Enzo Cucchi diría que nos hemos sumergido en la era del escaparatismo. Un sustantivo que, al parecer, aprecian especialmente quienes trabajan como pintores: Italo Cremona lo utilizó hace más de sesenta años. Era 1958, Cremona escribía en el Caffè (Arbasino la había calificado de “revista de burla y escarnio”: él también escribía en ella) y polemizaba con Lionello Venturi, culpable en su opinión de haber entonado el salmo fúnebre de la “conversación con la naturaleza de la época clásica y humanista”, buena a lo sumo para una salida de lunes de Pascua. El hombre de hoy, decía Venturi, “habla consigo mismo, y al hacerlo crea su propio mundo que le basta para vivir, para pensar, para volar. ¿No es natural que en estas condiciones incluso la imaginación prefiera el soliloquio, es decir, que no necesite las cosas de la naturaleza, en las que nadie cree, para expresarse?”. Esta era, para Venturi, la razón de ser del arte abstracto, de un arte adaptado para responder a las necesidades de la civilización moderna. Sin embargo, Cremona tenía una opinión totalmente opuesta, e incluso rebatió la vaguedad de Venturi a la hora de decir qué debía entenderse por “naturaleza”. Cremona consideraba temeraria la idea de que la pintura que prescinde de lo que se ve y de lo que se toca es abstracta, ya que también conocemos obras en dos dimensiones que incorporan los mismos objetos: era esta idea del arte abstracto la que Cremona acusaba de “escaparatismo”, ya que consideraba que los medios de la obra eran los elementos de un escaparate, de una decoración. Y si hablamos de decoración, tampoco tendría nada de malo. La decoración también tendría su propia dignidad, me dice Cucchi mientras le pregunto algo sobre su nueva exposición, en casa de Vito Schnabel, en Nueva York. Me encuentro con él en su casa de Roma, recién llegado de América. Con la intención, también bastante explícita, de entrevistarle.
Empieza a hablarme de escaparates y escaparatistas incluso antes de que yo empiece a hacerle algunas preguntas. Me bastó con decirle que había leído la presentación de su exposición, o algo así. Sería interesante incluso hablar de decoración. El problema es que, en su opinión, hoy falta pensamiento. "Hoy en día hay una supuesta contemporaneidad que es gigantesca, que compite para ver quién dispara más fuerte, en el sentido de que no es importante lo que hay detrás. Incluso el tema, a nadie le importa. Lo importante es que tenga algo de calidad. ¿Es decoración? Ni siquiera: si hubiera una gran reflexión sobre la decoración, sería muy interesante. Todo es lo mismo: una locura. ’Escaparatismo’, para Cucchi, es homologación, es falta de conciencia. Es el arte que se convierte en objeto de consumo, es el arte que sirve para ser exhibido más que para ser comprendido, es el destino del artista que ya casi ni siquiera es el centro del proceso creativo, a menudo delegado en otros. Es el arte que no se sustenta en el pensamiento, es el arte que no se sustenta en el asombro, es el arte inerte, que es incapaz de hacer hablar a nadie, ni al público ni, menos aún, a la crítica, que ha dejado deejercer sus funciones, ha renunciado a sus prerrogativas, y probablemente ya ni siquiera le importa, porque se ha transformado, se ha refugiado en las orillas más cómodas del llamado comisariado.
