psicológicamente humillados. Un muestreo exclusivamente formal que eludía cualquier posibilidad de lectura crítica y reposicionamiento semántico de la imagen fotográfica, como ocurría en el documental Standard Operating Procedure de Errol Morris. The Truth of Horror estrenado en 2008. Este es uno de los muchos usos de las imágenes de los que se ocupa desde hace tiempo una conspicua literatura relacionada con el campo de los estudios visuales, precisamente para analizar el valor, uso, poder y efectos de las mismas en la historia. No es éste el lugar para tratar de ello. Así que volviendo a la aportación lanzada por estas páginas, creo poder afirmar que el arte no ha perdido solidez, sobre todo cuando sigue moviéndose en el marco de su propio estatuto. La lista de artistas que trabajan en esta dirección podría ser muy larga. Intentaré, en aras de la síntesis, hacer de dos de ellos caras distintas de un sentimiento común. Por un lado, me refiero al italiano Paolo Grassino por su obra Guerra è sempre (La guerra es siempre 2019) instalada en el espacio naturalista de Scultura in Campo, Parque Escultórico Internacional de Bassano in Teverina (Viterbo). Un monolito propuesto como lápida, visualmente fuerte para contarnos y recordarnos, con las fechas y los territorios grabados en piedra, las masacres y las ruinas marcadas por la invisibilidad destinadas, en algunos casos, sólo a la consumación de rituales consumados. Por otro, la larga experiencia del iraní, ahora residente en Japón, Hossein Golba que, desde hace años, construye sus obras sobre los principios de la espiritualidad y de la convivialidad recurriendo al simbolismo y a la poesía. Obras en las que, desde el ciclo Sculpting Time de principios de los noventa hasta posteriores intervenciones medioambientales, pasando por Landscape Haiku y Community Table de 2006, comparte un diálogo silencioso que habla de amor, belleza y cuidado. ¿Serán estos los caminos que el arte aún puede mostrarnos?
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 27 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte sobre papel, erróneamente de forma abreviada. Haga clic aquí para suscribirse.
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