Existe un fenómeno ya familiar para quienes asisten regularmente a bienales, ferias y museos de arte contemporáneo. Ante una gran instalación, luces, sonidos, materiales cautivadores, tal vez una declaración de intenciones de media pared, uno se detiene, observa, lee la etiqueta y piensa, con cierta inquietud: ¿eso es todo? La impresión es la de unarte que fascina durante unos segundos, pero que deja vacío inmediatamente después. Como un bello decorado sin escena, un título sin texto.
El problema no es nuevo, pero ha adquirido dimensiones llamativas. En la última década se ha producido unaexplosión de obras espectaculares, a menudo monumentales, inmersas en atmósferas tecnológicas o emocionales, que sin embargo, miradas más de cerca, no comunican gran cosa salvo su propia presencia. Son instalaciones visualmente potentes pero débiles en su contenido, que descansan en conceptos vagos y repetidos, diluidos en una estética que parece querer suplir la ausencia de fondo con la forma. Y lo sorprendente es que estas obras no proceden de jóvenes en busca de visibilidad, sino de artistas consagrados, representados por grandes galerías, presentes en colecciones públicas, regularmente premiados y celebrados. Se trata, a todos los efectos, de un fracaso del lenguaje postconceptual, que parece haber perdido el rigor de sus orígenes y haberse convertido en una máquina de producción autorreferencial.
El conceptual, en su forma original, nació para sustraer el fetiche material de la obra, para poner en el centro la idea, el pensamiento, la relación. Es un arte seco, a menudo invisible, que rechaza la estetización y pide al público un esfuerzo interpretativo, una participación crítica. Joseph Kosuth, Lawrence Weiner, On Kawara, Douglas Huebler: son artistas que construyen a través del lenguaje, el tiempo, la serialidad, la ausencia. Lo postconceptual, al menos en su trayectoria reciente, parece operar en cambio un giro ambiguo. La idea ya no se sustrae a la forma, sino que se apoya en una forma que debe seducir. La instalación no se limita a comunicar un concepto, sino que lo espectaculariza. Se llena de materiales, luces, símbolos, textos, sonidos, en una sobreabundancia que no sirve para aclarar, sino para ocultar el vacío de significado.
El problema, pues, no es el uso de la forma en sí, sino la pérdida de tensión entre forma y pensamiento. Lo conceptual exigía rigor. Lo postconceptual se contenta con la declaración. Y a menudo, esa declaración es un texto vago y didáctico, una referencia genérica a la “memoria”, la “fragilidad”, el “cuerpo”, la “transición” o la “crisis”, palabras pasadas de moda que pueden pegarse a cualquier cosa, como etiquetas preenvasadas.
Quienes hayan visitado la Bienal de Venecia en los últimos años, Art Basel o Frieze, estarán familiarizados con este tipo de obras: pabellones llenos de textiles colgados, fragmentos vocales repetidos en bucle, objetos entresacados de la realidad y dispuestos bajo la pretensión de “relación”. En muchos casos, no se trata de obras feas o técnicamente débiles. La cuestión es que, a pesar de su impacto visual, no consiguen comunicar nada más que su propia espectacularidad.
Tomemos como ejemplo la obra de Danh Vo, un célebre artista, cuyas instalaciones combinan reliquias, objetos religiosos, cartas personales, madera, lámparas y letras doradas. La instalación es siempre sugerente, el resultado estéticamente controlado. Pero a menudo el contenido narrativo se basa en elementos autobiográficos opacos, en fragmentos históricos descontextualizados que se convierten en meros pretextos poéticos. O pensemos en Pierre Huyghe, un artista visualmente poderoso, que en los últimos años ha trabajado sobre entornos posthumanos, organismos vivos, inteligencias artificiales. Sus instalaciones parecen sacadas de un decorado cinematográfico, pero con demasiada frecuencia caen en una fascinación por el futuro que nunca llega a cuestionar el presente. Y de nuevo, Philippe Parreno: vídeos, sonidos, luces, dispositivos inmersivos perfectamente diseñados que crean atmósferas magnéticas pero que a menudo dejan al espectador en una suspensión estética, sin dirección crítica. Es un arte del entorno, no del pensamiento.
No se trata de nostalgia por un arte que “decía más”, ni de una defensa de lo figurativo o narrativo. El problema no es el lenguaje posconceptual, sino su uso descuidado. La impresión es que muchas obras recientes se contentan con sugerir sin elaborar, con citar sin posicionarse. Una especie de estética del fragmento descontextualizado, que se limita a evocar más que a argumentar.
Pero en un mundo inundado de imágenes, contenidos, símbolos, ¿puede el arte permitirse ser tan vago? ¿Basta con que una obra “nos haga pensar”, como suele decirse, aunque no diga nada concreto? ¿O la tarea del arte es también construir, enfocar, articular pensamientos complejos? No son sólo los artistas quienes sostienen este sistema de arte-espectáculo, sino también los comisarios, los críticos, las instituciones, el mercado. El lenguaje postconceptual tiene hoy una gramática reconocible, fácilmente reproducible, inmediatamente legible para quienes frecuentan el sistema. Se ha convertido en un estilo, un género. Y como todo género, corre el riesgo de convertirse en manierismo.
Las grandes instituciones lo promueven porque funciona. Las ferias lo acogen porque se instala bien en los espacios. Los coleccionistas lo compran porque es “contemporáneo”. Y las academias lo enseñan, a menudo sin proporcionar herramientas críticas. El resultado es una generación de artistas que aprenden a montar instalaciones “internacionales” formalmente correctas, pero vacías de necesidad.
Se impone, pues, un cambio de rumbo. No una vuelta nostálgica al pasado, sino una reapropiación del rigor. Necesitamos obras que, aun partiendo de lenguajes postconceptuales, tengan el valor de pensar de verdad. Que no utilicen la ambigüedad como escudo, sino que trabajen la complejidad con precisión. Que no tengan miedo a tomar partido, a exponerse, a arriesgar un significado claro.
Hay ejemplos contemporáneos en esta dirección. Artistas como Forensic Architecture, que combinan arte e investigación, reconstruyendo crímenes medioambientales o políticos con rigor analítico. O Lawrence Abu Hamdan, que trabaja sobre el testimonio, el sonido, la memoria, con obras complejas pero legibles, donde cada elemento tiene peso.
Sepuede ser conceptual sin ser oscuro. Se puede ser contemporáneo sin ser genérico. El problema de lo postconceptual no es la falta de ideas, sino la superficialidad con que a menudo se tratan las ideas. El arte no tiene que explicarlo todo, no tiene que ser didáctico. Pero debe ser necesario. Debe crear una urgencia, una fricción, una pregunta real.
Quizá haya llegado el momento de volver a preguntarse: ¿esta obra es bella o sólo fotogénica? ¿Es impactante o sólo ruidosa? ¿Dice algo o sólo sugiere? Porque si lo conceptual ha fracasado, no es por exceso de reflexión, sino por falta de profundidad. Y el arte, para seguir vivo, no puede permitirse el lujo de un vacío bien empaquetado.
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