Según Cucchi, el “escaparatismo” es un síntoma de incoherencia, de superficialidad. Él diría “despreocupación”, y se empeña en decirme que la despreocupación es algo con lo que se encuentra en su vida cotidiana, incluso cuando va a comprar el periódico (con un breve inciso: “El quiosquero me dice que somos dos los que compramos el periódico: yo y la chica que mendiga en la esquina, que cada mañana utiliza el poco dinero que tiene ahorrado para ir a comprar el Corriere, y yo me pregunto cómo es posible”). Ahora bien, quien nunca haya tenido la suerte de visitar a Enzo Cucchi debe saber que para llegar hasta él hay que pasar por delante de algún monumento con el que necesariamente se acaba tropezando cuando se busca el camino más rápido para llegar a su casa. El Panteón, la Piazza Navona, el Castel Sant’Angelo, el Ara Pacis, San Luigi dei Francesi, Sant’Agostino, San Salvatore in Lauro: no hay forma de llegar a casa de Enzo Cucchi sin tropezar con alguna de estas presencias. “Esta ciudad”, dice, “se lo traga todo. Se traga toda la mierda que puede. Es una gran puta, ninguna otra ciudad del mundo es capaz de tragar tanto como Roma, es una ciudad en la que puede pasar cualquier cosa. En Roma nunca pasa nada, pero pasa de todo. Es un gran cubo de basura. Pero también es un basurero maravilloso”. Es entonces, en medio de la suciedad, donde se esconde lo extraordinario. Guido Piovene solía decir que Roma es la ciudad de las antítesis, una ciudad que ha crecido como “un bosque donde los apetitos humanos vagan y luchan”, y es natural que en el bosque uno espere encontrar de todo, incluso lo maravilloso. El problema, para Cucchi, es que lo maravilloso ya no es una maravilla. “Todos los días paseo por mi barrio y paso por la Piazza Navona. No sabe cuánta gente veo. Roma es una gran provincia, porque todo el mundo viene aquí, de toda Italia y del mundo, para hacer nadie sabe qué. Pero nadie parece prestar atención a lo que le rodea. Al contrario: les importa una mierda. Prefiero prestar atención a eso”. La implicación es: es mejor que quien escriba algo se ocupe de la desuetud del asombro, que de los embajadores de nuestro diminuto, obtuso y tímido mundo del arte.
Pongámonos de acuerdo: la pars destruens del pensamiento de Enzo Cucchi sobre el arte actual hace tiempo que consta, y quizá ni siquiera sea necesario explayarse más al respecto. Sin embargo, Cucchi sabe cómo llegar a un nuevo punto culminante. “Verá”, me dice tras unos veinte minutos de conversación (y la entrevista que tenía en mente aún no había comenzado), "este problema concierne a todo el mundo. Incluso a usted. Usted dirige una revista de bellas artes, y sin duda me concederá una buena entrevista. Pero, ¿no es más importante envenenar todas las revistas de arte? Y podrías empezar, a envenenarlas de verdad: por ejemplo, en vez de hacerme la entrevista, me gustaría que la entrevista desapareciera, que no hubiera entrevista. No tiene por qué haberla. Si no, se convierte siempre en lo mismo, yo hablando, yo hablando... pero ¿quién soy yo? ¿Qué más da? Todas las revistas de arte me hacen entrevistas, me hacen hablar, me hacen hablar de esto y de lo otro, de mi exposición en Nueva York... pero no es importante. Es importante si podemos interactuar sobre un tema y desarrollar algo más.
Así que empieza la entrevista. Llevaba trabajando en ella no recuerdo cuánto tiempo, pero da igual, quizá Cucchi tenga razón: así que me parece más fascinante intentar aceptar la invitación. Probablemente no lo consiga, pero lo intentaré, y luego intentaré un esbozo de pars construens, intentando montar, más o menos torpemente, una discusión sobre qué es el asombro, seguro de que, de una charla con alguien que ha practicado el asombro toda su vida, puede salir algo interesante para quienes nos lean. Bonito Oliva, en el manifiesto de la transvanguardia, escribió que uno de los fundamentos de su nuevo arte iba a ser “la sorpresa del artista hacia una obra que ya no se construye según la certeza anticipada de un proyecto y de una ideología, sino que toma forma ante sus ojos y bajo el impulso de una mano que se hunde en la materia del arte, en un imaginario hecho de una encarnación entre idea y sensibilidad”.
