Cuerpos, mar, deseo: el mundo de Néstor Martín-Fernández. Cómo es la exposición del Reina Sofía


Néstor Martín-Fernández, la reveladora poesía pictórica de Canarias: el Museo Reina Sofía de Madrid abre sus puertas hasta el 8 de septiembre al pintor modernista de Las Palmas, que a su vez nos introduce en el ambiguo universo de los sueños, el eclecticismo, el deseo y la verdad.

“Néstor reencontrado” estremece a cualquier visitante del Reina Sofía que tenga claras sus ideas sobre los límites del arte. No es difícil, cuando uno se da cuenta de que no se está metiendo en una exposición, sino en una envolvente y completa atmósfera. Los peces de Néstor no nadan, levitan. Sus cuerpos desafían el peso y la materia. El mundo que Néstor Martín-Fernández de la Torre (1887-1938) despliega ante nosotros es un mundo que no pertenece a las categorías que el arte y la vida se empeñan en trazar.

Néstor es glamour y misterio, Eros y Tánatos, y el Reina Sofía tiene el privilegio de albergar en estos momentos una realidad hermosamente transfigurada. Su lenguaje absorbe modernismo, simbolismo, tipismo canario, prerrafaelismo y muchos otros “-ismos”, pero ninguno de esos nombres lo encierra; son meras coordenadas que él diluye en su propio mapa personal.

El pintor, palmense orgulloso y defensor de la identidad canaria, creció rodeado de influencias que quizás fueran las que marcaran el rumbo de su obra: quizás su tío barítono, que cantaba en teatros internacionales, le mostró las maravillas de los escenarios y las máscaras; quizás su primo, escritor isleño, le enseñó que una obra no está completa si todas sus partes no son coherentes; y quizás fuera el amor que sentía hacia su hermano arquitecto, quien diseñaría marcos para sus sueños pictóricos, el que le impulsó a esforzarse hasta lograr exactamente lo que buscaba.

Desde su adolescencia, Néstor bebió de maestros como el retratista y paisajista Nicolás Massieu, el impresionista Eliseo Meifrén o el realista y luminista Rafael Hidalgo de Caviedes. A los trece ya mostraba sus primeras obras; a los catorce, estudiaba en Madrid; a los diecisiete, Londres y el descubrimiento de los prerrafaelitas y los simbolistas. Imagino que fue durante todas estas etapas —así lo sugieren sus obras más tempranas— las que le enseñaron que un cuerpo podía ser también un paisaje, y que, desde luego, a veces una imagen vale más que mil palabras.

Montaje de la exposición Néstor reencontrado
Maqueta de la exposición Néstor reencontrado. Foto: Museo Reina Sofía
Montaje de la exposición Néstor reencontrado
Planos de la exposición Néstor reencontrado. Foto: Museo Reina Sofía
Montaje de la exposición Néstor reencontrado
Planos de la exposición Néstor reencontrado. Foto: Museo Reina Sofía

Aunque pueda parecer una analogía algo extraña, caminar por la exposición de Néstor es como escuchar una melodía de Prince pintada en lienzo: cuerpos estirados en poses imposibles, abiertos y expandidos de manera casi irreal, pero que, deliciosamente, nunca pierden su naturalidad. Y es que no resultaría raro que el propio Prince, o el mangaka Hirohiko Araki, conocieran a Néstor Martín-Fernández de la Torre, ya que su estética es muy similar: el despliegue de cuerpos exagerados, teatrales, sin miedo a mostrarse sublimes o excesivos y, sin embargo, elegantes y glamurosos. Las figuras andróginas miran con insolencia al espectador, incitándole a conspirar contra unas normas de género que, en realidad, no deberían importar más que el deseo de libertad.

Néstor ha recuperado en las salas del Reina Sofía un matiz de los museos de la Antigüedad: aquel que, a través de las obras, representa saber y prestigio, y no solamente una invitación al ocio o a la educación popular. Porque eso hay en sus trazos: un manifiesto sobre cómo vivir la vida; un ensayo sobre cómo mirar el mundo.

Si sus dibujos fueran esculturas, estarían talladas en mármol al estilo más novecentista. Pero en la pintura, nace otra cosa: una épica griega en el dramatismo de sus composiciones, un Barroco en la torsión de las posturas, una paciencia japonesa para la precisión del trazo y una expresividad que se siente como si el óleo vibrara. Hay rostros femeninos, lujosamente encantadores, que podrían dialogar con aquellos de las mujeres de Mondigliani, lánguidos y provocadores. Sabe contenerse en una paleta mínima cuando busca quietud, y sabe desatarse en una orgía luminosa cuando quiere que el ojo titubee ante cierta representación. Su relación con el Art Nouveau y el Art Déco es compleja: toma del primero la línea sinuosa, la vegetación estilizada y el erotismo floral; del segundo, la geometría, el brillo, el amor por la superficie pulida.

