¿Qué pasaría si hoy, como hacían en la antigua Grecia con las esculturas colocadas en santuarios y espacios públicos, las obras fueran retiradas de repente y por diferentes motivos porque obstaculizaban el movimiento y la circulación? Imaginemos que, como en aquella época, las autoridades competentes intervinieran con limpiezas periódicas y regulaciones precisas sobre el uso del espacio público. Quién sabe cuántos monumentos desaparecerían. Y por qué extraños motivos, probablemente antihistóricos. No es de extrañar, pues, que incluso una civilización tan atenta a la belleza y al decoro como la del imperio romano tuviera en uso la práctica de la damnatio memoriae; al fin y al cabo, se trata siempre de un tema de actualidad, como vemos que también en Italia ocurre algo parecido con la llamada cultura cancel: la recepción de imágenes siempre ha creado contrastes entre el culto adorador y el deseo de destrucción.
En Calabria, por otra parte, se da el caso de un escultor cuyas obras, por razones muy alejadas de las de la antigua Grecia y el Imperio Romano y muy alejadas de la idea de la cultura de la eliminación, han “desaparecido” sin embargo. Estas obras, realmente extraordinarias y numerosas, han permanecido conservadas pero poco accesibles en la casa-taller desde la muerte del artista en 2012. Y concentradas, a decir verdad, en un espacio estrecho y, además, privado, por lo tanto prácticamente invisible. Con motivo del centenario de su nacimiento, se barajan varias hipótesis: por ejemplo, trasladar las esculturas a otro lugar, a un espacio público, para que tengan más visibilidad y puedan ser redescubiertas por la comunidad. ¿Podría ser esta una idea agradable e incluso factible? ¿Y cómo resucitar a este escultor olvidado y sus obras sin traicionar su lugar de origen? Pero antes de responder, demos un paso atrás. ¿De quién estamos hablando? ¿Quién es este escultor? He aquí su historia.
No hace muchos años, vivía en Calabria un hábil “artesano” que sabía “forzar” sus hábiles manos entre la arcilla y las piedras duras, el bronce y el mármol, para dar forma y sustancia al material escultórico. Se llamaba Giuseppe Correale y esculpía el tiempo con sus manos, dándole forma a su gusto. Era un artista extraordinariamente capaz de sintetizar la esencia de la escultura en diferentes configuraciones, desde bustos a crucifijos y maternidades, desde bailarinas a variaciones de formas en el espacio, con resultados cuando menos sorprendentes, pero nunca suficientemente reconocidos.
Críticos de la talla de Achille Bonito Oliva y Marcello Venturoli y estudiosos calabreses como Sharo Gambino, Luigi Vento, Carlo Pascale y Salvatore Santagata han relacionado sus obras con las “superestrellas” de la escultura italiana como Miguel Ángel, Pollaiolo y Manzù, sin olvidar a su maestro Annigoni en el dibujo, e incluso las han comparado con las de algunos grandes extranjeros: Degas, Giacometti, Rodin y su seguidor Maillol, Brancusi, Arp, Moore. Razón de más, pues, para dar a conocer en este año del centenario a Correale y el refinamiento de su excelente obra. Y hacerlo significa no sólo reconocer de una vez por todas que fue un escultor irrepetible, sobre todo en relación con el esfuerzo que le costó perseverar y superar todos los obstáculos, sino también plantearnos una serie de preguntas sobre por qué, a pesar de su talento, la consideración de su valor no ha permanecido intacta a lo largo del tiempo y por qué sólo ahora pensamos en destacarlo. ¿Cómo hemos olvidado a Correale?
Empecemos por el principio, conociendo mejor a este maestro de la segunda mitad del siglo XX, recorriendo brevemente su biografía, preguntándonos en primer lugar qué tipo de camino recorrió para crear sus esculturas. ¿De dónde sacaba sus ideas? ¿Cuál era su proceso creativo? ¿Qué mundo vio para crear uno propio, a pesar de las adversidades de su lugar de origen, Calabria, y de la época en que le tocó vivir? Intentemos centrarnos más en la historia de Correale para adentrarnos en la obra de un maestro que es absolutamente necesario revalorizar.
Giuseppe Correale (Siderno, 1925 - 2012) era apenas un niño cuando, viviendo en una realidad que se debatía entre el atraso cultural y el escepticismo hacia las profesiones artísticas, dio sus primeros pasos en la disciplina quizá más compleja, la escultura. Sordo a otras razones, sus manos juguetean entre hojas de dibujo y moldes, putti... que elabora con simple arcilla. Las primeras obras que observa con interés son sobre todo de carácter religioso (los vaciados en yeso, por voluntad suya, se recogen en el Museo Diocesano de Gerace), que aún se conservan en aquellas iglesias de la zona cercana a Siderno que, desde Canolo a San Luca, pasando por Polsi y Siderno Superiore, se embellecerían más tarde con sus propios crucifijos, estatuas de santos y Madonas con Niño.