Trato de decir, quizá un poco implícitamente, que para mí (como, creo, para todos) existen varias formas de asombro. Una de ellas es la maravilla de lo inesperado. Uno se maravilla cuando va a un lugar que no conoce, que puede haber subestimado, y en el que luego encuentra algo sorprendente, algo poderoso. Entre los miles de ejemplos que podría darle, cito, con un poco de malicia, la Virgen de las Nubes de Urbania, en parte porque es una de las últimas cosas sobre las que escribí un artículo, y en parte (o mejor dicho: sobre todo) porque Enzo Cucchi es de las Marcas. El Palacio Ducal de Urbania no tiene nada que ver con el más famoso de Urbino. Aunque el último duque de Urbino prefería Urbania (que aún se llamaba Casteldurante con los duques) y murió en el Palacio Ducal de Urbania. Luego vino la devolución al Estado Pontificio, y la ciudad que todo lo traga también se tragó lo que había en el Palacio Ducal de Urbania, empezando por la biblioteca del duque, una de las mayores de Europa en aquella época, quince mil volúmenes casi todos que fueron a parar a Roma para dotar de biblioteca al Studium Urbis, es decir, a la Universidad. El Papa, en su infinita bondad, concedió a Urbania guardar quinientos de ellos (que, todo hay que decirlo, siguen allí hoy en día). Poco queda ya en el interior de aquel palacio. Y por eso sorprende encontrar un cuadro como la Virgen de las Nubes de Federico Barocci y taller (que, además, acabó dentro del palacio casi por casualidad, porque en el siglo XVII estaba en otro sitio), sobre todo cuando lo encuentras delante de ti al final de un recorrido expositivo, en la última sala. Y te sorprende porque ese cuadro, tan ligero, tan delicado, tan conmovedor, se ha quedado en esa ciudad tan pequeña, tan marginal, que en su historia ha sufrido todos los traumas posibles. Y ha llegado allí indemne.
Para permanecer en la región de Las Marcas y permanecer en una ciudad de pocos miles de habitantes, Cucchi me habla entonces de la Madonna del Rosario de Lorenzo Lotto en Cingoli. Y me hace comprender que una forma de maravilla, para él, se esconde entre los detalles que dan consistencia a una historia, a un conjunto, quizá porque diluyen la concentración, distraen la atención de una condición dada, permiten desplazamientos de sentido, permiten aperturas inéditas. La maravilla, al fin y al cabo, es también una forma de impugnación. Cucchi me recuerda a los angelitos que están abajo, a los pies de la Virgen, cogiendo pétalos de rosa de una enorme cesta de mimbre y arrojándolos por todas partes. “Esas flores”, dice, “cambian por completo la escena sagrada, hacen perder de vista todos esos ojos de buey de arriba”. Alude a las escenas con los misterios del rosario. “¿No es una obra impresionante? ¿No es una obra muy moderna? Los pétalos, digo. Esos pétalos de flores que lo borran todo. Sólo ves los pétalos, ya no ves lo que hay detrás. O mejor dicho, lo ves, pero totalmente transformado por ese gesto. Es un gesto que me parece impresionantemente moderno”. Y se pregunta cuántos pueden entender ese gesto. Quizás, razona, le prestan poca atención “nuestros amigos del arte”, perífrasis con la que Cucchi se refiere a todos aquellos que de diversas maneras gravitan en torno a nuestro mundo, los iniciados, los frecuentadores de este gran “Circo Togni”, como él lo llama. Y tal vez todos aquellos que observan el circo desde las gradas y se fijan más en él. O a los que quizá el circo les importa un bledo.
