Saul Leiter y la estética del casi: cuando el arte transforma el tiempo en emoción


Saul Leiter transforma la realidad en imágenes suspendidas, donde la luz y el color narran la fragilidad del tiempo. Entre fotografías y pinturas, su arte es una invitación a mirar con sutil atención, un arte que plasma un mundo íntimo, delicado y siempre cambiante.

La lluvia suaviza los bordes, difumina las líneas, desactiva la geometría habitual de las cosas. Produce una topografía diferente de lo visible, en la que la solidez de las formas se rinde a una lógica más suave, más abierta al error y la variación. Los volúmenes se adelgazan, las superficies se curvan, la luz se difunde de formas inesperadas, transformando cristales y charcos en instrumentos ópticos. Lo real se redibuja. Y es precisamente en esta reescritura silenciosa donde el ojo de Saul Leiter se injerta como un cuerpo inmerso en un entorno que lo llama a una nueva forma de atención.

Para comprender realmente su poética, la que se desprende de esta escucha atmosférica que transforma lo cotidiano en aparición, basta con observar una película rodada en la primavera de 2013. Leiter está en su estudio del East Village, sentado junto al gran ventanal que le acompaña desde hace décadas. Con él está Margit Erb, amiga y galerista, manejando la cámara. A su alrededor hay montones desordenados de impresiones fotográficas, tazas de café, acuarelas manchadas y olvidadas. Leiter coge un cuadro, lo mira y sonríe. “El problema de mis cuadros es que no los hago todos a la vez”, dice. Luego añade: “A veces me olvido. A veces los edito. A veces los retoco. El hecho de que haya empezado un cuadro no significa que lo haya terminado”. Vuelve a reír y cuenta que a De Kooning le gustó una de sus obras porque se le había pegado papel higiénico mientras se secaba y decidió dejarlo ahí. No por provocación, sino por inclinación. Porque lo que Leiter buscaba, al fin y al cabo, era la imprecisión, el casi nada. Y del mismo modo que podía dejar fácilmente un cuadro inacabado, en las fotografías dejaba que la imagen rondara entre la presencia y la desaparición.

Cuando Saul Leiter llegó a Nueva York tenía poco más de veinte años y aún menos certezas. Durante algunas noches durmió en Central Park, sin hogar y con la única idea de que el arte, tal vez, podría salvarle. Pronto encontró un piso en Perry Street, en Greenwich Village, y se aferró a los pocos afectos que le quedaban. De vez en cuando veía a una tía en Brooklyn y se entretenía con algunas llamadas a su madre, que seguía preocupándose por él como sólo las madres pueden hacerlo. “Siempre estaba preocupada por mí”, cuenta. “Se preocupaba por mantenerme a flote. Y me mantuvo a flote durante mucho tiempo”. Fue durante esos años cuando conoció a Richard Pousette-Dart, uno de los más jóvenes de los expresionistas abstractos, y fue durante ese mismo periodo cuando Saul empezó a hacer retratos en blanco y negro, con una atención silenciosa que partía del interior de la imagen. Una atención que ya entonces parecía mirar más allá de la superficie. Pousette-Dart se convirtió en uno de sus primeros sujetos, pero también en su primer mecenas: mostró la obra del joven a la galerista Betty Parsons, que se ofreció a exponerla.

Saul Leiter, Anuncio de Miller Shoes, 1957 © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Anuncio de Miller Shoes, 1957 © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Ana, años 50 © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Ana, década de 1950 © Saul Leiter Foundation

El chico, intimidado, se negó. No tenía dinero para enmarcar los cuadros. Pero quizá más que eso, no había encontrado el valor para creer realmente en ello. “Podría haber sido algo bueno”, dijo más tarde. “Podría haber formado parte del primer movimiento expresionista abstracto”.

No había rabia en su recuerdo de esto, sino una tranquila aceptación de alguien que, en algún momento, eligió permanecer al margen. Leiter siempre pareció no buscar el clamor: proyectaba sus fotografías en la pared plana. Eso era todo lo que necesitaba, un pequeño público de amigos, unas cuantas sillas desvencijadas y la luz roja rompiendo en la pared como una plegaria.

