En el vasto y articulado panoramadel arte italiano del siglo XX, Giorgio Morandi (Bolonia, 1890 - 1964) y Lucio Fontana (Rosario, 1899 - Comabbio, 1968) representan dos polos aparentemente opuestos, unidos sin embargo por una tensión común hacia el infinito. Sus diferentes lenguajes, temperamentos y poéticas se traducen en una investigación que, aun siguiendo caminos divergentes, se enfrenta a los límites de la representación, la materia y el espacio. Exponer a Morandi junto a Fontana, como es el caso de la exposición en el CAMeC de La Spezia que pretendía acercarlos(Morandi y Fontana. Invisible e Infinito, comisariada por Maria Cristina Bandera y Sergio Risaliti, del 12 de abril al 14 de septiembre de 2025), significa proponer un diálogo entre dos visiones que revolucionaron la forma de entender la materia y el espacio, dos artistas que, aunque nunca se encontraron directamente en el plano personal o estilístico, fueron capaces de redefinir las coordenadas del arte italiano, y no sólo.
Giorgio Morandi ha recorrido la historia del arte italiano con una trayectoria que no ha tenido tregua ni desviaciones, en un constante work in progress que da testimonio de su incesante investigación. Su dedicación a la naturaleza muerta (como las famosas botellas) y al paisaje, géneros sólo aparentemente obsoletos, se revela como una continua actualización y replanteamiento de los fundamentos de la pintura, a la luz de una tradición que va de Giotto a Cézanne, pasando por Piero della Francesca. Morandi no se limita a repetir obsesivamente los mismos objetos, sino que denota una concepción totalmente nueva del espacio. Su atención a la bidimensionalidad, la reducción de la profundidad y la disposición de los objetos en un plano casi teatral recuerdan tanto la monumentalidad de Giotto como la síntesis formal de Piero della Francesca. Roberto Longhi ya había señalado cómo Morandi era capaz de “dar incluso a los intervalos creados entre las formas un valor positivo de plenitud”, haciendo del espacio entre los objetos un elemento activo y vibrante de la composición.
La trayectoria de Morandi está marcada por una constante reflexión sobre las fuentes de la pintura occidental: el conocimiento directo de los frescos de Giotto, la meditación sobre las obras de Piero della Francesca, la lección de Cézanne, a quien el propio Morandi reconoce como su “artista favorito cuando empecé a pintar”. Pero no se trata de meras comparaciones formales, sino de una profunda asimilación de soluciones espaciales y luminísticas reelaboradas en clave personal. Morandi capta el espacio de un modo nuevo, superando las convenciones tradicionales de la perspectiva y utilizando la luz y el color como instrumentos para crear un tiempo inmóvil, un presente constatado.
En sus bodegones, la composición se calibra con un cuidado casi musical. Los objetos se disponen según ritmos armoniosos, los tonos de color se reducen a gamas de colores suaves y apagados, y la luz -una luz interior, mental- modela delicadamente el espacio, disolviendo los contornos, difuminando la materia hasta volverla inmóvil, suspendida, meditativa. El resultado es un universo silencioso, absorto, donde el tiempo parece detenerse y la mirada es invitada a detenerse, a penetrar en la superficie para captar una esencia más profunda, invisible, casi metafísica. En las vistas de Grizzana, en sus apreciados paisajes, el mismo principio se aplica a los espacios rurales: colinas tostadas por el sol, muros agrietados, casas que se disuelven en la luz, caminos rurales que se adentran en el vacío. También aquí Morandi construye un tiempo inmóvil, un presente eterno. No hay narración, no hay acontecimiento, sólo contemplación. Cada cuadro se convierte en un cofre del tesoro en el que lo visible se convierte en una puerta hacia lo que no se puede ver, sino sólo intuir.
Bandera nos invita a leer los bodegones con botellas de Morandi "teniendo en cuenta las siluetas recortadas que destacan sobre el fondo del lienzo uniformemente pintado de los Teatrini de Fontana dentro de su caja espacial". En ambos casos, el espacio entre las formas, según el estudioso, adquiere un valor positivo, se convierte en un lugar de tensión y expectación.
La relación de Morandi con la modernidad es además compleja y nunca se da por sentada. El propio Giorgio Morandi, como declararía en una entrevista, dijo ser “muy consciente de los nuevos desarrollos del arte en Francia” y veía a Cézanne como un punto de referencia ineludible. Sin embargo, su modernidad no se agota en la asimilación de modelos extranjeros, sino que se expresa sobre todo en su capacidad para “identificar el espacio” de forma autónoma y original, como demuestra su atención a los intervalos, a las pausas, a los silencios entre las formas. Es en esta dimensión donde la pintura de Morandi se convierte en una experiencia contemplativa, en un lugar de acceso a una realidad más profunda e inefable.
