Lo que aprendimos del caso del teniente de alcalde legista que quiso censurar el cartel de Marina Abramović


Reflexiones sobre el caso del cartel de Barcolana 2018, firmado por Marina Abramović, que el teniente de alcalde quería censurar.

La Trieste que tengo en mente es la que acogió a un James Joyce de apenas 22 años, que entre las calles de la ciudad juliana, a la que él mismo llamaba su “segunda patria”, experimentaría pobreza y éxito, alegrías y decepciones, encontraría inspiración para sus obras y vería nacer a sus hijos. La Trieste que me gusta es la culta y centroeuropea de Italo Svevo, que pasa su tiempo libre entre las paredes de la Biblioteca Cívica, o tomando una copa en el Caffè Ferrari, o yendo con su mujer Livia a la ópera. Es la ciudad abierta al mundo que ve pasar a intelectuales de todo el mundo en el Caffè degli Specchi, es la ciudad del amor atormentado de Maximiliano y Carlota, es la ciudad que vio nacer a Gillo Dorfles, es la ciudad multicultural y cosmopolita donde, entre duelo y duelo, se formó el gran Arturo Rietti, donde Pasquale Revoltella hizo fortuna y luego correspondió donando su gran colección de arte a Trieste (y es, por supuesto, la ciudad que, durante muchas décadas, honró el regalo de Revoltella manteniéndolo siempre con enorme cuidado), es la ciudad que ayudó a Carlo Schmidl a crear su importante museo del teatro. Es ese lugar lleno de encanto y de esa “gracia hosca” que contaba Umberto Saba en sus letras, es esa ciudad que, cuando llegas, parece fría y reservada, quizá un poco desconfiada, pero que luego se revela con toda su calidez para que te vayas calentando poco a poco.

Ciertamente, la Trieste que me gusta no es la del teniente de alcalde legista que obliga a retirar de la ciudad el cartel de la Barcolana, cuya protagonista es una de las artistas contemporáneas más importantes, Marina Abramović, limitando su censura a los límites de la ciudad (humillándola): como si en 2018, en plena era digital, un triestino no tuviera otra forma de ver la obra que a través de las calles de su ciudad. El Trieste que me gusta no es aquel en el que un político intenta, con bastante torpeza (y con él tantos otros que piensan que nuestras disputas representan una preocupación para el mundo), dar su interpretación al mensaje contenido en el cartel (“Todos estamos en el mismo barco”), atribuyéndole una connotación política vinculada a los acontecimientos de nuestra casa: como si la preocupación de un artista acostumbrado a volar de Nueva York a Londres, de China a Kassel, fuera intervenir instrumentalmente en un debate vacuo y limitado, y noenviar un mensaje universal (que es precisamente lo que intenta transmitir el manifiesto, como explicaron los organizadores de la Barcolana, hablando de ecología y cuidado del planeta). Todos vivimos en el mismo mundo, y todos debemos esforzarnos para que el mundo que amablemente nos acoge sea un lugar cada vez mejor: un supuesto innegable, diga lo que diga un administrador local que, por alguna razón, ha decidido ponerse los zapatos de exégeta. “Todos estamos en el mismo barco” es una frase intemporal de alcance ilimitado. Cicerón la utilizó en el siglo I a.C., Bernardo Davanzati en el siglo XVI, Dickens en el siglo XIX. Cada uno con motivaciones diferentes, unos refiriéndose a situaciones particulares, otros a situaciones generales.

Pero, si se quiere, la historia ha servido de alguna manera para hacernos comprender algunos aspectos de la secular relación entre arte y censura.

Un detalle del cartel de la edición 2018 de la Barcolana, en el centro del caso de censura
Un detalle del cartel de la edición 2018 de la Barcolana, en el centro del caso de censura

En primer lugar, a menudo no hace falta andarse con rodeos. La frase “ese cartel tiene que desaparecer”, pronunciada por el teniente de alcalde de la Liga Norte en su entrevista con Repubblica, sugiere tranquilamente un intento de censura. La censura se define en el diccionario Treccani como el “examen por parte de la autoridad pública (c[ensura] política) o eclesiástica (c[ensura] eclesiástica) de los escritos o periódicos que han de imprimirse, de los carteles o anuncios que han de fijarse en público, de las obras de teatro o películas que han de representarse y similares, con el fin de permitir o prohibir su publicación, fijación, representación, etc., según se ajusten o no a las leyes u otras prescripciones”.

En segundo lugar, la censura puede garantizar al censor un pequeño éxito inmediato, porque sus desplantes consiguen que se retire una obra en el marco de una situación contingente. Pero a la larga, sus ambiciones censoras resultan contraproducentes: porque la censura se convierte casi siempre en un formidable instrumento de promoción, porque puede leerse como una demostración de que el artista ha dado en el blanco, porque en ciertos casos amplifica desproporcionadamente la circulación de la obra. Todos los que hemos abierto un periódico estos días recordaremos durante mucho tiempo el cartel diseñado para la edición 2018 de la Barcolana. Y quizá la obra de Marina Abramović también se exponga en alguna colección, como ha ocurrido con tantos carteles (desde luego, hoy no estamos descubriendo que la relación entre artistas y publicidad ha sido, es y será mucho más fructífera, fértil y vasta de lo que comúnmente podemos imaginar). El recuerdo de un teniente de alcalde, a menos que deje huellas indelebles en su territorio, se aparta con mucha mayor facilidad.

En tercer lugar, censurar una obra no repara la supuesta injusticia inherente al mensaje, como ya señaló Rosario Assunto en 1963 en uno de sus importantes ensayos. Así que la censura es también una medida totalmente inútil.

En cuarto lugar, puede que el cartel de Marina Abramović sea la obra más fea del mundo, pero eso no es motivo para restringir su circulación. Y esto es aún más grave si quienes emiten juicios sobre los méritos son personas que no tienen experiencia en la materia o, situación mucho peor, intentan hacer pasar su propia lectura de una obra como inequívoca y universalmente aceptable.

En quinto lugar, la censura es siempre una demostración de miedo. Ciertos tipos de política, los que buscan el consenso fácil e inmediato, deben necesariamente aplanar el nivel, trivializar los mensajes, eliminar el contenido, borrar toda posibilidad de reflexión, porque de lo contrario corren el riesgo de revelar que su fuerza descansa en realidad sobre un castillo de naipes tambaleante. La política del consenso, y especialmente la política del consenso populista, alberga por tanto un profundo temor al arte: porque el arte, incluso con mensajes extremadamente sencillos, como en el caso del cartel protagonizado por Marina Abramović, transmite mensajes complejos que nos obligan a pensar, a profundizar, a comprender, a cuestionar. Y eso es precisamente lo que no quiere la política de consenso.

Por último, es bueno recordar que el arte casi siempre ha tenido también un significado político, a pesar de que la reciente banalización de ciertas exposiciones y publicaciones nos lleve a pensar lo contrario. La obra de Van Gogh, ávido lector de Beecher Stowe, Michelet y otros autores preocupados por la difícil situación de los humildes, era profundamente política, al igual que las obras de Caravaggio, Miguel Ángel, Rafael, Andrea del Sarto, Fra’ Bartolomeo, Tiepolo, Hayez, Previati, Nomellini, y así sucesivamente a lo largo de la historia del arte. Incluso algunas opiniones de Monet eran de naturaleza profundamente política. Pretender que el arte y la política deben permanecer en dos esferas distantes incapaces de comunicarse, o pretender que el arte debe ser sólo una cuestión de pura emoción, es adoptar una posición totalmente divorciada de la historia y de la realidad.


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