Mientras tanto, seguía pintando. Sólo sus primeras obras fueron al óleo, ya que prefería el agua con su indecisión y la forma en que el color se expande sin control. Las revistas empezaron a fijarse en él y en sus fotografías en la década siguiente: Life publicó dos series que hoy siguen figurando entre sus obras en blanco y negro más intensas: Wedding as a Funeral y Shoes of the Shoeshine Man. Eran ejercicios de discreta ironía cotidiana, donde cada detalle está cargado de un melancólico doble fondo. En Boda como funeral, la paradoja está en la mirada. Es una celebración que, a través del objetivo de Leiter, se transforma en un velatorio. La revista Life contaba que el fotógrafo pasaba gran parte de sus días buscando la incongruencia, convencido de que la belleza impecable podía, con el corte visual adecuado, revelar una deformidad desconcertante; y de que lo obvio, si se captaba en el momento exacto, podía devolver la emoción de lo absurdo. Aquel día gris en la Quinta Avenida, vio a una multitud reunida en el exterior de una iglesia y, atraído por la mirada fija de los que estaban fuera y la compostura casi fúnebre de los que salían, levantó su Laica y disparó. Las imágenes que surgieron parecían una historia de luto, pero en realidad se trataba de una boda. Todo ello porque a Leiter no le interesaba registrar la verdad del acontecimiento, pues su mirada ya estaba en otra parte, en esa leve interferencia entre el parecer y el parecer, entre el gesto que celebra y el que contiene el dolor. Sus fotografías insinúan, cuestionan y enmarcan el mundo siempre cuando parece a punto de ceder, de derrumbarse. Y nunca hay juicio, sólo un profundo sentido de la fugacidad de las cosas, una triste ligereza que nunca desciende a la burla. De hecho, en el mismo título paradójico, revela una aguda perspicacia: no hay celebración que no contenga ya su fin, no hay unión que no lleve en sí misma el germen de la separación.

En el mundo de Saul Leiter, la pintura nunca fue una alternativa a la fotografía, sino más bien el aliento original, el gesto primigenio con el que intentaba tocar el tiempo. Empezó a pintar muy joven, hacia 1938, y nunca dejó de hacerlo hasta pocas semanas antes de su muerte, el 26 de noviembre de 2013. Pasó años y años en una práctica diaria, obstinada y silenciosa que precedió y abarcó toda su parábola fotográfica. Leiter pintaba para seguir vivo, para mantener a raya la soledad, para traducir una intuición en materia, para sentir que aún existe la posibilidad de plasmar aquello que aún no tiene forma. En su archivo reposan hoy más de cuatro mil obras, en su mayoría acuarelas, pero también aguadas, tintas y pinturas sobre fotografías, con una libertad que mezcla técnicas, soportes, intenciones. El color, en su obra, no tiene nada de decorativo o ilustrativo. No sirve para distinguir o destacar, sino que se convierte en un elemento estructural de la imagen, su clima, su voz.

Sus rojos son densos, atravesados por una materia visual que los hace porosos, estratificados, casi heridos. Son pigmentos que no acompañan al contenido, sino que lo hacen posible. Miró el color como una forma autónoma de pensamiento, e incluso sus referencias (Bonnard, Morandi, Rothko) nunca fueron fotográficas, sino profundamente ligadas a esa pintura que trataba la luz como sustancia, como acontecimiento dentro de la imagen.

Y así, también, sus fotografías no parecen buscar el momento en que algo sucede, sino el momento en que todo se detiene, se dilata, se dispone a ser visto sin imponerse. En su producción, la frontalidad es una excepción. Los sujetos se muestran sólo parcialmente, atraviesan el espacio, quedan siempre justo fuera de la imagen en zonas equívocas, desequilibradas, borrosas: un rostro tras un cristal, una figura recortada por una sombra, una mujer que da la espalda mientras la luz difumina los bordes de su abrigo. La composición se desarrolla precisamente por ausencia de centro, por desplazamiento de la atención. Leiter construye imágenes que se sostienen sobre el precario equilibrio de los detalles, sobre el vacío que mantiene unidas las formas, sobre la transparencia que difumina el interior y el exterior, lo público y lo privado, la espera y el paso. En esta suspensión continua.

