¿Por qué el público es tan proclive a atacar a los críticos que se oponen a la banalización de la cultura? ¿Por qué fenómenos como Alberto Angela o Edoardo Prati deben considerarse inatacables? ¿Por qué quien insiste en la superficialidad, homologación y aplanamiento de ciertos productos culturales (los documentales de Alberto Angela, las incursiones sociales de Edoardo Prati, los vídeos de Roberto Celestri, etc.) y, al mismo tiempo, reclama un aumento del nivel de popularización, es acusado constantemente de arrogancia, mojigatería, prepotencia, incomprensión, envidia, elitismo, clasismo y esnobismo?
Mientras tanto, un paso atrás. En el fondo, el mecanismo no es nuevo. En la crítica (crítica de arte, crítica literaria, crítica musical, crítica cinematográfica, crítica de cualquier tipo), existe un patrón tan antiguo como la crítica misma: el crítico analiza un producto cultural específicamente diseñado, investigado y producido para un amplio consumo, lo machaca, y el público que se reconoce en ese producto tiende a defender el objeto de la crítica. Así viene sucediendo desde el siglo XIX, desde los orígenes de la literatura de consumo, desde que alguien descubrió que era posible satisfacer los gustos de un público amplio simplemente eliminando cualquier obstáculo, concentrando la atención en el propio producto, es decir, reduciendo el motivo de interés por un libro únicamente a la trama, que debía ser lo más sencilla y convincente posible. Hoy en día, casi nadie sabría decir quién es un Luciano Zuccoli, un Umberto Notari o un Guido da Verona. Y, sin embargo, eran tres de los escritores más vendidos en Italia a principios del siglo XX: conseguían sacar entre tres y cinco mil ejemplares al año de sus exitosas novelas (cifras que hoy parecen ridículas, pero que hay que comparar con la Italia de la época, con algo más de la mitad de la población actual y con un índice de analfabetismo que en 1911 superaba el 40% de la población). Ni siquiera D’Annunzio conseguía vender tanto como ellos. Guido da Verona, cuyo verdadero nombre era Guido Abramo Verona, fue continuamente objeto de críticas, hasta el punto de publicar un libro titulado Lettera d’amore alle sartine d’Italia (Carta de amor a las costureras de Italia) en el que, escribe Mauro Giocondi, experto en literatura de consumo, “declaraba que le importaban un bledo las observaciones de los distintos críticos y expertos, y que consideraba un honor ser leído por lectores sencillos e incultos, como las costureras a las que dedicaba el libro”.
El modelo se ha mantenido invariable a lo largo de los dos siglos transcurridos desde los albores de la literatura de consumo. Recientemente, sin embargo, ha surgido un nuevo fenómeno: el nacimiento de productos culturales que aplican los mismos elementos que han determinado y siguen determinando el éxito de la literatura de consumo (o del cine de consumo, o de la música de consumo, etcétera: argumentos atractivos y accesibles, encasillamiento, uso de elementos emocionales que capten la atención del público, simplificación del lenguaje, escritura directa, ritmo rápido, clichés y fórmulas ganadoras, conformidad con las expectativas, respuesta inmediata a los deseos del público, etc.) incluso a lo que antaño se hubiera considerado cultura intelectual. Simplemente no se trata de pensar en la popularización tout court, en la popularización per se, porque la popularización siempre ha existido: Michele Lessona, una especie de Piero Angela de finales del siglo XIX, uno de los primeros divulgadores de la historia italiana, publicó en 1869 un libro titulado Volere è potere (Querer es poder), una miscelánea de biografías de italianos que habían alcanzado el éxito en el arte, la ciencia, las letras y la industria gracias a su fuerza de voluntad: en diez años (en aquella época, la vida de un libro era bastante larga) consiguió vender treinta y cuatro mil ejemplares, una cifra extremadamente alta para la época. Y también existió un alto nivel de divulgación: limitándonos al arte, baste citar el ejemplo de Federico Zeri, muy hábil en el dominio de los lenguajes y los tiempos de la televisión y autor de algunos libros de éxito dirigidos a un público amplio. Su Dietro l’immagine (Detrás de la imagen), colección de cinco conferencias pronunciadas en 1985 en la Universidad Cattolica de Milán y dirigidas a un amplio público, sigue siendo uno de los ejemplos más luminosos de divulgación histórico-artística. Y lo mismo podría decirse de algunos libros, incluso recientes, de Vittorio Sgarbi (que debutó en este campo invirtiendo el libro de Zeri: su Davanti all’immagine también le valió un Bancarella).
