No es una moda. Ni siquiera es un regreso. Es una lenta infiltración, un goteo que se ha convertido en río. Desde hace algunos años, el arte contemporáneo parece atravesado por un susurro diferente, algo que se parece a la oración pero que se comporta como una herida: no se cierra, palpita.
¿Qué buscan hoy tantos artistas entre constelaciones, rituales, cuerpos astrales y símbolos ancestrales? No es sólo una fascinación por lo oculto. Es una forma de conocimiento. Una práctica encarnada. Una estrategia de supervivencia, quizás. Cada vez es más frecuente ver en los estudios de jóvenes artistas y personas queer cartas del tarot, rejillas astrológicas, cristales, textos mágicos, diagramas cabalísticos, tambores, antenas, esferas de cuarzo, lenguajes inventados. Lo sobrenatural, lo místico, loesotérico vuelven, pero esta vez con un propósito preciso: deconstruir.
Hay algo, en efecto, que se desintegra. O quizás es algo que emerge desde abajo, que siempre ha estado ahí, silenciado. El arte contemporáneo experimenta una apertura hacia lo invisible, hacia lo que la modernidad racional, blanca y patriarcal había definido como loco, infantil, primitivo. Pero si la racionalidad ha tenido un precio, si ha significado dominación, colonialismo epistémico, control de cuerpos y mentes, desviarse puede ser un acto de resistencia.
Suzanne Treister, pionera del pensamiento ocultista en clave tecnoesotérica, lo sabe bien. Sus obras parecen partituras alquímicas: mapas, algoritmos, rejillas interdimensionales en las que se entrelazan psique, poder, drogas, sistemas financieros, plantas psicoactivas y mitologías digitales. Su serie HEXEN 2.0 (2009-2011) es una crónica alucinada y perfectamente lúcida del Occidente de posguerra: diagramas al estilo de las cartas del tarot que mezclan cibernética, control social, cultura psicodélica y contracultura. Es como decir: para comprender el presente, hay que convocar a los espíritus de las tecnologías, leer los sistemas como si fueran entidades. Pero, ¿quién tiene derecho a “divinizar” hoy?
Tabita Rezaire, artista franco-guayanesa-danesa, nos lleva más lejos. En sus vídeos hipnóticos, en sus portales digitales que vibran con frecuencias sagradas, Rezaire construye una cosmología alternativa. Mujer negra, queer, curandera e “interfaz” viviente entre lo ancestral y lo digital, entrelaza los conocimientos de las comunidades africanas, la medicina energética, la astrología, la vibración, la espiritualidad femenina y la herencia colonial. En Premium Connect (2017), por ejemplo, conecta el cable submarino de internet con la columna vertebral, con África, con las estrellas. El cuerpo se convierte en una antena. Y así: ¿puede el cuerpo queer curar la fractura de la modernidad? ¿Puede el arte ser una forma de medicina?
En este ámbito, el ritual no es ni decoración ni espectáculo. Es lenguaje, es código. Es lo que precede a la palabra y va más allá de ella.
Jesse Darling, ganador del Premio Turner 2023, trabaja en cambio con residuos, materiales pobres, objetos heridos. Sus esculturas parecen reliquias de un mundo postsistémico, fragmentos de un culto secular y marginal. Sillas de ruedas como tronos sagrados, cruces hechas de muletas, símbolos religiosos rotos y cosidos. La espiritualidad aquí es débil, vulnerable, rara. No se manifiesta en visiones místicas, sino en el dolor del cuerpo discapacitado, en el desmoronamiento de ciertos signos. Hay una forma de sacralidad en la precariedad, como si sólo lo que cae pudiera realmente empezar a sentir. Entonces se comprende: no son huidas de la realidad. Son otras formas de habitarla.
El ritual, la espiritualidad, el esoterismo ya no son territorios del “pasado” o del “folclore”. Son herramientas. Son picos para desencajar epistemologías que han excluido, jerarquizado, medicalizado, destruido. ¿Y quién mejor que quienes han sido históricamente marginados, las mujeres, las personas queer, las subjetividades diaspóricas, pueden utilizar estas herramientas para reescribir lo real?
La práctica mágica no es necesariamente un retorno a la religión. A menudo es la invención de un lenguaje sagrado propio. El arte, en este sentido, se convierte en una liturgia personal. Pero no individualista. El ritual es siempre un gesto hacia el otro, visible o invisible. Se traza así una nueva genealogía. De Hilma af Klint a Ana Mendieta, de Claude Cahun a Genesis P-Orridge, el arte siempre ha tenido zonas fronterizas, porosas, fluidas. Hoy, esas zonas se ensanchan. Las nuevas espiritualidades no buscan respuestas: activan preguntas. ¿Qué significa curar hoy, en la época de la vigilancia y la soledad algorítmica? ¿Qué es un cuerpo sagrado, sino uno que se resiste a la categorización?
Detrás de cada tarot dibujado a mano, detrás de cada performance chamánica urbana, detrás de cada mapa astrológico cosido con cánticos y glitches, se esconde un gesto político. No gritado, pero poderoso. No se trata de creer o no creer. Se trata de escuchar.
El arte, en estas prácticas, no representa: invoca. No se limita a construir significados, sino que abre portales.
Quizás sea esto lo que está ocurriendo ante nuestros ojos: la emergencia de una espiritualidad post-materialista y post-identitaria, una liturgia queer, diaspórica y difusa que no tiene templos, pero sí muchos altares. ¿Los reconocemos? ¿Seguimos siendo capaces de entrar en un espacio sagrado, si ese sagrado es inestable, extraño, incomprendido? ¿Si lo sagrado nos mira desde dentro y no desde arriba?
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