Saul Leiter, Sin título, s.d. © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Sin título, s.d. © Saul Leiter Foundation

En esos mismos años en los que Nueva York celebraba los gestos monumentales del expresionismo abstracto con lienzos gigantescos, la retórica del ego y la confrontación física con la superficie, Leiter se mantuvo fiel a la escala diminuta, al acto íntimo. Franz Kline, por ejemplo, le había dicho: “Si trabajaras a lo grande, serías uno de los chicos”. Pero él no quería ser uno de los chicos. No quería hacerse grande, quería seguir siendo real. Sus fotografías, como sus cuadros, eran pequeños jazz domésticos, improvisaciones sin partitura, esbozos de un pensamiento que se convertía en gesto, de una emoción que afloraba sin aspavientos.

En los años setenta, cuando su carrera en la moda estaba llegando a su fin, Saul Leiter pasaba días enteros en un cuarto oscuro del East Village, imprimiendo casi obsesivamente miles de negativos en blanco y negro: mujeres a las que había amado, habitaciones atravesadas por una luz cansada, fragmentos de una vida que había preferido no exhibir. Creó un libro In My Room (En mi habitación ), que nunca vio la luz en vida, como si durante décadas Leiter hubiera guardado esos retratos íntimos, profundamente afectuosos y nunca petulantes o ilustrativos, del mismo modo que uno guarda un secreto demasiado frágil para que el mundo lo vea. En esas imágenes, a menudo tomadas a través de una puerta semicerrada, de un espejo, de una distancia doméstica que nunca se convierte en voyeurismo, está toda su mirada: pictórica, respetuosa, melancólica. Sus mujeres duermen, ríen, se desnudan o leen y no son musas, ni fantasmas eróticos, sino presencias reales, obstinadas en su irreductible realidad. Algunas fotografías como las de la serie Lanesville de 1958 (único núcleo de desnudos en color) prefiguran ya su futuro trabajo para Harper’s Bazaar, pero no participan de la estética lustrosa del deseo. Son más bien el intento más dulce de retener algo que el tiempo, despiadado, se fue llevando.

Tras su muerte, los polvorientos cajones de su estudio revelaron lo que Leiter había callado durante toda su vida: un archivo interminable de pequeños retazos (como él los llamaba) recortados, arrugados, metidos entre las páginas de los libros, como si la obra nunca hubiera estado destinada a la pared de un museo, sino al acto mucho más cruel y cotidiano de recordar. Algunos eran desnudos pintados a mano, con la misma paleta que sus acuarelas, otros eran ejemplares impresos con los bordes triangulares aún visibles, nunca terminados, nunca dispuestos como muestra la fotografía de Jay de 1957. En cada una, la misma meticulosa atención al detalle irrepetible, el rostro que se desplaza sólo un poco, la luz que cae sólo ahí, en ese punto exacto, perfecto. Nunca hay pie de foto ni voluntad de explicación y él mismo, cuando se le preguntaba por la identidad de las mujeres retratadas, respondía con una pregunta: “¿Sabes guardar un secreto?” e inmediatamente después, sin esperar respuesta, sonreía: “Yo también”. En esas imágenes redescubiertas está todo lo que escapa a la crónica fotográfica y a la retórica de la revelación: hay un hombre que mira, y al mirar no roba, no se desnuda, no posa. Hay un hombre que atravesó el siglo con paso de costado, quedándose en una habitación mientras el mundo corría hacia otra parte, y confió lo más auténtico de su mirada a pequeñas presencias.

