El visitante europeo del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que se adentra en ese espacio desconocido y seductor que es el Ala Americana, bajo sus vidrieras que parecen sellar las obras expuestas como en el interior de un templo de cristal, no puede dejar de detenerse en las salas dedicadas a John Singer Sargent, que culminan en el Retrato de Madame X, quizá el más célebre de los cientos de retratos disparados por el pintor estadounidense. El lienzo marca la culminación de la experiencia parisina de Sargent y al mismo tiempo el anuncio de una despedida. El escándalo producido por su exposición en el Salón de 1884 fue, de hecho, una de las razones que llevaron al artista a abandonar la ciudad que había consagrado su éxito dos años más tarde, para trasladarse a Londres.
A diferencia de la mayoría de los retratos de Sargent, éste no procede de un encargo, sino de una invitación del pintor, que convenció a Virginie Amélie Avegno, de 25 años, nacida en Nueva Orleans en el seno de una familia de emigrantes franceses y casada entonces con el empresario Pierre Gautreau, para que posara para él. Aquel rostro ligeramente anguloso le atrajo, hasta el punto de elegir finalmente, tras una larga serie de estudios, la pose de perfil, que confiere al rostro algo parecido al pico de un pájaro que puede recordar al Guermantes descrito por Proust. La mirada casi despectiva, teñida de una pizca de arrogancia, y el maquillaje embadurnado, que a los ojos de un colega pintor daba a la epidermis algo “cadavérique et clownesque”, no bastaron para suscitar la indignación del público del Salón. Fue la audacia de la hombrera derecha, colocada despreocupadamente sobre el húmero, dejando el escote en una desnudez más pronunciada y provocativa, lo que marcó la diferencia. El cuadro fue retirado; Sargent, ante la negativa de la familia Gautreau a llevárselo a casa, lo conservó en su estudio, remodeló la charretera enjoyada según las conveniencias del pudor y, un año después de la muerte de la modelo, lo vendió al Metropolitan Museum of Art. Incluso el nombre de la efigie fue objeto de damnatio memoriae y el cuadro se conoce icticamente desde entonces como Madame X.
Hablando del famoso lienzo, nos encontramos en el corazón de la exposición Sargent. Éblouir Paris (comisariada por Caroline Corbeau-Parsons y Paul Perrin, en colaboración con Stephanie Herdrich), que se originó en el Metropolitan y permanece en el Museo de Orsay hasta el 11 de enero de 2026. A pesar de la importancia que sus inicios parisinos tuvieron en la carrera del artista y de la presencia de obras en museos franceses, esta es la primera exposición monográfica que se le dedica en Francia. Ha sido necesaria la ocasión del centenario de su muerte para convencer a los franceses de dar este paso, no sin cierto retraso. En esto, Italia fue mucho más sagaz y dedicó una bella exposición al pintor, nacido en 1856 en Florencia de un matrimonio expatriado de Filadelfia, en el Palazzo dei Diamanti de Ferrara hace más de veinte años. Bajo el título Sargent e Italia relataba sus numerosos viajes por la península, centrándose en los destinos tópicos de Venecia, Florencia y Capri. La esencia de Sargent es, de hecho, la de un artista cosmopolita, capaz de hablar cuatro idiomas: educado en Europa, viajero apasionado por los países del Mediterráneo y vinculado a América gracias a mecenas adinerados que le encargaron diversas obras. Inglés de adopción, nunca quiso instalarse en Estados Unidos, donde estaban arraigados sus orígenes, y como un verdadero expatriado según el canon creado por Henry James (que fue el ejemplo fundador de este modelo de vida y al mismo tiempo el que mejor lo tradujo a la literatura) vivió entre el Viejo y el Nuevo Mundo, con una preferencia irreductible e inalienable por el primero, cuya historia él mismo recogió y revivió a través de sus elecciones artísticas.
