¿Qué ha sido del escándalo en el arte contemporáneo?


Hubo un tiempo en que el escándalo en el arte era un lenguaje: un desafío a las convenciones, una ruptura. Hoy, sin embargo, el mecanismo parece atascado. Un desnudo, un peluche, una blasfemia en una galería, todo parece ya visto. Y el público no se indigna: se encoge de hombros. ¿Es el arte el que ya no sabe escandalizar, o somos nosotros los que hemos perdido la capacidad de escandalizarnos? El artículo de Federica Schneck.

Hubo un tiempo en queel arte podía incendiar las plazas. Cuando Manet expuso su Olympia en 1865, la burguesía parisina gritó indignada: no se trataba del desnudo en sí, sino de la mirada directa de la modelo, que no se dejaba consumir, sino que desafiaba al observador. Cuando Duchamp colocó un urinario volcado sobre un pedestal y lo llamó Fontana (1917), no fue sólo una provocación, fue un terremoto cultural. Cuando los futuristas gritaban en sus manifiestos “¡Matad la luz de la luna!”, no sólo rechazaban la tradición, sino que lanzaban una guerra contra el gusto público. El escándalo fue la chispa que obligó a la sociedad a mirarse en el espejo. Hoy, sin embargo, ¿qué ha sido de esa fuerza desestabilizadora?

En las décadas de 1960 y 1970, artistas como Piero Manzoni, Joseph Beuys o Marina Abramović siguieron jugando con el límite, transformando el cuerpo, el gesto, la vida misma en materia artística. El escándalo era un lenguaje: un desafío a las convenciones, una ruptura con los mercados, con la política, con la moral. Hoy, sin embargo, el mecanismo parece haberse atascado. El escándalo ya no escandaliza: se ha vuelto previsible, casi esperado. Una fotografía de cuerpos desnudos, una instalación de sangre o de animales disecados, una blasfemia gritada en una galería, todo parece ya visto, ya codificado. Y el público, lejos de indignarse, a menudo se encoge de hombros. El arte que quería ser grito se convierte en eco. ¿Es por tanto el arte el que ha perdido el poder de escandalizar, o somos nosotros los que hemos perdido la capacidad de escandalizarnos?

Édouard Manet, Olympia (1863-65; óleo sobre lienzo, 130,5 x 190 cm; París, Museo de Orsay)
Édouard Manet, Olympia (1863-65; óleo sobre lienzo, 130,5 x 190 cm; París, Museo de Orsay)
Marcel Duchamp, Fuente (1917 [1964]; loza blanca recubierta de esmalte y pintura, 63 x 48 x 35 cm; París, Centro Pompidou)
Marcel Duchamp, Fuente (1917 [1964]; loza blanca recubierta de esmalte y pintura, 63 x 48 x 35 cm; París, Centro Pompidou)

Hay un hecho que no podemos ignorar: el mercado del arte contemporáneo tiene un enorme poder para absorber, neutralizar y transformar el escándalo en mercancía. Una obra que nace para escandalizar es inmediatamente enmarcada, asegurada, vendida por sumas astronómicas. Damien Hirst, con sus tiburones de formol, ha convertido la provocación en una fábrica de millones. Maurizio Cattelan, con su Comedian (el plátano pegado a la pared), generó más memes que discusiones filosóficas, y fue inmediatamente citado y replicado. El escándalo, en resumen, ya no socava el sistema: lo alimenta. Y así se vuelve previsible, funcional, incluso tranquilizador. Lo que ayer era sacrilegio, hoy es marketing.

También hay que decir que a menudo confundimos el escándalo artístico con el escándalo mediático. Se habla de una obra porque “es noticia”, no porque realmente toque la fibra sensible de la sociedad. El arte, en este sentido, corre el riesgo de quedar reducido a una provocación fácil, a un titular de prensa. Pero el verdadero escándalo, el que desplaza una frontera, el que obliga a repensar el mundo, es otra cosa. Si Duchamp, Manet o los futuristas escandalizaron, fue porque tocaban cuestiones profundas: la relación con el cuerpo, con la moral, con el tiempo. Hoy, con demasiada frecuencia, las provocaciones artísticas parecen consumirse en un instante, sin asentarse.

Tal vez, sin embargo, la cuestión no sea sólo el arte. Quizá seamos nosotros, el público del siglo XXI, los que hemos desarrollado una especie de callo. Estamos acostumbrados a las imágenes de violencia, a la pornografía generalizada, al lenguaje irreverente que circula sin filtro por las redes sociales. En un mundo en el que todo puede verse y consumirse en segundos, ¿qué puede escandalizarnos ya realmente?

Nuestro umbral de sensibilidad ha cambiado, y con él el papel del arte. Las obras que en otro tiempo habrían sacudido un salón burgués corren ahora el riesgo de colarse entre las historias de Instagram. Sin embargo, el escándalo no ha muerto: se ha desplazado. Ya no está en la desnudez o la blasfemia, sino en su capacidad para tocar temas colectivos: el cambio climático, la migración, la desigualdad. Nos escandaliza no tanto la obra en sí, sino el impacto político y social que puede tener. Pensemos en las acciones de activistas que, en los últimos años, han arrojado sopa o pintura contra los cristales que protegen obras maestras como la Gioconda o Los Girasoles de Van Gogh: no querían destruir la obra, sino gritar que el arte corre peligro de sobrevivir en un mundo en llamas. ¿Es esto un escándalo? ¿O es más bien una llamada desesperada a nuestra indiferencia?

Damien Hirst, La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo (1991; vidrio, acero pintado, silicona, tiburón y solución de formaldehído; 217 x 542 x 180 cm)
Damien Hirst, The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (1991; vidrio, acero pintado, silicona, tiburón y solución de formol; 217 x 542 x 180 cm)
Maurizio Cattelan, cómico (2019)
Maurizio Cattelan, Comediante (2019)

Aquí, pues, se abre la cuestión: si el arte quiere realmente volver al escándalo, debe dejar de jugar con viejos trucos. Ya no basta con exponer un cuerpo, profanar un símbolo religioso, pegar una fruta en la pared. El escándalo de hoy debe ser pensado, debe generar un verdadero debate, no sólo titulares. Quizá el escándalo del futuro sea precisamente esto: no la enésima provocación “Instagrammable”, sinouna obra que nos obligue a detenernos, a cambiar de perspectiva, a cuestionar nuestra anestesia cotidiana.

Entonces, ¿qué ha sido del escándalo en el arte contemporáneo? Quizá no ha desaparecido, pero sí se ha transformado, obligándonos a espectadores, críticos, comisarios, a revisar nuestras categorías. Quizá seamos nosotros los que tengamos que aprender a escandalizarnos de nuevo, no ante el gesto sensacionalista, sino ante la sustancia de las cosas. Entonces, ¿queremos un arte que nos sacuda, que nos ponga en crisis, que nos obligue a pensar? ¿O nos conformamos con un arte que nos divierta, nos entretenga, nos tranquilice con la máscara del escándalo? La respuesta, como siempre, no está en las galerías, sino en nuestro interior.


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