Una imagen extremadamente poderosa, por ejemplo, es la de Jay en la bañera, fechable hacia 1958: su cuerpo sumergido en el agua, la tela cubriéndole el pubis, la cabeza inclinada, la mirada bajando hacia sí mismo. Es un retrato casto y crudo a la vez, donde el deseo se equilibra entre el pudor y el abandono. Donde la transparencia lechosa del agua y el corte fotográfico cercano pero nunca intrusivo hablan de una vulnerabilidad atravesada por la belleza. O también, en la obra doble que la retrata sentada con un cigarrillo entre los dedos, la comparación entre la fotografía de 1963 y la reelaboración pictórica de los años 90 muestra cómo, para la artista, la memoria nunca está fijada para siempre, sino en constante metamorfosis. El color se estratifica y el papel se convierte en piel, reteniendo el tiempo y, al mismo tiempo, dejándolo escapar. Jay aparece absorta, viva, y en la versión pintada casi transfigurada, inmersa en un mundo de tonos acuosos y formas esquivas. Ella sigue ahí, pero también está en otra parte, y el cuerpo se convierte en un eco, mientras que la pose es un resto que surge y se disuelve.

Y luego está Dottie, la mujer que, según cuentan quienes trabajaron junto a Leiter, “sabía ser inocente en un momento y terriblemente seductora al siguiente”. Las fotografías expuestas en Monza, todas sin fecha, hablan de un tiempo que se alarga bajo la luz recortada de la tarde. Los reflejos dibujan geometrías en su rostro, sus brazos, su cuello. El cuerpo se disgrega en fragmentos, como si la mirada de Leiter se moviera a su alrededor sin invadirla nunca. La ventana parece cerrada, la habitación está en silencio, el deseo se convierte en luz. Es una danza de sombra y luz, donde la forma se acaricia sin definirse nunca.

Por último, Inez. Una de las imágenes más intensas (fotografiada hacia 1947 y pintada casi cuarenta años después) la muestra tumbada en una cama deshecha, con las piernas dobladas de forma desigual y los brazos extendidos más allá del borde del colchón, como en una rendición física, exhausta y dulce. Su cabeza está reclinada hacia atrás, casi cayéndose de la cama, su boca entreabierta y su mirada no fija en la cámara, sino que pasa rozándola. El pecho desnudo, empujado por la torsión, se expone con una naturalidad que no busca el efecto: no es un cuerpo posado, sino un cuerpo que simple y frágilmente permanece en el tiempo. A su alrededor, la habitación está llena de sábanas arrugadas, un libro con la cubierta doblada, una caja abierta en el suelo. Nada se oculta, nada se subraya. Es lo real, lo que sucede.

Pero es en el cuadro, realizado años más tarde, donde todo cambia. Leiter interviene con gouache y acuarela, transfigurando la carne en color. Los límites anatómicos se pierden en una vibración de morados, verdes, naranjas y el cuerpo se convierte en pintura, y la pintura, en memoria. Estas imágenes, vistas en conjunto, hablan de algo más allá de la fotografía, más allá de la intimidad, más allá incluso del amor. Hablan de una obstinada fidelidad a lo que fluye contra el viento: un tiempo diminuto, sensual, imperfecto. Un tiempo que no se adapta, que no se acelera, que no se deja ver necesariamente. La imagen, en Saul Leiter, nunca es un grito o una afirmación: es un susurro que se encarna, un cuerpo que sostiene una caricia incluso cuando la piel ya no está. Es una forma de resistencia carnal al frenesí del mundo. Sus tomas son como haikus visuales, construidos a partir de muy pocos elementos mirados de perfil que se condensan en una emoción frágil y contenida. Es en esta gramática mínima y suspendida donde toma forma la imagen de María, una de sus fotografías más líricas y complejas: una mujer absorta frente a un cristal, atrapada entre carteles, reflejos y sombras que se superponen como planos de conciencia. Nada está claro, todo es visible. Su figura, apesadumbrada y absorta, no se impone, sino que emerge tenuemente. Está ahí, pero en otra parte, y parece pertenecer más a la memoria que a la realidad.

Esta es la poética de Leiter: el arte de mirar sin invadir, de componer sin exponer y de representar el mundo no como aparece, sino como uno lo siente cuando lo mira desde dentro. En sus fotografías (así como en sus desnudos pintados, en los especímenes desgarrados, en los detalles domésticos acumulados como un lenguaje privado) sólo hay una cosa que realmente cuenta, y es la posibilidad de habitar el descarte, de permanecer. Observar lo que nos atraviesa y nos sobrepasa, permanecer inmóviles en el instante que nos retiene.