Hoy en día, en televisión, tenemos que contentarnos con los divulgadores omniscientes à la Alberto Angela o Aldo Cazzullo, mientras que todo lo que se considere un poco menos superficial queda confinado a la Rai5. En otras palabras, tenemos que contentarnos con programas que lo centran todo en las anécdotas más trilladas, que reducen el arte a un argumento (el reciente documental de Angela sobre Van Gogh es un ejemplo de ello), lo convierten en un pretexto para confirmar estereotipos y clichés que el público ya conoce y tiende a escuchar con gusto, y eliminan cualquier forma de complejidad. E incluso esta forma de banalización, podría decirse sin duda, no es nueva: desde hace tiempo, el arte experimenta un proceso de debilitamiento deliberado, de eliminación de cualquier elemento molesto o incómodo, para acabar reducido a un “caramelo”, como habría dicho Tommaso Labranca, que ha hablado largo y tendido sobre este fenómeno. Estamos acostumbrados, escribió en Vraghinaroda (2016), a “un arte que nunca es inquietante, nunca es ambiguo, nunca es el punto de partida de un camino que te llevará a descubrir otra cosa y luego otra cosa”. Y atribuyó este desempoderamiento, esencialmente, al marketing: “Cualquier artista cruel, afeminado y desviado puede convertirse en kawaii: Basta con organizar una gran exposición con una impresionante campaña publicitaria, una página web interactiva, un prólogo de ensueño en el catálogo firmado por el concejal de Cultura pero escrito por un tercero, el álbum con los cuadros más famosos devueltos a la vida con el que pasar una relajante tarde zen coloreando los espacios marcados con números”. Los nombres son los de siempre: Caravaggio, Van Gogh, los impresionistas, Frida Kahlo, en parte Leonardo da Vinci. Todos corren la misma suerte.
La novedad es que la llamada popularización mainstream, la popularización con una cuota del quince por ciento, la popularización que llega a las librerías (pero también la popularización de los ejércitos de creadores e influencers que pueblan Instagram y Tiktok: sólo que son menos famosos y están más fragmentados, y de Edoardo Prati que llega a Fazio sólo hay uno cada quién sabe cuántos, pero la inmensa mayoría de los que triunfan entre los usuarios sociales se pueden comparar con esta tendencia), en lugar de oponerse a esta caramelización, podríamos llamarla, en cambio se ha dejado llevar por ella, la ha abrazado, la ha hecho suya: por eso hay poca diferencia entre un documental de Angela sobre Van Gogh y una ficción (de hecho: la ficción suele ser mejor). Ya no existe un Federico Zeri, ni siquiera se vislumbra un heredero de Sgarbi, ni siquiera existe, si se quiere, un Philippe Daverio, por razones no muy diferentes de aquellas por las que cada vez es más raro leer críticas de exposiciones. En televisión, también ha caído la última barrera: Si hace cincuenta años, frente a un Pasolini que advertía al público contra la homologación a la que nos obligaría la televisión (y que era criticado por esta postura, incluso señalado como partidario de una posición aristocrática), todavía se podía encontrar a un Enzo Biagi que le interpelaba sobre el hecho de que en cualquier caso en la televisión el público podía encontrar no sólo queso, sino también al propio Pasolini ofreciendo al público su punto de vista, hoy es difícil imaginar algo así. Si hace treinta o cuarenta años un Federico Zeri era una presencia bastante habitual en televisión, hoy no hay nadie que ocupe su lugar.