En este punto, Cucchi no puede dejar de mencionar a Piero della Francesca, un artista al que tiene en gran estima. "¿Pero quién salvó a la Madonna del Parto? ¡Las campesinas! ¡Las personitas! En quienes confío mucho. Porque yo vengo de allí, vengo de una familia campesina. Normalmente uno se hace la ilusión de que el pueblo no entiende una mierda, pero eso no es verdad, y te invito a que lo apuntes. Una cosa que siempre me ha asombrado, y que nunca me ha aburrido (lo que me suele aburrir son las cosas de adultos), es cuando las criaturas humanas quizá más simples hablan de ciertas cosas, por ejemplo mi padre, que estaba en tercero de primaria, o mi madre, que se sacaba cosas de la boca para que yo pudiera comer (me considero un exagerado, por eso también me importaba una mierda todo: es porque era el que más tenía, en todos los sentidos). Aquí: es esta gente, esta gente tan sencilla que, cuando mencionan algo, lo acogen como si fueran niños, porque les arde el corazón". Los documentos cuentan que en el siglo XVIII, cuando el Ayuntamiento de Monterchi decidió demoler la iglesia donde se encontraba la Madonna del Parto, el fresco de Piero della Francesca se salvó de la destrucción: una parte de la iglesia permaneció en pie, se transformó en una pequeña capilla y la Madonna de Piero se trasladó a un nicho sobre el altar mayor. Los habitantes de Valtiberina han atribuido un valor apotropaico a la Madonna del Parto desde tiempos remotos. Todas las madres creyentes de esta franja de la Toscana han rezado ante la Madonna del Parto, y a ellas se debe la pervivencia de este fresco. Aún hoy, muchas mujeres acuden al pequeño museo de Monterchi para pedir a esta imagen un poco de protección, un parto sereno o simplemente para sentirse acompañadas. Menciono a Cucchi el episodio de los años cincuenta, cuando pidieron a Florencia que prestara la Madonna del Parto para una exposición y el alcalde de Monterchi se negó, porque los habitantes se opusieron firmemente: si le hubiera pasado algo malo a una mujer embarazada del pueblo durante la ausencia del fresco, el alcalde no se habría salido con la suya. Hay pues, creo, otra forma de asombro, que no es la de lo inesperado, no es la del desliz, y ni siquiera es la, digamos, del asombro repentino, del espectáculo grandioso. Es un asombro más humilde, pero más tenaz. Es una maravilla que se esconde en los pliegues de lo cotidiano, que está hecha de pequeños gestos, de sentidos compartidos, de resistencia. Una maravilla que no necesita novedades. Maravillarse es también reconocer, además de descubrir. Borges, en una de sus Conversaciones americanas, decía que “el hecho de maravillarse ante la vida puede ser la esencia de la poesía”. Pienso en ese asombro.
Muchos de los cuadros de Enzo Cucchi brotan en esta tierra regada por el asombro de lo cotidiano. El cuadro más grande expuesto en Nueva York, un lienzo de más de dos metros, tres calaveras sobre un fondo bermellón atravesado por una banda naranja, retoma el tema de la vanitas que tanto aprecia Cucchi y que siempre ha estado presente en su arte desde el principio. Y algunos se sorprenderían al saber que estas imágenes suyas surgen de situaciones que él considera bastante ordinarias. “Es una de las pocas cosas que todo el mundo conoce. Es lo más normal del mundo”, afirma. “Las mujeres napolitanas tienen una calavera en su casa, echan polvo sobre ella y luego escriben en ella los números a los que van a jugar a la lotería. Es lo que mejor conocemos. Es como preguntarle a Cézanne por qué pintaba manzanas: yo también utilizo las cosas que conozco. Intento abreviar todo lo posible, no buscar cosas raras. Ya me asombran las pocas cosas que sé. Que son luego las que sabe cada uno”. Le pregunto a Cucchi, sin venir a cuento, si es creyente. Qué relación tiene con lo sagrado. “Ojalá lo supiera, ya sería una cosa maravillosa saber todas estas cosas. Estas cosas que son tan particulares. Las reglas de lo sagrado me parecen maravillosas, pero me apoyo en los que conocen el tema mejor que yo. Por ejemplo, hice algunos trabajos con Roberto Tagliaferri [teólogo, ed], y nos hicimos mucho más que amigos, pero simplemente porque le dije: ’Mira, tú eres bueno interpretando las reglas de lo sagrado, describiendo y demás, pero no quiero tener nada que ver contigo’. Y él fue aún más amable porque me dijo: ’Yo tampoco quiero tener nada que ver contigo’. Pero en realidad hablamos todo el tiempo. Y cuando escribe expone unos argumentos excepcionales, tan precisos, tan inteligentes, tan concretos. Pero no sé lo que quiere decir. Quiero decir que tiene un gran conocimiento de lo sagrado y es bueno comunicándolo. Y yo me pregunto. Para mí, eso es lo sagrado”.