Los años de juventud en los que vivió en Siderno fueron muy difíciles: hambre, guerra, régimen fascista. A pesar de ello, empezó a surgir en él la necesidad de inventar la materia, de “traer el mundo al mundo”, elaborando una búsqueda plástica y conceptual que al principio brotaba de los restos de arcilla recuperados en el cercano horno de su pueblo. Con el tiempo, su método de trabajo y su investigación, más bien irregular, avanzan, sobre todo a partir del momento en que se incorpora a un taller de carpintería donde también se tallan ataúdes funerarios.
A las dificultades objetivas se añade la de su familia, de origen humilde. Su padre Francesco, cochero, no se interpone en su camino, su madre Vittoria Gozzi, bordadora, en cambio, se muestra perpleja (“contrita pero resignada”, ha argumentado el estudioso Meduri, “como la Virgen esculpida en bajorrelieve en el Via Crucis de Polsi”) ante lo que ve venir. La adolescencia pasa en un santiamén y ya estamos en el umbral de la Segunda Guerra Mundial, en 1943, cuando entre las ruinas de un edificio arrasado, con apenas diecisiete años, recupera una tabla de madera. Es el principio de algo, la chispa de un futuro brillante. El resultado que obtiene de los restos de aquella casa bombardeada es sorprendente: crea un bajorrelieve que representa a la Trinidad, una obra que será tan admirada que le pedirán que la exponga en el escaparate de una joyería. Junto a ésta, realiza en los mismos años una bella estatua de madera (de álamo), la llamada Madonna de la Paz, de estilo barroco, bautizada así con motivo de la firma del Armisticio en 1943. Aún se conserva en la iglesia de Santa Maria dell’Arco de Siderno y tiene un valor muy importante para la comunidad, ya que fue costeada por las mujeres de Siderno con una suscripción de 16.000 liras (unos 6.000 euros actuales). Poco después, las cosas empezaron a cambiar rápidamente, porque un clérigo florentino, Isnardo Bologni, de visita en la ciudad, se fijó en sus dotes artísticas, lo que impulsó al muchacho a trasladarse a Florencia. Luego, a partir de 1949, movido por su curiosidad, irá a América, persiguiendo un sueño que sólo será posible realizar gracias a la hospitalidad que le brinda un tío.
Hay que decir que si las esculturas de Correale son el producto de un milagroso entrelazamiento de talento y obstinación, cualidades que no le faltaban al joven, éste ha sabido “custodiarlas” con esmero a lo largo del tiempo, sobre todo desde que decidió “reparar” en silencioso recogimiento en su tierra natal. Su obra es extraordinaria ante todo porque se ha caracterizado por una resuelta obstinación en no ceder a los compromisos del mercado, incluso cuando las demandas de exposiciones en galerías procedían de las grandes salas de arte. Sólo así pudo suceder que quienes se adentraron en el universo caleidoscópico de su taller, como muchos hicieron, empezaran a perderse en las “palabras” de esos rostros de mármol o terracota, vagando entre manchas dearcilla fresca, rodeados por todas partes de cinceles, gradina, subbie... Correale es en el polvo del mármol o de la piedra donde prefería hundir las manos, sentir al tacto cada consistencia impalpable.
El escultor volverá pronto a Calabria. Regresa allí, como decíamos, tras varios años pasados en Florencia, que fue la primera gran maestra para su formación artística, donde asistió a la Escuela Libre del Desnudo con grandes artistas como el pintor Pietro Annigoni y el escultor Corrado Vigni. Aquí se adentró en el uso de la arcilla para crear sus primeras verdaderas obras en terracota. Más tarde viajó a Nueva York, en 1949 (estancia pronto interrumpida porque fue denunciado por inmigración irregular y luego repatriado), y luego en 1953 y 1969, periodos en los que América estalló con el Expresionismo Abstracto y más tarde con el Pop Art. En Estados Unidos realizó varias esculturas de diseño para escaparates de la ciudad, lo que fue determinante porque le permitió continuar sus estudios en la Academia de Bellas Artes y luego ampliar sus conocimientos en la Art Students League de Manhattan, incluido el trabajo con modelos.