La lluvia suaviza los bordes, difumina las líneas, desactiva la geometría habitual de las cosas. Produce una topografía diferente de lo visible, en la que la solidez de las formas se rinde a una lógica más blanda, más abierta al error y a la variación. Los volúmenes se adelgazan, las superficies se curvan, la luz se difunde de formas inesperadas, transformando cristales y charcos en instrumentos ópticos. Lo real se redibuja. Y es precisamente en esta reescritura silenciosa donde el ojo de Saul Leiter se injerta como un cuerpo inmerso en un entorno que le llama a una nueva forma de atención.

Para comprender realmente su poética, la que se desprende de esta escucha atmosférica que transforma lo cotidiano en aparición, basta con observar una película rodada en la primavera de 2013. Leiter está en su estudio del East Village, sentado junto al gran ventanal que le acompaña desde hace décadas. Con él está Margit Erb, amiga y galerista, manejando la cámara. A su alrededor hay montones desordenados de impresiones fotográficas, tazas de café, acuarelas manchadas y olvidadas. Leiter coge un cuadro, lo mira y sonríe. “El problema de mis cuadros es que no los hago todos a la vez”, dice. Luego añade: “A veces me olvido. A veces los edito. A veces los retoco. El hecho de que haya empezado un cuadro no significa que lo haya terminado”. Vuelve a reír y cuenta que a De Kooning le gustó una de sus obras porque se le había pegado papel higiénico mientras se secaba y decidió dejarlo ahí. No por provocación, sino por inclinación. Porque lo que Leiter buscaba, al fin y al cabo, era la imprecisión, el casi nada. Y del mismo modo que podía dejar fácilmente un cuadro inacabado, en las fotografías dejaba que la imagen rondara entre la presencia y la desaparición.

Cuando Saul Leiter llegó a Nueva York tenía poco más de veinte años y aún menos certezas. Durante algunas noches durmió en Central Park, sin hogar y con la única idea de que el arte, tal vez, podría salvarle. Pronto encontró un piso en Perry Street, en Greenwich Village, y se aferró a los pocos afectos que le quedaban. De vez en cuando veía a una tía en Brooklyn y se entretenía con algunas llamadas a su madre, que seguía preocupándose por él como sólo las madres pueden hacerlo. “Siempre estaba preocupada por mí”, cuenta. “Se preocupaba por mantenerme a flote. Y me mantuvo a flote durante mucho tiempo”. Fue durante esos años cuando conoció a Richard Pousette-Dart, uno de los más jóvenes de los expresionistas abstractos, y fue durante ese mismo periodo cuando Saul empezó a hacer retratos en blanco y negro, con una atención silenciosa que partía del interior de la imagen. Una atención que ya entonces parecía mirar más allá de la superficie. Pousette-Dart se convirtió en uno de sus primeros sujetos, pero también en su primer mecenas: mostró la obra del joven a la galerista Betty Parsons, que se ofreció a exponerla.

El chico, intimidado, declinó la oferta. No tenía dinero para enmarcar los cuadros. Pero quizá más que eso, no había encontrado el valor para creer realmente en él. “Podría haber sido algo bueno”, dijo más tarde. “Podría haber formado parte del primer movimiento expresionista abstracto”.

No había ira en su recuerdo de esto, sino una tranquila aceptación de aquellos que, en algún momento, eligieron permanecer al margen. Leiter siempre pareció no buscar el clamor: proyectaba sus fotografías en la pared plana. Eso era todo lo que necesitaba, un pequeño público de amigos, unas cuantas sillas desvencijadas y la luz roja rompiendo en la pared como una plegaria.