En París, Sargent ingresó en el taller de Carolus Duran y en la École des Beaux-Arts, estudiando, gracias también a sus viajes a España y los Países Bajos, a los grandes maestros de principios de la Edad Moderna. Sus maestros predilectos fueron Velázquez, Hals y luego van Dyck, con Tiziano a la cabeza, gracias a su mediación. Fue este profundo homenaje a la tradición del retrato europeo lo que situó a Sargent en una línea de continuidad capaz de satisfacer las aspiraciones de sus clientes potenciales y de actuar como garantía decisiva de una fortuna sin fisuras entre los exponentes de la vieja aristocracia de los títulos y la nueva aristocracia del dinero, a ambos lados del Atlántico. Rehacer los Viejos Maestros fue para él primero un deber y un aprendizaje, luego una decisión estratégica, no muy distinta de exponer cada año en el Salón un retrato y un cuadro de paisaje o de composición. No se trataba, en cualquier caso, de una simple imitación, sino de una reinvención del género del retrato, apoyada en una técnica superfina, una vibrante libertad de toque, que distinguía a primera vista la obra del artista. de tacto, que distinguían a primera vista a Sargent de su maestro Duran, como puede verse en la exposición comparando los primeros resultados del alumno con los de este último, evocadores pero comparativamente más anodinos, como La dama del guante (Musée d’Orsay).
Sargent tuvo, pues, una formación académica, que vemos documentada por estudios y copias, y para muchos críticos siguió siendo siempre un pintor académico, incluso cuando se dejó seducir por Manet y Monet, con los que forjó fructíferas relaciones. Pero, si hemos de calificarlo así, fue un académico de genio, versátil e inteligentemente atento a interceptar el gusto del medio en el que, como extranjero, comenzó a imponerse. Este sustrato académico de su visión brilla en Pesca de ostras en Cancale (Washington, National Gallery of Art), destinado a satisfacer el buen gusto del público del Salón: la escena de los pescadores bretones atravesando la playa soleada se convierte en el pretexto para organizar una composición hábilmente estructurada en la relación entre figuras y fondo y para crear esos efectos de luz líquida y móvil que iban a convertirse en la firma del artista. Se trata, además, de un falso en plein air, ya que sólo algunas figuras se estudian in situ, mientras que el cuadro en su conjunto se concibe en el taller. El observador exigente que no se deje seducir fácilmente encontrará la verdadera satisfacción en otra parte. Así pues, es en los pequeños cuadros y acuarelas realizados durante sus viajes por España y Marruecos, lugares que Sargent amó profundamente y de los que nos ha dejado una documentación pictórica interminable, donde se capta una calidad muy elevada, al menos por lo que nos ofrece la exposición de París: no tanto y no sólo en el famoso Humo de ámbar gris (Williamstown, Clark Art Institute), sino en los dos atisbos de ciudades marroquíes y sobre todo en laAlhambra (colección privada), en la que el pintor plasma perfectamente la acción corrosiva de la luz sobre la piedra ocre de Granada, en el sopor del aire bochornoso. De estas excursiones ibéricas Sargent trajo ideas para cuadros exóticos y ambiciosos, que culminaron en El Jaleo (1882), para el que su mecenas de Boston, Isabella Stewart Gardner, mandó construir un nuevo patio en su mansión de Fenway Court para que pudiera exponerse dignamente. El cuadro es el gran ausente de esta exposición.
Con los diferentes formatos y la amplitud de temas Sargent fascina por la pluralidad de niveles en los que puede ser leído, más allá de la magnificencia, conocida por la mayoría, de los retratos. En el Jardin du Luxembourg (Museo de Arte de Filadelfia) reina una atmósfera un tanto enrarecida y melancólica digna de un relato de Anatole France o de los que componen Los placeres y días del joven Proust. El velo nacarado que envuelve el atardecer, que tiene algo de Whistler, se ilumina con los toques bermellones de algunas manchas florales, y el disco suspendido en medio del cielo de la luna llena deja caer gotas doradas en el estanque de agua. Esta búsqueda de efectos de luz virtuosos y nunca banales, uno de los elementos que denotan la comparación con sus colegas franceses, hace que Sargent sea siempre reconocible: en elInterior veneciano (Pittsburgh, Carnegie Museum of Art), la originalidad del cuadro reside -incluso más que en el corte oblicuo que imprime a la composición- en esa franja diagonal de luz solar que atraviesa el suelo desnudo y gris como pulido por las pinceladas de Manet.
