Sobre las enormes payasadas de los jóvenes que se niegan a trabajar en la Expo: basta ya de insultos


Circula estas horas la noticia de que muchos jóvenes habrían rechazado contratos de 1.300 euros en la Expo. Payasadas inmensas aparte, dejemos de insultar a los jóvenes.

A estas alturas ya estamos acostumbrados, querido joven amigo y querida joven amiga que te has topado con las líneas de este post: no pasa un día sin que a alguien se le ocurra un truco original para hacerte quedar como un inútil, un quisquilloso y un vago. Mucha gente se ha tomado muchas molestias para hacer circular esta creencia malsana. Los periódicos se encargaron de ello. Lo han intentado ministros, senadores, diputados y políticos acostumbrados desde siempre a vivir entre algodones y que, con toda probabilidad, ni siquiera saben dónde está la verdadera monotonía. Lo han intentado empresarios rapaces que, desde las alturas de sus cargos no siempre claros y con historias no siempre transparentes a sus espaldas, o herederos sin mérito de fortunas acumuladas por sus padres y abuelos, se permiten el lujo de señalarte con el dedo como la peor de las escorias de las nuevas generaciones, según ellos compuestas en su mayoría por jóvenes irresponsables y malcriados. Hablo en segunda persona por la comodidad de dirigirme a vosotros más directamente, pero sabed que lo que sentís es lo que yo también siento, ya que tenemos, con toda probabilidad, la misma edad, o casi.

Ahora han conseguido inventar la enorme payasada de los empleos remunerados con un sueldo mensual de mil trescientos euros en laExpo de Milán. Trabajos que se habrían atrevido a rechazar. Algunos(Il Secolo XIX, Next, Wired y muchos otros) ya han hecho todo lo posible por desenmascarar la despreciable tontería difundida por una parte de la prensa, que parece casi diseñada para hacer recaer sobre los jóvenes la culpa de las deficiencias de un largo y engorroso proceso de selección, pero la cuestión está en otra parte, y a ella llegaremos enseguida. La cuestión es que no sólo se insulta, se burla, se ofende a los jóvenes. La cuestión es que tales operaciones llevadas a cabo por la parte más podrida y sucia del país, a la que debemos agradecer sinceramente si nos ha llevado a donde estamos ahora, corren el riesgo de crear una espiral descendente cuyo final es difícil de discernir. Tu derecho a obtener un trabajo dignamente remunerado, sancionado por nuestra Constitución, a la que nos apresuramos a llamar “la más bella del mundo” cuando se convierte en tema de programas de televisión, pero que pronto olvidamos cuando se trata de honrarla, se tacha ahora de exigencia: te dicen que tienes que abrirte camino, te dicen que tienes que ganarte tu puesto de trabajo, te dicen que antes de exigir tienes que demostrar tu valía. Lo cual, seamos claros, no está mal en absoluto: es correcto y saludable demostrar tu valía antes de exigir. Lo que está mal es que las demostraciones deban hacerse a través de interminables prácticas mal pagadas, a través de trabajo voluntario disfrazado de trabajo, a través de contratos capestro, a través de formas de trabajo que no ofrecen garantías para tu futuro y no te permiten hacer planes. Sin embargo, hacer planes es tu derecho, ¿me equivoco?



En cambio, parece que hacer planes se ha convertido en un lujo. Porque si rechazas unas prácticas por cuatrocientos euros al mes, sin ninguna perspectiva de ser contratado, eres una persona desorbitada, a la que hay que hacer ver que otros jóvenes que no han tenido tu oportunidad la aceptarían inmediatamente. Si rechazas un contrato de duración determinada por 800 euros brutos al mes, quizá a cien kilómetros de casa, y la mayor parte del neto que te queda se convierte en gastos de viaje, es porque esperas tener el trabajo a la puerta de casa. Si te ofrecen horas extraordinarias pagadas a ochenta céntimos brutos más de un salario por hora ya de por sí mísero, y te obligan a trabajar turnos de diez horas diarias, incluso estando de guardia los días festivos, entonces eres una persona que no conoce el espíritu de sacrificio. De hecho, incluso deberías dar las gracias a quienes te ofrecen esa gracia. Paciencia si has estudiado, si has obtenido un título, no importa en qué campo, quizá con las mejores notas y perfectamente encaminado. Paciencia si tú y tu familia habéis hecho sacrificios para que pudieras obtener un título que te abriera las puertas para aprender el oficio con el que siempre has soñado, ya que soñar también es tu pleno derecho. A pesar de que muchas veces tenga que chocar con la grisura de una realidad de la que probablemente tengas muy poca o ninguna culpa.

Expo 2015
Foto de DGmag.it (licencia Creative Commons)

Los que te critican y los que te insultan, por su parte, no entienden que ese moralismo grosero e insultante, que te presenta como un vago mimado si, con razón, opones tu dignidad a la explotación de tus capacidades, no sólo no tiene razón de ser, sino que es lo más insultante que puede recibir un joven que no pide otra cosa que el derecho a trabajar en condiciones dignas y decentes. Rechazar unas condiciones de trabajo odiosas por un salario miserable es hacer valer los propios derechos: el orgullo nunca debe retroceder ante la frustración. Hay que recordar que uno tiene aptitudes y cualificaciones, y hay que recordar que esas aptitudes y cualificaciones no pueden venderse para que otro prospere o se enriquezca a tus espaldas y explote tu trabajo. Rechazar ofertas de trabajo inaceptables es también un signo de civilización: significa enviar una señal clara para que la oferta se ajuste a la demanda. Y viceversa, aceptar un trabajo en condiciones de explotación contribuirá a nivelar cada vez más la oferta: ¿te has parado a pensar alguna vez que aceptar trabajar gratis o casi gratis te hace mucho daño no sólo a ti, sino también a muchos otros como tú?

Querido y joven amigo, me vas a permitir una pequeña sugerencia. La próxima vez que recibas una crítica de un arrogante político sin arte ni parte, o de un sórdido columnista de un periódico lujosamente forrado con dinero público, o de un fanfarrón avaricioso que consiguió su puesto de oficinista tal vez gracias a los favores de algún amigo bien relacionado, intenta hacerles entender que si te van a tachar de despistado o, peor aún, de gandul consentido, se equivocan de gente, porque el trabajo hay que reconocerlo dignamente, y que para sus desplantes clasistas hay bares de clase baja dispuestos a acogerlos de buen grado. Y sobre todo, prueba a preguntarles si cambiarían su puesto por el tuyo. O si les gustaría que sus hijos tuvieran que pasar por los insultos, las burlas, las puertas en las narices y las ofertas de trabajo insatisfactorias y mal pagadas que usted está recibiendo. Apuesto, sin embargo, a que no obtendrías respuesta: porque difícilmente admitirían que pudiera ser otra cosa que negativa. O, en el mejor de los casos, te echarían en cara el valor del sacrificio. Es decir, lo que probablemente nunca han conocido, y sobre lo que casi siempre hablan de oídas.


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