by Federico Giannini (Instagram: @federicogiannini1), published on 05/12/2017
Categories: Obras y artistas
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Se trata de la obra que quizá causó más debate en la Bienal de Venecia de 2017: 'Imitación de Cristo', de Roberto Cuoghi, para el Pabellón de Italia.
"Dios está muerto", nos vino a la mente mientras recorríamos la imponente obra que Roberto Cuoghi (Módena, 1973) presentó en la edición 2017 de la Bienal de Venecia, que finalizó hace unos días. Muerto y tendido sobre una mesa de morgue, desfigurado, en avanzado estado de descomposición, atacado por mohos y bacterias hasta la total desintegración física, solo para resucitar y de nuevo morir y de nuevo desintegrarse en un inquietante, oscuro y opresivo ciclo continuo de nacimiento y muerte. Esto era, en pocas palabras, laImitación de Cristo de Roberto Cuoghi.
Más en detalle: al entrar en la primera sala del Pabellón de Italia, uno se encontraba catapultado a la oscuridad de una fragua, con herreros y obreros, produciendo continuamente imágenes de Cristo, todas ellas en material perecedero. Las imágenes, salidas de sus moldes, se extendían después sobre mesas que el visitante encontraba en el interior de un largo túnel de nailon (a medio camino entre los iglús de Merz y la Y de Höller) y se dejaban a merced de agentes externos (bacterias, esporas, mohos) que provocaban su disolución natural: lo que quedaba se introducía finalmente en un horno para secarse y se colgaba después en la pared del fondo. El ciclo se reanudaba así y, durante toda la Bienal, la alienante fábrica de Cuoghi seguía produciendo estos cuerpos esbeltos, marchitos, nunca idénticos, destinados a la ruina. La idea básica se inspira, como sugiere claramente el título, en el tratado del siglo XV De Imitatione Christi, cuya lectura pretendía sugerir a los fieles cómo llevar una buena vida cristiana siguiendo el ejemplo de Jesucristo. En el capítulo veintitrés, leemos estas frases: “Pronto te sobrevendrá la muerte: considera, pues, tu estado. Hoy eres un hombre, pero mañana desaparecerás. Y cuando desaparezcas de los ojos, desaparecerás también de la mente”. Esta es probablemente la premisa de la que partió la obra de Roberto Cuoghi, sólo para perder todo punto de contacto con el texto antiguo.
Una obra que no dejaba de llamar a la mente del visitante amplios pasajes de la historia del arte, con un efecto obtenido de manera más o menos consciente: una especie de Nachleben, de supervivencia warburgiana evocada por gestos, símbolos, posturas, miradas. Porque los Cristos descompuestos de Cuoghi conservan huellas de muchas obras del pasado, empezando por el inicio del itinerario, con aquellos iconos vacíos que introducían al visitante en el sombrío taller veneciano, semejantes a las imágenes en negativo del Cristo de Livorno de Beato Angelico: una obra igualmente poderosa (la más dramática del artista toscano), igual de seria, igual de sufrida, pero destinada a fortalecer la fe del observador. El mismo objetivo que, a lo largo de la historia del arte, han intentado alcanzar otras imágenes igualmente fuertes, que pueden considerarse casi antecedentes de los cuerpos de Cristo abandonados en las mesas de los tanatorios de Cuoghi. Más concretamente, los cuerpos de Cuoghi recuerdan sin duda al Cristo muerto de Hans Holbein, una obra sin precedentes en la historia del arte occidental que, aunque conceptualmente distante, comparte con la instalación del artista modenés el deseo de mostrar, sin filtros de ningún tipo, la corruptibilidad de Cristo, pero recuerdan aún más a ciertas plañideras de terracota del área emiliana (por ejemplo la de Alfonso Lombardi en la catedral de San Pedro de Bolonia, más que el famoso de Niccolò dell’Arca en Santa Maria della Vita), cuyo proceso creativo no fue tan distinto al de Cuoghi, y que forman parte de esa tradición anticlásica y naturalista del arte emiliano a la que Arcangeli dedicó gran parte de sus estudios y que parece revivir en el arte de Cuoghi, igualmente anticlásico, crudo, realista hasta el punto de perturbar al observador. Con la diferencia de que aquellas obras estaban destinadas a permanecer: las de Cuoghi, en cambio, están destinadas a la destrucción. Y en todo esto, a menos que uno quiera detenerse en la ritualidad del proceso o en el aura de espiritualidad que rodea a laImitación de Cristo de Cuoghi, parece haber muy poca magia, a pesar del título El mundo mágico que la comisaria Cecilia Alemani había ideado para el Pabellón Italiano, en referencia al libro homónimo de Ernesto De Martino. Por supuesto, uno puede entretenerse con el estereotipo (manido) delartista chamán que escenifica un ritual colectivo en el que todos participamos, o con el mito delartista alquimista que decide sobre la vida y la muerte en su taller, etcétera. La obra de Cuoghi, sin embargo, es más refinada.