La maravilla, estamos de acuerdo, no es un problema con la educación. Menos aún con el arte, añade Cucchi (“Con el arte”, me dice, “o te iluminas o no te iluminas”). Porque muchos, sostiene, “profundizan, dan vueltas, incluso pueden tener grandes capacidades, pero se quedan secos, planos, es impresionante, y humanamente yo también lo siento, y hay que decírselo, sin embargo, porque si no se lo decimos nos hacemos un lío gordo”. Me parece, sin embargo, que para él la falta de capacidad de asombro es un problema de falta de costumbre, más que de falta de sensibilidad. Y en este punto le gusta recordar algo que Manganelli escribió en uno de sus artículos, titulado La macchina maniacale. Manganelli partía de la premisa de que él no era ni arquitecto ni historiador de la arquitectura, sino simplemente alguien que amaba la arquitectura, aunque la arquitectura no le amara a él, decía. “Las casas”, escribió en ese artículo, "no están hechas para soñar. Se sueña mal, con dificultad, como se camina con zapatos apretados. ¿En todas las casas? Me atrevería a decir que en todas. Pero, ¿qué tienen esas casas que las hacen emocionalmente pobres, fantásticamente nulas, tóxicas para los sueños? En mi opinión, es el descubrimiento de la esquina. Si hago memoria de todas las casas de mi vida, veo ante todo una cantidad innumerable, increíble, de esquinas. Todas las habitaciones son cuadradas o anodinamente rectangulares. No recuerdo ninguna excepción: y si la hubiera, a lo sumo podría haber sido una curva medida al milímetro, la idea platónica de una curva. En cualquier caso, no recuerdo ninguna curva. [...] Una habitación cuadrada, un piso rectangular, da la ilusión de ser conocible, interpretable: no hay lugar donde esconderse en este tipo de habitaciones. Para soñar, Manganelli necesitaba lugares ambiguos, deformados, laberínticos, donde uno se pierde, donde uno resbala, donde uno descubre. Donde uno se pregunta, en esencia. Hace unos años, se realizó una encuesta (YouGov para VELUX, para los que quieran buscarla en Google) que demostró que la gente, hoy en día, pasa de media el 90% de su tiempo en interiores. A la vuelta de la esquina, podríamos decir.
La casa de Cucchi, de hecho, tiene menos esquinas de las que uno suele ver, no sé si es mera coincidencia. Pero no quiero investigar posibles correlaciones de causa y efecto. Me interesa, sin embargo, entender de él cómo se produce la novedad a partir del asombro. O mejor dicho: me interesa conocer su experiencia, su posición. Sé que me estoy saliendo del propósito de evitar una entrevista, del propósito de interactuar sobre un tema, porque ésta es una pregunta clásica de entrevista. Pero creo que la pregunta, sin embargo, tiene algo que ver con el tema sobre el que interactuamos, y me parece que puede llevar nuestra conversación a una conclusión decente. Y él responde con lo que me parece una especie de llamada a la acción. “No creo que ninguno de nosotros”, me dice, aludiendo a los otros artistas que compartieron con él los acontecimientos de su momento histórico, “pensáramos o imagináramos que estábamos haciendo algo nuevo, habría sido una ingenuidad total. Asumíamos algo que faltaba y lo hacíamos por asombro. Cuando hay algo en el aire, ese algo está ahí para todos, y hay gente que, por necesidad, lo coge al vuelo, pero lo coge sin saberlo. Pero ninguno de nosotros pensamos nada en absoluto. Cuando coges algo lo haces por necesidad, porque quieres hacer esa cosa, porque quieres ver esa cosa. Así que lo haces”.
Esta contribución se publicó originalmente en el número 26 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte sobre papel, erróneamente en forma abreviada. Haga clic aquí para suscribirse.
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