Es por todo esto que la obra de Néstor no puede leerse solo desde el modernismo o el simbolismo, pues en ella hay una voluntad de “obra total” que lo acerca a la noción wagneriana de Gesamtkunstwerk, ese arte que integra pintura, escultura, escenografía, vestuario, arquitectura y hasta música. Si Wagner buscaba un teatro con una miscelánea de artes, Néstor lo materializa en su equivalencia visual. Y es que sus decorados teatrales, vestuarios y murales revelan a un creador que no necesita de “adherentes escenográficos”, en palabras del crítico Ángel Vegue y Goldoni, para impactar: todo en su obra tiene un carácter sustancial.

Críticos como Fabien Sollar o José Francés (de los que se leen extractos en el reina Sofía), además del ya nombrado, confirmaron este eclecticismo integral en sus reseñas, subrayando que su arte no se apoyaba en artificios externos sino que surgía, pleno, de la esencia misma de su visión. El poeta Tomás Morales, en su Epístola a Néstor del Libro II de Las Rosas de Hércules, lo nombró “el señor de esta tierra ilusoria”, un sobrenombre que no es adorno. Néstor no buscaba imitar la vida, sino diseñarla de nuevo, como hacen los grandes artistas que no se conforman con reflejar el mundo, sino que lo reinventan.

Néstor Martín-Fernández de la Torre, Adagio (1903; óleo sobre lienzo, 121 x 117 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Adagio (1903; óleo sobre lienzo, 121 x 117 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, La germana de las rosas (1908; óleo sobre lienzo, 139,5 x 203,5 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, La germana de las rosas (1908; óleo sobre lienzo, 139,5 x 203,5 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Epitalamio (1909; óleo sobre lienzo, 210 x 231,5 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Epitalamio (1909; óleo sobre lienzo, 210 x 231,5 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Hércules prepara la tumba de Pirineos (1908-1909; óleo sobre lienzo, 300 x 290 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Hércules prepara la tumba de Pirineos (1908-1909; óleo sobre lienzo, 300 x 290 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Berenice (1909; óleo sobre lienzo, 211,5 x 211,5 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Berenice (1909; óleo sobre lienzo, 211,5 x 211,5 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Mantillas (1915; óleo sobre lienzo, 90 x 73 cm; Fundación Endesa). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Mantillas (1915; óleo sobre lienzo, 90 x 73 cm; Fundación Endesa). Foto: Fernando Cova del Pino

Néstor no fuerza nada: ni las escenografías que ideó para Manuel de Falla, Gustavo Durán –con quien mantuvo una relación amorosa– o para la bailarina Antonia Mercé o La Argentina, ni los decorados para óperas, ni los sátiros de labios carnosos que miran incitando al juego. Lo mismo el artista dota a un escenario de una nostalgia mitológica que envuelve a una figura en un mundo geométrico de Art Déco.

En este mapa personal, vale la pena detenerse en las coordenadas de sus series Poema del Atlántico y Poema de la Tierra. Lienzos donde peces, cuerpos y entorno se funden en un solo aliento, armonizando anatomía y paisaje en ritmos casi musicales. En estas obras, el agua, el viento y la carne están cerca de ser intercambiables. Su trazo es meditado, pero nunca frío: es el gesto de alguien que, con una mirada que desmenuza lentamente la realidad para analizarla, acaba componiendo la melodía de todo un carnaval cromático.

Néstor introduce un vocabulario iconográfico muy personal: los peces humanizados, las figuras andróginas de ojos almendrados, la fusión de anatomías con elementos marinos y volcánicos, como si los cuerpos fueran prolongaciones de la tierra y el océano. Aquí late algo que podríamos llamar “simbolismo atlántico”, una poética donde el mar no es fondo, sino personaje, y la insularidad se vuelve toda una estética.

Y lo mismo puede decirse de sus hombres en posturas femeninas y mujeres con cuerpos masculinos del Poema de la Tierra: en Néstor, del centro del lienzo al vértice del marco, toda pintura funciona en completa armonía. En sus mejores momentos, la exposición logra algo que cada vez parece ser más difícil en un museo: olvidarnos del mapa real para entrar en el mapa sugerido. Basta quedarse unos minutos frente a algún cuadro de estas series para sentir cómo el espacio se pliega sobre sí mismo. Los cuerpos parecen surgir del horizonte marino, los cabellos se confunden con algas, los músculos parecen alimentos frescos de la naturaleza. Uno sale de allí convencido de que la única forma de habitar el mundo es flotar, doblarse, derretirse.