Mientras tanto, seguía pintando. Sólo sus primeras obras fueron al óleo, ya que prefería el agua con su indecisión y la forma en que el color se expande sin control. Las revistas empezaron a fijarse en él y en sus fotografías en la década siguiente: Life publicó dos series que hoy siguen figurando entre sus obras en blanco y negro más intensas: Wedding as a Funeral y Shoes of the Shoeshine Man. Eran ejercicios de discreta ironía cotidiana, donde cada detalle está cargado de un melancólico doble fondo. En Boda como funeral, la paradoja está en la mirada. Es una celebración que, a través del objetivo de Leiter, se transforma en un velatorio. La revista Life contaba que el fotógrafo pasaba gran parte de sus días buscando la incongruencia, convencido de que la belleza impecable podía, con el corte visual adecuado, revelar una deformidad desconcertante; y de que lo obvio, si se captaba en el momento exacto, podía devolver la emoción de lo absurdo. Aquel día gris en la Quinta Avenida, vio a una multitud reunida en el exterior de una iglesia y, atraído por la mirada fija de los que estaban fuera y la compostura casi fúnebre de los que salían, levantó su Laica y disparó. Las imágenes que surgieron parecían una historia de luto, pero en realidad se trataba de una boda. Todo ello porque a Leiter no le interesaba registrar la verdad del acontecimiento, pues su mirada ya estaba en otra parte, en esa leve interferencia entre el parecer y el parecer, entre el gesto que celebra y el que contiene el dolor. Sus fotografías insinúan, cuestionan y enmarcan el mundo siempre cuando parece a punto de ceder, de derrumbarse. Y nunca hay juicio, sólo un profundo sentido de la fugacidad de las cosas, una triste ligereza que nunca desciende a la burla. De hecho, en el mismo título paradójico, revela una aguda perspicacia: no hay celebración que no contenga ya su fin, no hay unión que no lleve en sí misma el germen de la separación.

En el mundo de Saul Leiter, la pintura nunca fue una alternativa a la fotografía, sino más bien el aliento original, el gesto primigenio con el que intentaba tocar el tiempo. Empezó a pintar muy joven, hacia 1938, y nunca dejó de hacerlo hasta pocas semanas antes de su muerte, el 26 de noviembre de 2013. Pasó años y años en una práctica diaria, obstinada y silenciosa que precedió y abarcó toda su parábola fotográfica. Leiter pintaba para seguir vivo, para mantener a raya la soledad, para traducir una intuición en materia, para sentir que aún existe la posibilidad de plasmar aquello que aún no tiene forma. En su archivo reposan hoy más de cuatro mil obras, en su mayoría acuarelas, pero también aguadas, tintas y pinturas sobre fotografías, con una libertad que mezcla técnicas, soportes, intenciones. El color, en su obra, no tiene nada de decorativo o ilustrativo. No sirve para distinguir o destacar, sino que se convierte en un elemento estructural de la imagen, su clima, su voz.

Sus rojos son densos, atravesados por una materia visual que los hace porosos, estratificados, casi heridos. Son pigmentos que no acompañan al contenido, sino que lo hacen posible. Miró el color como una forma autónoma de pensamiento, e incluso sus referencias (Bonnard, Morandi, Rothko) nunca fueron fotográficas, sino profundamente ligadas a esa pintura que trataba la luz como sustancia, como acontecimiento dentro de la imagen.

Y así, incluso sus fotografías no parecen buscar el momento en el que algo sucede, sino aquel en el que todo se detiene, se dilata, se dispone a ser visto sin imponerse. En su producción, la frontalidad es una excepción. Los sujetos se muestran sólo parcialmente, atraviesan el espacio, quedan siempre justo fuera de la imagen en zonas equívocas, desequilibradas, borrosas: un rostro tras un cristal, una figura recortada por una sombra, una mujer que da la espalda mientras la luz difumina los bordes de su abrigo. La composición se desarrolla precisamente por ausencia de centro, por desplazamiento de la atención. Leiter construye imágenes que se sostienen sobre el precario equilibrio de los detalles, sobre el vacío que mantiene unidas las formas, sobre la transparencia que difumina el interior y el exterior, lo público y lo privado, la espera y el paso. En esta suspensión continua.