Cuando, como para cerrar un círculo, regresó en 1971 a su casa, el lugar donde empezó todo, con su esposa Mary Josephine Proto (con la que se casó en 1963 y con la que tendría tres hijos que cuidaron y apreciaron el delicado legado), el artista tenía poco menos de cincuenta años. No es un regreso fácil, Calabria es una tierra que “arde” en “tiempo lento”, “se estanca” en una dimensión de indolente lentitud, elemento que sin embargo favorece la meditación plástica del escultor. Sin embargo, arraigarse de nuevo en el Sur es una elección conflictiva, porque alejarse de los círculos artísticos más animados del mundo le pone en crisis. A partir de cierto momento, sin embargo, la opción de la pura investigación poética prevalece sobre la del mercado. Nueva York será pues la metrópoli que abandonará sin demora, justo cuando se da cuenta de que desde hace demasiado tiempo su actividad, por prolífica y rentable que sea, se desvía “peligrosamente” hacia un aspecto más comercial que puramente artístico, y esto no es aceptable, no es afín a su manera de concebir la escultura y la vida misma. En este sentido, Correale, que era un hombre generoso y un artista que donaba a menudo muchas de sus obras, conocía el valor de las cosas: más de una vez -nos cuenta su hijo Francesco- ante ofertas inesperadas por algunas de sus esculturas que no estaban a la venta, “se resistió”, no permitió que el dinero dictara las reglas, no permitió que comprara su ética y la delicadeza poética de su obra.
Su silenciosa e incansable investigación escultórica nunca sigue la misma dirección: es como si el artista estuviera atravesado por mil intuiciones y quisiera experimentar continuamente, alcanzar siempre la perfección, intentar penetrar en los secretos con los que un material toma forma... De hecho, meditaba sobre una manera de esculpir consagrada a Miguel Ángel, pero también descubría los misterios del corazón humano, “para cantarlos, para hacer de ellos formas espaciales”: una poética personal de la escultura que desde la exaltación de la figura humana, hasta el aflato religioso, con el tiempo se convertiría también, como de hecho fue, en una instancia de acalorado escrutinio social.
Hablábamos de cómo a lo largo de los años su obra tuvo paralelismos con la de Manzù o Moore, Giacometti y Jean Arp, pero también habría otras comparaciones que hacer, por ejemplo con Schiele en la forma de entender la delgadez de los bajorrelieves del Vía Crucis y, siempre con el Santuario de Polsi en mente, incluso se le puede comparar con la escultura medieval de madera, en particular la alemana con sus líneas secas, angulosas y en cualquier caso dramáticas. En otros aspectos, por ejemplo, para la representación de la Deposición, también viene a la mente la Lamentación de Cristo muerto de Niccolò dell’Arca. Pero observando estas yuxtaposiciones más de cerca, las esculturas de Giuseppe Correale también podrían enmarcarse por temas, no sólo por periodos o estaciones, y de este modo las similitudes con Alberto Giacometti, con su fascinación por las formas etruscas, por ejemplo, serían más estrictas y en realidad más evidentes. Observemos, para hacernos una idea, cómo se estrechan las líneas escultóricas de Correale cuando construye los bronces filiformes de la Deposición o los Proscritos, o los delAcróbata y la Contorsión. Hay muchos rostros demacrados tanto en Giacometti como en Correale. Reducidos a un estado casi larvario, como un tesoro de imágenes de las dramáticas consecuencias de la guerra.
El lenguaje del escultor, sin embargo, sigue siendo el de “su tiempo, su gente, sus lugares y su historia” (Caterina Meduri, Giuseppe Correale. Le forme di una Fede, Iiriti, 2024). Una lengua materna que se vuelve cada vez más humana en la representación escultórica de las formas que expresa. Pensemos siempre en los paneles Polsi donde, de estación en estación, los rostros de delgados y angulosos se vuelven cada vez más suaves, para terminar en el bronce efébico y casi andrógino del Cristo resucitado. Pero son tantas las formas sobre las que se ha posado la atenta mirada de Correale: están las formas de la Ballerine, formas aéreas y revoloteantes de travertino o bronce, están las numerosas Maternidades, con líneas siempre cambiantes que a veces incluso se convierten en símbolos de la cultura japonesa, verdaderos “ideogramas” de piedra (M. Venturoli, Il giornale di Siderno e della Locride, 1999). No siempre son madres dóciles que acogen a sus hijos en su seno: las de Correale son mujeres estrictas que acostumbran a sus hijos a la complejidad de la vida. Y es precisamente en esta elección -según Sharo Gambino- donde se revela el carácter popular de la escultura y el alma de Correale. El escritor y estudioso de Serra San Bruno lo cuenta en un artículo escrito en 1978 donde recuerda el asombro que sintió en su primera visita al estudio sidernese.