Gracias a ese escaparate excepcional que es el Salón, Sargent fue abriéndose paso poco a poco en la escena parisina, empezando a inmortalizar a miembros de la sociedad local y a estadounidenses que se habían instalado en Francia. Algunos retratos de finales de los años setenta parecen intentos de encontrar su marca personal en un género en el que todos compiten, pero finalmente alcanza su objetivo. En el Retrato de Édouard y Marie-Louise Pailleron (Colecciones permanentes del Centro de Arte de Des Moines), impresiona la fijeza hipnótica de la niña, en torno a la cual gira todo el cuadro, y la mirada desafiante de su hermano, en esta capacidad de renovar los retratos de niños y adolescentes de Van Dyck a finales del siglo XIX, a este lado de un telón rojo igual y escénico. Este es el color dominante del Retrato del Dr. Samuel Pozzi (Los Ángeles, Hammer Museum), que el gran público conoce también (y quizá sobre todo) gracias al libro del escritor inglés Julian Barnes(The Man in the Red Robe). En esta imagen de la vida privada elevada a la solemnidad y la grandeza, no sólo se eterniza el encanto de un médico de la época, conocido miembro de la alta sociedad y ávido donjuán, sino que se sintetiza todo el encanto de la Belle Époque, que pasa de la esfera femenina a la masculina. Aún más intrigante es el Retrato de las hijas de Edward Darley Boit (Boston, Museo de Bellas Artes): No menos columnarias que los enormes jarrones orientales del fondo, las cuatro niñas -una especie de variantes de un mismo tipo tomadas a edades ligeramente diferentes- emergen de un manto de oscuridad y nos miran de forma parecida a esas apariciones que puntúan las historias de fantasmas de James, que fue uno de los primeros y más ardientes admiradores de Sargent. Por supuesto, la exposición no sólo incluye obras maestras. Una serie de cuadros, a veces de calidad sostenida o a veces desigual por ser menos comprometidos, se centran en amigos y colegas, como Fauré, Rodin, Helleu y Monet; este último retratado mientras pintaba en plein air.
Por último, con la presencia del retrato y de algunos estudios del rostro de su amigo Albert de Belleroche, cuyo perfil y expresión un tanto desdeñosa tanto se parecen a Madame Gautreau, nos adentramos en el misterio del nacimiento del retrato de Madame X y de cómo Sargent se sintió fascinado por una fisonomía que trasciende de lo masculino a lo femenino y viceversa, con una ambigüedad que sólo la pintura puede realzar o anular por completo.
En los años que siguieron al clamor causado por el famoso cuadro, Sargent fue uno de los principales promotores de una suscripción destinada a la compra por el Estado francés de laOlympia de Manet, que había provocado un escándalo aún mayor cuando se expuso por primera vez. Poco después fue el turno de Sargent con La Carmencita, que marcó un renacimiento efímero pero deslumbrante de los Salones parisinos, siendo adquirida en 1892 (actualmente se encuentra en el museo de Orsay). Este gran retrato, de nuevo inspirado en el mundo español, cierra la exposición.
Con su marcha a Londres en 1886, Sargent dejó el campo libre a Giovanni Boldini y el triunfo de esas bellezas femeninas que todos conocemos. Quién sabe cómo habrían contendido los dos magníficos retratistas en la plaza parisina, si hubieran luchado codo con codo en la espesura de su aristocrática clientela. Con ambos nació el arquetipo del encanto femenino, que mezcla belleza, gusto y alta costura y que, en las décadas siguientes, transmigró del campo de la pintura al de las revistas de moda. En las páginas de un número de Vogue de 1999, se puede ver a una radiante Nicole Kidman a la que el objetivo de Steven Meisel ha vestido con ropa inspirada en las modelos y fotografiado en las mismas poses que los iconos sargentinos. Este aspecto de la cultura de masas también forma parte de la fortuna del artista, pero sólo capta su brillante superficie. En la variedad de géneros, técnicas y medios que utilizó, Sargent es un artista completo, que -empezando por las fantásticas acuarelas que una exposición de 2017 en la Dulwich Picture Gallery de Londres ha puesto muy bien de relieve- debe descubrirse en detalle y en su conjunto. El día que decidió renunciar a París, había cumplido 30 años y creado algunas de sus obras maestras, incluida esa Madame X que más tarde describiría como “lo mejor que he hecho”. Dejaba atrás la capital que le había lanzado y luego olvidado con el tiempo, pero no el éxito que le perseguiría hasta su muerte.
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