En esos mismos años en los que Nueva York celebraba los gestos monumentales del expresionismo abstracto con lienzos gigantescos, la retórica del ego y la confrontación física con la superficie, Leiter se mantuvo fiel a la escala diminuta, al acto íntimo. Franz Kline, por ejemplo, le había dicho: “Si trabajaras a lo grande, serías uno de los chicos”. Pero él no quería ser uno de los chicos. No quería hacerse grande, quería seguir siendo real. Sus fotografías, como sus cuadros, eran pequeños jazz domésticos, improvisaciones sin partitura, esbozos de un pensamiento que se convertía en gesto, de una emoción que afloraba sin aspavientos.

En los años setenta, cuando su carrera en la moda estaba llegando a su fin, Saul Leiter pasaba días enteros en un cuarto oscuro del East Village, imprimiendo casi obsesivamente miles de negativos en blanco y negro: mujeres a las que había amado, habitaciones atravesadas por una luz cansada, fragmentos de una vida que había preferido no exhibir. Creó un libro In My Room (En mi habitación ), que nunca vio la luz en vida, como si durante décadas Leiter hubiera guardado esos retratos íntimos, profundamente afectuosos y nunca petulantes o ilustrativos, del mismo modo que uno guarda un secreto demasiado frágil para que el mundo lo vea. En esas imágenes, a menudo tomadas a través de una puerta semicerrada, de un espejo, de una distancia doméstica que nunca se convierte en voyeurismo, está toda su mirada: pictórica, respetuosa, melancólica. Sus mujeres duermen, ríen, se desnudan o leen y no son musas, ni fantasmas eróticos, sino presencias reales, obstinadas en su irreductible realidad. Algunas fotografías como las de la serie Lanesville de 1958 (único núcleo de desnudos en color) prefiguran ya su futuro trabajo para Harper’s Bazaar, pero no participan de la estética lustrosa del deseo. Son más bien el intento más dulce de retener algo que el tiempo, despiadado, se fue llevando.

Tras su muerte, los polvorientos cajones de su estudio revelaron lo que Leiter había callado durante toda su vida: un archivo interminable de pequeños retazos (como él los llamaba) recortados, arrugados, metidos entre las páginas de los libros, como si la obra nunca hubiera estado destinada a la pared de un museo, sino al acto mucho más cruel y cotidiano de recordar. Algunos eran desnudos pintados a mano, con la misma paleta que sus acuarelas, otros eran ejemplares impresos con los bordes triangulares aún visibles, nunca terminados, nunca dispuestos como muestra la fotografía de Jay de 1957. En cada una, la misma meticulosa atención al detalle irrepetible, el rostro que se desplaza sólo un poco, la luz que cae sólo ahí, en ese punto exacto, perfecto. Nunca hay pie de foto ni voluntad de explicación y él mismo, cuando se le preguntaba por la identidad de las mujeres retratadas, respondía con una pregunta: “¿Sabes guardar un secreto?” e inmediatamente después, sin esperar respuesta, sonreía: “Yo también”. En esas imágenes redescubiertas está todo lo que escapa a la crónica fotográfica y a la retórica de la revelación: hay un hombre que mira, y al mirar no roba, no se desnuda, no posa. Hay un hombre que atravesó el siglo con paso de costado, quedándose en una habitación mientras el mundo corría hacia otra parte, y confió lo más auténtico de su mirada a pequeñas presencias.

Una imagen extremadamente poderosa, por ejemplo, es la de Jay en la bañera, fechable hacia 1958: su cuerpo sumergido en el agua, la tela cubriéndole el pubis, la cabeza inclinada, la mirada bajando hacia sí mismo. Es un retrato casto y crudo a la vez, donde el deseo se equilibra entre el pudor y el abandono. Donde la transparencia lechosa del agua y el corte fotográfico cercano pero nunca intrusivo hablan de una vulnerabilidad atravesada por la belleza. O también, en la obra doble que la retrata sentada con un cigarrillo entre los dedos, la comparación entre la fotografía de 1963 y la reelaboración pictórica de los años 90 muestra cómo, para la artista, la memoria nunca está fijada para siempre, sino en constante metamorfosis. El color se estratifica y el papel se convierte en piel, reteniendo el tiempo y, al mismo tiempo, dejándolo escapar. Jay aparece absorta, viva, y en la versión pintada casi transfigurada, inmersa en un mundo de tonos acuosos y formas esquivas. Ella sigue ahí, pero también está en otra parte, y el cuerpo se convierte en un eco, mientras que la pose es un resto que surge y se disuelve.

