Hay colores que uno recuerda. Rojo carmín, azul cobalto, verde veronés. Luego está el gris Payne: un tono que parece hecho no para gritar, sino para recordar. Giulia Andreani lo utiliza como si fuera una forma de lenguaje. No un tono, sino un código. Un código que habla de mujeres olvidadas, de poderes sin rostro, de fantasmas que no quieren dejar de habitar la historia.
Nacida en Venecia en 1985, Giulia Andreani vive y trabaja en París. Su formación en historia delarte y su interés por la iconografía del poder y la memoria colectiva alimentan una práctica pictórica basada en la investigación de archivos y la interpretación crítica del pasado.
Sus obras desorientan. Porque hay algo en los rostros de los personajes representados, en la forma de retratarlos, no heroica ni trágicamente, sino con una especie de dignidad reticente, que obliga a quedarse. A mirar. A preguntarse: ¿qué estoy viendo realmente? Y ahí es donde comienza la obra de Andreani. No en el cuadro en sí, sino en el movimiento que provoca en el espectador. El suyo es un archivo vivo, un dispositivo que desestabiliza en lugar de tranquilizar. Cada imagen procede de archivos históricos, fotográficos, militares, médicos o domésticos. Pero nunca se trata de una simple transcripción pictórica: la imagen se desnuda, se recompone, se hace enigmática. Hay mujeres con uniforme, madres con la mirada perdida, niñas que ya parecen viejas. No sabemos lo que han vivido. Sin embargo, de algún modo, las conocemos. Forman parte de un conocimiento silencioso, inscrito en nuestros cuerpos.
Considérese la serieLo improductivo (2023), uno de los momentos más radicales de su producción reciente. En esas obras, Andreani saca a la luz a mujeres cuyo papel social ha sido definido negativamente: no productivas, no fértiles, no conformistas. La pintura, sin embargo, les devuelve su poder. Las hace existir. Las fija en una superficie donde ya no pueden ser ignoradas. Pero cuidado: esto no es “rehabilitación”. Andreani no redime. No salva. Simplemente: muestra. Y deja que la pintura haga las preguntas. Este es el milagro de la pintura de Andreani: consigue devolver densidad al tiempo. No para representarlo, sino para retrasarlo. Para que vuelva a suceder. Cada cuadro es una lente opaca a través de la cual el pasado se manifiesta sin clamor, pero con una gravedad que no deja escapatoria. Y en una época como la nuestra, en la que todo parece tener que ser inmediato y transparente, este acto de opacificación es profundamente político.
Su obra expuesta en la Bienal de Venecia de 2024 es un ejemplo contundente de ello. Los rostros de las sufragistas, la esquiva figura de Madge Gill, la escultura de cristal que se convierte en cuerpo diáfano y manifiesto silencioso: todo parece pertenecer a una historia paralela, no alternativa sino subterránea. Como si Andreani intentara, pacientemente y sin retórica, reescribir la historia desde un punto de vista lateral. No desde el centro de los acontecimientos, sino desde los pliegues, desde los intersticios. Y en esos márgenes encuentra la esencia.
Pero quizá más que reescribir, Andreani interroga. No la Historia con mayúsculas, sino la historia pequeña, cotidiana, femenina, de lado. La historia de los cuerpos, de los silencios, de los archivos desordenados. Sus figuras no parecen pertenecer al pasado, sino a una memoria en continuo devenir. No son iconos, son presencias. Y como todas las presencias, perturban. Nos confrontan con nuestra responsabilidad de ver. Así que su gris no es sólo una estética. Es una ética. Es la elección de no seducir con el color, sino insinuar con la forma. No restaurar la verdad, sino evocar la complejidad. Como un sueño recurrente que persiste en resurgir cada noche, con detalles ligeramente diferentes.
Recorrer la pintura de Giulia Andreani es un acto de resistencia. A la simplificación, a la velocidad, al borrado. Es una invitación a tomarse tiempo. A hacer una pausa. A mirar lo que se ha omitido. Y a preguntarnos, sin pretensiones de respuesta: ¿cuántas imágenes faltan todavía? ¿Cuántas historias esperan una superficie sobre la que asentarse? Y sobre todo: ¿estamos dispuestos a dejarlas pasar a través de nosotros? En una época que premia la visibilidad y penaliza la complejidad, la obra de Andreani nos recuerda que hay otra forma de mirar. Una mirada lenta, difícil, pero necesaria. Una mirada que no consume, sino que preserva.
Y quizás esto es lo que queda después de ver uno de sus cuadros: no tanto la imagen como la herida. No tanto la forma, como el vacío que dibuja. Un gris que no olvida. Una sombra que, milagrosamente, sigue iluminando.
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