Si Morandi trabaja por sustracción, Fontana interviene por laceración. Su gesto radical, que corta y perfora el lienzo, rompe con la tradición pictórica para abrir la superficie hacia una nueva dimensión: el espacio real, tridimensional, habitado por el vacío y la luz. El propio Fontana se definía a sí mismo como un investigador, incluyendo a Morandi en un panteón de artistas italianos (como De Chirico, Sironi y otros), “quizá no modernos pero sí parte de una tradición”, como él los definía, artistas de los que partir para nuevas exploraciones. Fue una de las pocas ocasiones en las que Fontana citó a Morandi, según la investigación de Bandera: la frase fue tomada de una conversación con Tommaso Trini mantenida en Cernobbio el 19 de julio de 1968. La distancia entre Morandi y Fontana, aunque nacidos en la misma década, es también una distancia de mundos y objetivos: “dos ’mundos’ diferentes”, dice Bandera, “y en constante cambio, de modo que no pueden encontrar una evolución de igual ritmo, y mucho menos un encuentro directo”.
En la década de 1930, ambos frecuentaban la Galleria Il Milione de Milán, punto de referenciadel abstraccionismo italiano, y se encontraron, aunque a distintos niveles, protagonistas de la escena artística de posguerra. Fontana, que en aquella época trabajaba como escultor, participó en exposiciones colectivas y entabló relaciones con artistas como Licini, Melotti, Soldati y Veronesi. Morandi, en cambio, vio reconocida su autonomía de pensamiento e investigación, hasta el punto de ser consagrado por Longhi como “uno de los mejores pintores vivos de Italia”. Después de la Segunda Guerra Mundial, mientras Fontana firmaba los Manifiestos del Espacialismo y presentaba sus primeros Conceptos Espaciales, Morandi era premiado en la Bienal de Venecia y elegido para representar al siglo XX italiano en el MoMA de Nueva York por su obra de hace treinta años. Sin embargo, su investigación no había cristalizado, sino que continuaba con una sucesión de obras que atestiguaban una constante profundización.
En sus Concetti Spaziali (Conceptos espaciales), Fontana transforma el lienzo en un portal, una puerta al infinito, donde el vacío no es ausencia sino sustancia, lugar de manifestación de la experiencia estética. El corte, la herida, se convierte así en umbral y apertura, en una tensión que, aunque opuesta a la de Morandi, comparte la misma aspiración a superar los límites de lo visible. Fontana anula siglos de pintura y propone una nueva concepción del espacio artístico: un espacio real, tridimensional, habitado por la luz y el vacío. El vacío, en Fontana, no es ausencia, sino sustancia: es el espacio donde tiene lugar la experiencia estética, el lugar de lo infinito que se manifiesta a través de la herida, la interrupción, el umbral.
En sus obras posteriores, como los Teatrini, los Concetti Spaziali con piedras o porcelana, y los lienzos de la serie Fine di Dio, Fontana profundiza en esta investigación. Los materiales se enriquecen, la materia se expande y multiplica, pero la esencia de su obra permanece inalterada: buscar lo absoluto a través del acto radical, transformar la pintura en una dimensión conceptual y espiritual.
La yuxtaposición entre Morandi y Fontana, como observa Bandera, no surgió de una frecuentación real o de una influencia mutua directa, sino de una “distancia y alcance cultural palpables incluso desde los momentos en que debieron saber el uno del otro”. Sin embargo, es precisamente esta distancia la que hace fructífera la comparación: Morandi interroga la forma y el tiempo, Fontana el espacio y la superficie. Sin embargo, ambos se miden con la tradición y van más allá, redefiniendo el arte como una experiencia de lo absoluto. En ambos casos, el espacio entre las formas adquiere un valor positivo, se convierte en un lugar de tensión y expectación.
Morandi y Fontana, aunque avanzan por caminos divergentes, nos conducen hacia el mismo destino: el más allá. Morandi lo hace con la lentitud de la repetición, con la luz mental y con el silencio de sus objetos inmóviles. Fontana lo hace con la energía del gesto, con la laceración del lienzo, con la fuerza de una idea que rompe la forma para hacer surgir el infinito. Dos lenguajes opuestos, un único deseo: superar los límites de la mirada, ofrecer una visión renovada del mundo, del arte, de la realidad. Comparar a Morandi con Fontana significa, por tanto, proponer un diálogo entre dos visiones que revolucionaron la forma de entender la materia y el espacio.
No es casualidad que ambos artistas se hayan convertido en referencias indispensables para generaciones de artistas contemporáneos, no sólo en Italia sino en todo el mundo. Su legado se manifiesta hoy de múltiples formas: en el arte conceptual, en el arte minimalista, en la pintura abstracta y analítica, en prácticas que cuestionan el vacío, el tiempo, la serialidad y la contemplación.
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