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). Inicio del camino con iconos en negativo. Ph. Crédito Ventanas al arte. |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). La obra vista desde el inicio del recorrido. Ph. Credit Roberto Marossi. Cortesía Roberto Cuoghi |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). Interior del túnel. Ph. Crédito Ventanas sobre el arte. |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). Cuerpos en descomposición en iglús. Ph. Crédito Roberto Marossi. Cortesía Roberto Cuoghi |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). Obreros en plena faena. Ph. Crédito Roberto Marossi. Cortesía Roberto Cuoghi |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). Caminando por el túnel. Ph. Crédito Roberto Marossi. Cortesía Roberto Cuoghi |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). El resultado final: los Cristos colgados en la pared del fondo. Ph. Crédito Ventanas sobre el arte. |
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Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo (2017). La obra vista desde arriba. Ph. Credit Roberto Marossi. Cortesía Roberto Cuoghi |
Cecilia Alemani subraya con acierto cómo lo mágico es en realidad un punto de partida para una nueva lectura de la realidad: y es en esta"reconstrucción de la realidad" donde probablemente se encuentre el sentido de la obra. El itinerario diseñado para el Pabellón de Italia casi parecía mezclar misticismo y escepticismo, la sacralidad de la imagen del Señor y la mundanidad de un montaje circense decadente, el ascetismo y la concreción llevados a sus extremos más brutales (de un modo, por otra parte, totalmente coherente con la trayectoria artística de Roberto Cuoghi, uno de los artistas más provocadores e impactantes del panorama contemporáneo): al final del enajenante recorrido que llevaba al visitante al interior de los lugares donde físicamente tuvo lugar la destrucción del cuerpo de Cristo, uno se encontraba frente a lo que quedaba de él. Y lo que quedaba era una serie deiconos desgarrados, crucifijos vociferantes que remitían de nuevo a la historia del arte: desde ciertas angustiosas crucifixiones medievales (pensemos en las terribles del Maestro de Santa Anastasia) hasta las dramáticas máscaras de Wildt, o el crucifijo más violento del siglo XX, el que Ludwig Gies ejecutó para la catedral de Lübeck, encogido, retorcido y devastado como los Cristos colgantes de Cuoghi, y tan impactante que la locura nazi lo desprendió de su sede y, en un famoso episodio de iconoclasia moderna, lo hizo pedazos arrojando su cabeza al Trave, el río que baña Lübeck. Iconos desgarrados que inducen al visitante a reflexionar sobre la inevitabilidad del tiempo (y en su reflexión sobre el tiempo, tema que siempre ha fascinado a los artistas de todas las épocas, Cuoghi se sitúa fuera del tiempo), sobre la fe, sobre el sentido de laidentidad, sobre la persistencia y regeneración de los símbolos, sobre las contradicciones de la religión, pero también, si queremos, sobre las de nuestra sociedad.
Lo más interesante de laImitación de Cristo de Cuoghi es que se trata de una obra que no ofrece respuestas: Las certezas quedaban aplastadas bajo el peso de las falsas reliquias que poblaban el Pabellón Italiano y, a diferencia del creyente que, leyendo De Imitatione Christi, habría experimentado una especie de transformación interior que le habría conducido hacia una vida en el signo de la firmeza de la fe, el observador de la obra de Roberto Cuoghi no podía sino abandonar el Pabellón Italiano asaltado por la incertidumbre, aunque sólo fuera la de comprender lo que el artista había querido comunicarle realmente. Y, a este respecto, nada impide tampoco pensar que la obra podría adoptar también el aspecto de una liturgia vacua y repetitiva destinada a mortificar el papel de un artista destinado a sufrir el mismo proceso al que se someten los cuerpos de Cristo en ruinas, sus alter egos y, como él, los iconos mudos. Lo cierto es que, si es cierto lo que decía Braque, que el arte debe perturbar, Cuoghi ha acertado muy bien en esta intención.
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