“El arte debe incomodar a los cómodos y confortar a los incomodados”, decía CésarCruz. Pero, ¿qué ocurre cuando es precisamenteel arte lo que incomoda a quienes detentan el poder cultural o político? Y cuando unaobra es eliminada, borrada, oscurecida, ¿podemos seguir hablando de libertad expresiva en el mundo del arte contemporáneo? El reciente caso del artista libanés-australiano Khaled Sabsabi en la Bienal de Venecia nos obliga a interrogarnos sobre estas cuestiones cruciales.
Sabsabi, conocido por su obra poética y meditativa que explora la identidad diaspórica, la memoria colectiva y la espiritualidad en contextos de conflicto, iba a exponer una videoinstalación en el Pabellónde Australia en la edición de 2026 de la Bienal de Venecia. La obra, titulada 99 Names, era una inmersión en la dimensión místicadel Islam, centrada en los noventa y nueve nombres de Dios de la tradición sufí, acompañada de imágenes de rituales comunitarios en lugares asolados por la guerra. Pero pocos días después del anuncio oficial, la obra fue retirada por el comisario, oficialmente por “razones logísticas”, extraoficialmente debido a presiones relacionadas con su “sensibilidad política” en un contexto internacional ya de por sí tenso.
La retirada de la obra de Sabsabi levantó un eco de polémica en el mundo del arte, hasta el punto de que al final Creative Australia, el organismo público que gestiona la presencia australiana en la Bienal, decidió readmitir a Sabsabi y al comisario Michael Dagostino tras una “revisión independiente”. Algunos críticos han hablado abiertamente de censura, de una capitulación inaceptable ante el temor de herir sensibilidades políticas o religiosas. Otros, en cambio, han hecho hincapié en el actual contexto mundial, en el que el arte que toca temas religiosos o geopolíticos es fácilmente instrumentalizado o malinterpretado.
Pero la cuestión, independientemente de la posterior readmisión del proyecto de Sabsabi, es más amplia y profunda: ¿cuál es el papel delarte contemporáneodentro de las instituciones culturales hoy en día? ¿Debe posicionarse necesariamente como un espacio de ruptura, aun a costa de ser provocador? ¿O debe asumir el papel más complaciente de “embajador cultural”, evitando el riesgo de conflicto?
En el caso de 99 Names, la cuestión se complica. La obra no es ni una denuncia política ni una provocación religiosa, sino más bien una invitación a la contemplación. Sabsabi, converso al Islam que creció entre Beirut y Sydney, propone un lenguaje visual que busca unir, no dividir. ¿El hecho de que este mismo tipo de obras se perciban como “problemáticas” indica una creciente fragilidad del sistema artístico, más preocupado por la aceptabilidad que por la sustancia?
Las bienales, de Venecia a Berlín, de Gwangju a São Paulo, se presentan como espacios de libertad radical, lugares donde se celebran las voces más audaces, las visiones más inquietas, las narrativas menos escuchadas. Pero, ¿hasta qué punto es real esta libertad? ¿Y hasta qué punto, por el contrario, está condicionada por dinámicas de poder, por lógicas geopolíticas, por una industria cultural cada vez más vinculada a la diplomacia internacional? Sabsabi, un artista que ha hecho de la mediación intercultural el sello distintivo de su obra, se ha encontrado así víctima de una paradoja: su obra es “demasiado espiritual” para una escena artística que sólo tolera el Islam si es irónico o transgresor, y “demasiado política” para una diplomacia que teme cualquier referencia a Oriente Próximo. Pero, ¿puede existir todavía un arte capaz de escapar a estas restricciones?
No es sólo el caso de Sabsabi. En los últimos años, cada vez más artistas se han encontrado en situaciones similares: obras retiradas, textos cambiados, performances suspendidas. El lenguaje de la censura se vuelve sutil, mimético, a menudo oculto tras motivos burocráticos o aparentemente “neutrales”. Pero el resultado es el mismo: un campo artístico que se encoge, que teme la disidencia, que edulcora la complejidad. En este escenario, el público, nosotros espectadores, lectores, ciudadanos, tenemos una responsabilidad nada desdeñable. ¿Estamos dispuestos a enfrentarnos a obras que desafían nuestras certezas? ¿Somos capaces de aceptar narrativas diferentes, aunque nos resulten ajenas o incómodas? Y sobre todo: ¿podemos seguir pidiendo al arte que sea un lugar de verdad, incluso cuando esta verdad nos desestabiliza?
El caso Sabsabi no es sólo una polémica pasajera que ya ha remitido, sino una oportunidad para reflexionar sobre lo que significa hoy la libertad artística. ¿Es realmente libre el arte si tiene que adaptarse a criterios de conveniencia política? ¿Es el mundo del arte realmente inclusivo cuando excluye silenciosamente las voces que no se ajustan a las expectativas dominantes? En un momento en que la Bienal de Venecia sigue presentándose como un barómetro de la cultura mundial, la supresión inicial de 99 Names llevaba el peso de una contradicción sin resolver. Y quizá más que una respuesta, lo que nos queda es una pregunta: ¿seguimos dispuestos a defender el arte que nos incomoda? ¿O preferimos el que sólo nos confirma en lo que ya creemos saber?
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