De estilo ecléctico, en el sentido de que “puede tratar la piedra con la misma facilidad que el yeso, la madera con la misma facilidad que el mármol y el bronce” (Luigi Vento, Giuseppe Correale Scultore, 2008), pero de gusto popular, Correale prefiere esculpir las criaturas más frágiles, los “vencidos”, como el boxeador abatido; su escultura es una escultura realista, especialmente los retratos. Pero más allá de todo eso, sus esculturas transportan lejos del dato fáctico gracias a una sublimidad que hace las poses aéreas y sulfurosas, las formas alargadas, expresivas y esenciales, todas acrobacias escultóricas que, a pesar del peso del material, exaltan la ligereza, lo efímero, y alejan la piedra de la realidad de la finitud: hay más vacío que plenitud, en muchas obras las dimensiones cóncava y convexa convergen a menudo, al igual que lo inacabado, que lejos de ser tosco, se expresa en un resultado deliberadamente gestual, más rápido.
Son muchos los estudios que deberían emprenderse para profundizar en el conocimiento de la obra de Giuseppe Correale, y esta aportación es sólo una piedra arrojada al estanque cuyos efectos, sus círculos concéntricos, nos gustaría ver propagados, produciendo cambios significativos para una mayor sensibilidad de la zona de Locri hacia uno de sus hijos más brillantes. Por ejemplo, hay que indagar en los materiales que utilizaba, ya que Correale los seleccionaba siempre de forma diferente. A veces prefiriendo materiales raros como el mármol rosa y turbio de Portugal, otras veces eligiendo las piedras que encontraba a lo largo de los torrentes de los ríos, luego está la verdita, el granito o el travertino, pero también materiales extraescultóricos.
Otro estudio que debería realizarse (y que aquí sólo hemos planteado como hipótesis) es el del humus social e intelectual de la zona. Las estancias en Florencia y América fueron fundamentales en su carrera como artista, pero además de un estudio para documentar aquellos años, habría que estudiar también las circunstancias en las que el artista se encontró trabajando en Calabria, qué lenguaje “hablaba” su ciudad en aquellos años, quiénes eran, si los había, los artistas contemporáneos a él: sería importante entender qué obras pudo haber visto o conocido. ¿A quién frecuentaba? Sabemos que cerca de su taller estaba la “famosa” librería Gentile, donde se reunían muchos intelectuales de la época. Mi investigación “global” sobre Giuseppe Correale también quiere documentar el ambiente, que muchos dicen enrarecido, que se respiraba en aquel lugar, el aire que se respiraba, a quién se podía conocer al entrar.
La idea que subyace a este artículo, y que creo que podría ser la base de cualquier iniciativa futura, es volver a pensar en Correale como escultor fundamental del arte italiano, imaginarlo ocupando el lugar que merece en el repertorio artístico italiano, tanto porque laocasión del centenario, que nos recuerda la amplitud de su inmensa obra, no tiene desperdicio, y también para que sus obras, los grupos escultóricos, puedan verse por fin en un museo creado ad hoc, el “Museo Correale”, o mejor aún, instalado en una “Casa de la Escultura Correale”. Creemos que un lugar digno como un museo podría ser el resultado de un cuidadoso reconocimiento crítico de su obra y de una reconstrucción y catalogación de sus obras, pero también un lugar de encuentro propulsor para estudiosos y aficionados a la escultura, así como un peculiar lugar de exposición. Un lugar, en definitiva, que pudiera albergar una parte significativa de las esculturas, que entre el exterior y el interior, como hace, por ejemplo, el museo Marguerite y Jean Arp del Tesino, pudiera ofrecer un recorrido adecuado, más aprovechable. Un espacio entre público y privado, donde los herederos puedan mantener siempre tenso el hilo que les une a su padre, y a través del cual, al mismo tiempo, junto con el incunable de Via Romeo, puedan darlo a conocer más fácilmente y permitir que su valor “deflagre” finalmente en la galaxia artística italiana e internacional. Debe ser una operación, ésta, capaz de no traicionar el sentimiento de intimidad propio del taller donde nacieron muchas obras, como un milagro. No un traslado forzoso, por tanto, sino un regalo al territorio, a toda la comunidad. De hecho, cabe preguntarse si una de las razones más plausibles por las que las esculturas de Correale están ahora “apartadas” de la memoria, completamente olvidadas, es precisamente el actual espacio expositivo, que, aunque cuidado y puesto a disposición por sus hijos, puede haber influido en parte considerablemente en ello. Un lugar del alma donde esas mismas esculturas han quedado para siempre “clavadas” a los ojos de quienes las han visto: el taller mudo de Giuseppe Correale, el lugar donde también él, incansable creador de belleza, se vio obligado a la inmovilidad en los últimos años.
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