Y luego está Dottie, la mujer que, según cuentan quienes trabajaron junto a Leiter, “sabía ser inocente en un momento y terriblemente seductora al siguiente”. Las fotografías expuestas en Monza, todas sin fecha, cuentan la historia de un tiempo que se alarga en una tarde de luz cortada. Los reflejos dibujan geometrías en su rostro, sus brazos, su cuello. El cuerpo se disgrega en fragmentos, como si la mirada de Leiter se moviera a su alrededor sin invadirla nunca. La ventana parece cerrada, la habitación está en silencio, el deseo se convierte en luz. Es una danza de sombra y luz, donde la forma se acaricia sin definirse nunca.

Saul Leiter, Cortina roja, 1956 © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Cortina roja, 1956 © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Sin título, s.d. © Saul Leiter Foundation
Saul Leiter, Sin título, s.d. © Saul Leiter Foundation

Por último, Inez. Una de sus imágenes más intensas (fotografiada hacia 1947 y pintada casi cuarenta años después) la muestra tumbada en una cama deshecha, con las piernas flexionadas de forma desigual y los brazos extendidos más allá del borde del colchón, como en una rendición física, exhausta y dulce. Su cabeza está reclinada hacia atrás, casi cayéndose de la cama, su boca entreabierta y su mirada no fija en la cámara, sino que pasa rozándola. El pecho desnudo, empujado por la torsión, se expone con una naturalidad que no busca el efecto: no es un cuerpo posado, sino un cuerpo que simple y frágilmente permanece en el tiempo. A su alrededor, la habitación está llena de sábanas arrugadas, un libro con la cubierta doblada, una caja abierta en el suelo. Nada se oculta, nada se subraya. Es lo real, lo que sucede.

Pero es en el cuadro, pintado años más tarde, donde todo cambia. Leiter interviene con gouache y acuarela, transfigurando la carne en color. Los límites anatómicos se pierden en una vibración de morados, verdes, naranjas y el cuerpo se convierte en pintura, y la pintura, en memoria. Estas imágenes, vistas en conjunto, hablan de algo más allá de la fotografía, más allá de la intimidad, más allá incluso del amor. Hablan de una obstinada fidelidad a lo que fluye contra el viento: un tiempo diminuto, sensual, imperfecto. Un tiempo que no se adapta, que no se acelera, que no se deja ver necesariamente. La imagen, en Saul Leiter, nunca es un grito o una afirmación: es un susurro que se encarna, un cuerpo que sostiene una caricia incluso cuando la piel ya no está. Es una forma de resistencia carnal al frenesí del mundo. Sus tomas son como haikus visuales, construidos a partir de muy pocos elementos mirados de perfil que se condensan en una emoción frágil y contenida. Es en esta gramática mínima y suspendida donde toma forma la imagen de María, una de sus fotografías más líricas y complejas: una mujer absorta frente a un cristal, atrapada entre carteles, reflejos y sombras que se superponen como planos de conciencia. Nada está claro, todo es visible. Su figura, apesadumbrada y absorta, no se impone, sino que emerge tenuemente. Está ahí, pero en otra parte, y parece pertenecer más a la memoria que a la realidad.

Esta es la poética de Leiter: el arte de mirar sin invadir, de componer sin exponer y de representar el mundo no como aparece, sino como uno lo siente cuando lo mira desde dentro. En sus fotografías (así como en sus desnudos pintados, en los especímenes desgarrados, en los detalles domésticos acumulados como un lenguaje privado) sólo hay una cosa que realmente cuenta, y es la posibilidad de habitar el descarte, de permanecer. Observar lo que nos atraviesa y nos sobrepasa, permanecer inmóviles en el instante que nos retiene.


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