Respondo al artículo El desastre de las exposiciones inmersivas con el máximo respeto por la periodista Federica Schneck. También porque, lo admito: el “culpable” soy yo, uno de los que idean y realizan exposiciones inmersivas. Me gustó el artículo. El título, El desastre de las exposiciones inmersivas, puede parecer una crítica mordaz, pero en realidad plantea una cuestión fundamental: se trata de espectáculos, no de exposiciones tradicionales. Y lo hace planteando preguntas inteligentes, que merecen respuestas igualmente serias. En los últimos años ha habido un amplio debate sobre las exposiciones inmersivas, a menudo acusadas de “espectacularizar el arte”, vaciarlo de profundidad y reducirlo a puro entretenimiento visual. Es un debate útil, porque nos obliga a preguntarnos qué entendemos hoy por “experiencia estética”, pero conviene aclarar un malentendido fundamental: las exposiciones inmersivas no pretenden sustituir a los museos, ni se presentan como alternativa a la obra original. Son, declaradamente, otro lenguaje, otra puerta de acceso al arte, concebidas para despertar emociones, asombro y curiosidad. No son museos, sino espectáculos visuales. Del mismo modo que una película no pretende sustituir a una novela, pero puede inspirar el deseo de leerla. El arte también es emoción, no sólo contemplación.
El artículo habla de una “experiencia anestesiada”, de “simulaciones electrónicas” que sustituyen la obra por una “proyección rota”. Pero, ¿es realmente así? En realidad, las experiencias inmersivas buscan transmitir emociones fuertes, crear una relación visual, auditiva y perceptiva entre la obra y el espectador. Es un lenguaje narrativo y sensorial, no crítico ni didáctico, y esto debe aceptarse como lo que es, no condenarse como tal.
La emoción no es enemiga de la reflexión. A menudo es el primer paso hacia el conocimiento. Y cada público tiene derecho a su propio camino hacia el arte. No banalización, sino accesibilidad
Es fácil acusar a las exposiciones inmersivas de reducir el arte a entretenimiento. Pero esta crítica parte a menudo de una posición elitista, que subestima lo difícil que es hoy acercar a nuevos públicos a los lenguajes del arte, especialmente a los más jóvenes. Las exposiciones inmersivas no están pensadas para expertos (y créanme: he visto a historiadores del arte y directores de museos serios emocionarse y convertirse en niños en el parque de atracciones frente a un muro inmersivo) o para quienes quieren aprender sobre historia del arte, sino para quienes ya saben algo sobre el artista de turno y quieren verlo de otra manera y, sobre todo, para quienes nunca pisarían una galería. ¿No es esto un mérito? Si un niño entra en una sala inmersiva, se emociona, hace preguntas sobre Van Gogh o Klimt, quizá un día también vaya a buscar las obras de verdad. Y tal vez llegue allí con los ojos más atentos, precisamente porque ha experimentado una emoción. La calidad no está en el formato, sino en el diseño.
Como en cualquier forma de expresión, hay exposiciones inmersivas bien hechas y otras superficiales. Pero se trata de la calidad del trabajo creativo, no del medio en sí. Hay instalaciones inmersivas hechas con inteligencia, cuidado, profundidad poética, capaces de combinar lenguaje visual y rigor cultural. Y otras, sí, más comerciales y olvidables. Pero lo mismo ocurre con las películas, los conciertos, los libros o los restaurantes: no por eso dejamos de ir al cine o al teatro, o de comer fuera. El arte también es un mercado, y eso está bien.
Detrás del ataque a las exposiciones inmersivas suele haber una desconfianza hacia su éxito comercial. Pero el hecho de que tengan un público que paga no es un delito, es una señal. Existe una necesidad colectiva de experiencias culturales inmersivas. ¿Por qué no satisfacerla con proyectos que hablen un lenguaje contemporáneo, sin restar valor al arte clásico? Hay espectáculos de teatro experimental y superproducciones de 500 copias. Hay exposiciones en museos y formatos itinerantes. Todos pueden coexistir, si se hace con visión, responsabilidad y honestidad intelectual. Conclusión: no sustitución, sino expansión.
Las exposiciones inmersivas no roban tiempo, como sugiere el artículo. Al contrario, donan tiempo a quienes nunca lo habrían gastado en arte. No se trata de “emerger” en lugar de “sumergirse”: se pueden hacer ambas cosas, en momentos diferentes. Lo importante es no confundir los planos. Nadie pretende que una instalación inmersiva sobre pintura del siglo XVII tenga el poder de un Caravaggio en vivo. Pero puede generar asombro, abrir una brecha emocional y, a partir de ahí, iniciar un viaje personal hacia la belleza. Y eso, para muchos, ya es mucho.
Los creativos que trabajamos en este campo tenemos una responsabilidad clara: respetar al público y hacer todo lo posible por ofrecer experiencias inmersivas a la altura de las expectativas. Y si además conseguimos hacer recapacitar a quienes desconfían de esta nueva forma de arte, mucho mejor. Porque sí, quizás a muchos se les escapa una cosa... el espectáculo inmersivo también es arte por derecho propio. Es hijo de las veladas futuristas organizadas por Marinetti.
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