La androginia, el deseo y lo onírico se entrelazan en una iconografía que, en su momento, fue transgresora y marginalizada, pero que hoy constituye una parte troncal de la agenda artística contemporánea. En este sentido, su obra dialoga con la de otros creadores obsesionados con lo híbrido: los dioses marinos de Arnold Böcklin, los cuerpos fluidos de Gustav Klimt o las metamorfosis de Odilon Redon. Como contrapunto, Néstor se distingue por la claridad con la que incorpora un imaginario local a un lenguaje cosmopolita. No es un pintor “canario” en el sentido folclórico, sino un artista universal que utiliza Canarias como un laboratorio de formas y símbolos.

Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema del Atlántico: La Tarde (1917-1918; óleo sobre lienzo, 147 x 147 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema del Atlántico: La Tarde (1917-1918; óleo sobre lienzo, 147 x 147 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema del Atlántico: Mar en reposo (1923; óleo sobre lienzo, 147 x 147 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema del Atlántico: Mar en reposo (1923; óleo sobre lienzo, 147 x 147 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Visiones de Gran Canaria (1928-1934; óleo sobre lienzo, 85 x 85 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Visiones de Gran Canaria (1928-1934; óleo sobre lienzo, 85 x 85 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Sátiro del Valle de las Hespérides (1930; técnica mixta sobre papel, 110 x 128 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Sátiro del Valle de las Hespérides (1930; técnica mixta sobre papel, 110 x 128 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema de la Tierra: La primavera (1934-1938; óleo sobre lienzo, 175 x 175 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema de la Tierra: La primavera (1934-1938; óleo sobre lienzo, 175 x 175 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor). Foto: Fernando Cova del Pino
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema de la Tierra: El Véspero (1934-1938; óleo sobre lienzo, 175 x 175 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)
Néstor Martín-Fernández de la Torre, Poema de la Tierra: El Véspero (1934-1938; óleo sobre lienzo, 175 x 175 cm; Las Palmas de Gran Canaria, Museo Néstor)

De hecho, Néstor, a caballo entre los siglos XIX y XX, materializó en lienzos el puente entre la tradición popular canaria con los lenguajes más sofisticados de la Europa finisecular. Él mismo reivindicó el carácter del tipismo canario como el más definido de entre las provincias de España. Hoy por hoy, elevar este carácter del folclore isleño a la categoría de símbolo universal y perdurable a lo largo de la historia es algo que solo ha logrado este artista. Quizás la excepción sean César Manrique o Martín Chirino, pero es el tiempo quien decidirá la fuerza de su huella en el futuro.

Juan Vicente Aliaga, el comisario de esta exposición, merece el reconocimiento de rescatar a Néstor de la húmeda y brumosa historia de Canarias para mostrarlo no solo como el talento plástico que es, sino también como un disidente, quizás impremeditado, de la rigidez moral y estética de su época. Su sensibilidad queer, su gusto por lo artificioso y su rechazo a someterse al realismo dominante lo apartaron de los manuales oficiales, pero también lo dotaron de una libertad que hoy podemos reconocer como revolucionaria. La exposición muestra perfectamente que Néstor pintaba como vivía: con la determinación de quien no pide permiso para existir.

Lo que me gustaría sacar de la exposición para traer a esta reseña, es el entendimiento de Néstor con respecto a que el arte no es solo un espejo, sino un océano que te envuelve, te hunde y te transforma. La experiencia de esta retrospectiva es la de un baño largo y profundo en aguas que no conocíamos pero que, al salir, sentimos nuestras. Por ello, es todo un privilegio poder sacar las olas de su Atlántico de esas playas algo lejanas y meterlas entre los muros del Reina Sofía, donde su murmullo se mezcla con voces antiguas —la de Tomás Morales, la de críticos y amigos, la suya propia— y nos dice que aún queda mucho por imaginar.

Y tal vez ese sea el regalo más grande que ofrece “Néstor reencontrado”: recordarnos que existe un lugar, tan real como ilusorio, en el que podemos ser libres. Un lugar donde la paciencia japonesa convive con el lujo barroco, donde el glamour no es un accesorio, sino una actitud vital, y donde la pintura no está obligada a imitar la vida porque ya es, en sí misma, una vida aparte. Un lugar que Néstor construyó con la precisión de un orfebre y la audacia de un revolucionario y que, ahora, nos abrir sus puertas para que entremos sin miedo.


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