¿Por qué entonces el público tiende a atacar a quienes señalan, provocadoramente, que es mejor ver un reality show que oír a Alberto Angela hablar de Van Gogh, o que Edoardo Prati es genial haciendo de intelectual? Es un síntoma de un populismo cultural que, en su manifestación, tiene entretanto razones, podríamos decir, más bien inmediatas: una Angela o un Prati son percibidos como figuras tranquilizadoras, competentes, capaces de establecer una relación casi afectiva con el público. El crítico, en cambio, es siempre el molesto y tenebroso grano en el culo que no es capaz de hacer nada y, por tanto, se limita a criticar. El crítico es visto entonces como la figura que, al criticar a Angela, critica también al público: es como decir que se opta por una comunicación plana o estandarizada porque se es poco exigente o porque no se es capaz de entender a un Van Gogh más allá de la narración de su existencia, de su biografía. No es el caso (el público es más inteligente de lo que se cree), pero no importa: de todos modos se activa un mecanismo de defensa de la autoestima colectiva. Alberto Angela es percibido entonces como uno de los “pocos que quedan”, y en consecuencia es visto como un faro, un raro ejemplo de cultura en prime time, razón por la cual una crítica a un Angela es vista como una amenaza a algo precioso y frágil que hay que defender a toda costa (basta con ir a Raiplay o a Rai5 para darse cuenta de que la oferta cultural del servicio público es bastante amplia). Se podrían considerar entonces estas reacciones como un reflejo del tribalismo cultural que caracteriza nuestro tiempo: el público, en otras palabras, se identifica en lo que ve, en lo que lee, en lo que sigue. A los que ven los programas de Alberto Angela, a los que siguen las entrevistas de Fazio, a los que no se pierden un episodio de los debates de Gramellini, a los que inundan de corazoncitos las bobinas de los creadores con miles de seguidores, les gusta presentarse como parte de una Italia que ama la cultura, que no ve realitys ni programas basura, que frecuenta museos y exposiciones. Por eso es natural que cuando alguien critica a una Angela, a un Prati, a un Gramellini, el grupo reaccione. Entonces se pierde por completo la familiaridad con la crítica argumentada: como mucho, hoy en día, se comenta en las redes sociales. Y los llamados intelectuales a menudo rehúyen tomar posición, participar en un debate en el que se puede adoptar una postura incómoda, en el que se corre el riesgo de ser percibido como uno de los malos. En la sociedad paliativa, hay que ser bueno a toda costa.
Por el contrario, el público tiende a exaltar el corte ligero y superficial de los divulgadores del prime time, la ausencia de perturbación en los relatos de quien tiene que presentar la obra de un Van Gogh o un Caravaggio. Y es desarmante, a la vez que frustrante, porque no se trata de elitismo. Al contrario, el crítico suele tener un concepto más elevado del público que el público tiene a veces de sí mismo. Cuando se dice que los documentales de Alberto Angela o las divagaciones de un Edoardo Prati son perfectos porque llegan a todo el mundo, se asume implícitamente que a lo máximo que puede aspirar el público es a lo universalmente accesible, que la complejidad debe reducirse al entretenimiento, que la facilidad de acceso equivale a la calidad cultural. Quienes se ofenden y reaccionan de forma despreciativa y a menudo incluso violenta ante el crítico están defendiendo un modelo que lo infravalora. En la práctica, se está insultando a sí mismo y legitimando una producción que considera que sólo es capaz de recibir impulsos superficiales. Guido da Verona solía decir que es un honor escribir para modistas. Es más: si el gran público exige hoy cultura, es justo tratarlo con el debido respeto, como hacen quienes creen que el gran público también es capaz de enfrentarse a la complejidad. Pero la demanda tiende a satisfacerse con una oferta cada vez más superficial, cada vez más homologada, cada vez más plana. Algunos dirán que es mejor que nada, que en todo caso habrá público que reciba un estímulo a la cultura: mientras tanto, es difícil creer que un estímulo pueda surgir de una zona de confort, de una narrativa plana. Es más probable que el impulso surja de lo nuevo, lo no inmediato, lo ambiguo, lo insólito, lo no convencional, es decir, de situaciones que generen un deseo de descubrimiento. De lo contrario, el riesgo es que todo quede confinado a la escenografía, a la espléndida fotografía que sirve para enmarcar la página de Wikipedia sobre un artista, al fragmento que corre por las redes sociales y se dispersa entre vídeos de gatitos. Si hasta la popularización se convierte en homologación, entonces sí que es mejor apagar la televisión, mejor desconectar de las redes sociales. Y leer uno de los muchos Guido da Verona contemporáneos.
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