Si es cierto que en el nacimiento de muchos artistas se esconden las “causas” de que lleguen a serlo (Roberto Longhi decía que se nace crítico, pero se llega a ser artista), se podría decir que para Leonor Fini laimpronta familiar fue la razón de toda su vida creativa, una vida azarosa y larga, llena de retos y reconocimientos, unos noventa años transcurridos entre imágenes y fantasmas. La exposición que el Palazzo Reale le dedica hasta el 22 de junio (catálogo editado por Tere Arcq y Carlos Martín) está concebida para “representar” su carácter y de ahí el título: Yo soy. Leonor Fini. Una expresión de la propia protagonista, que posa y quizá, a su manera, fue efectivamente una “diosa hechicera”.
Pero vayamos por el principio. Leonor nació en Buenos Aires el 30 de agosto de 1907. La familia estaba en Argentina porque su padre, Erminio Fini, era hijo de padres del sur de Italia, que habían emigrado de la provincia de Benevento al país sudamericano; su madre, Malvina Braun Dubich, en cambio, había nacido en Trieste y las raíces familiares se encontraban en elhumus centroeuropeo, alemán y eslavo pero también veneciano, por las diversas ramificaciones familiares. La vida de Leonor, cuando sólo tenía un año, tomó el ritmo que conservaría de adulta: su madre, no tolerando el carácter autoritario y la inclinación adúltera de su marido, se llevó a la niña y regresó a Trieste. Convertida ya en una artista reconocida, Leonor confiesa que siempre le ha gustado vestirse con ropas ajenas, disfrazarse, llegando a decir que “si la gente fuera libre, todos serían andróginos”. Pero en realidad, disfrazarse y vestirse de otros fue, desde el principio, una estrategia de supervivencia, que con el tiempo generó formas aparentemente lúdicas pero que en realidad expresaban su elaboración de lo “perturbador” en el sentido freudiano.
El surrealismo, donde puso los pies durante unos años gracias a Max Ernst, llegado a París en 1931, le granjeó lazos amistosos, sentimentales y culturales con algunos de los principales exponentes del movimiento (sin llegar nunca a abrazar plenamente su voluntad); fue, en definitiva, el contexto propicio para una figura que siempre ha caminado en la frontera de la ambigüedad, de lo diferente, de la tierra misteriosa donde los símbolos revelan el doble que se oculta en las realidades humanas. Una dimensión psíquica que hunde sus raíces en la costumbre de su madre de vestirla de niño cada vez que asomaba la nariz fuera de casa, para escapar a los diversos intentos de su marido de secuestrar a Leonora. Por eso, vivir en travesti iba a ser una de las figuras expresivas de Leonor, que durante cerca de dos décadas tras el final de la guerra también realizó estudios de escenografía y vestuario teatral, para ballet y ópera, moviéndose entre Londres, París y Roma, y trabajando para el cine (fue premiada en 1954 por el vestuario de Romeo y Julieta), pero también produciendo ropa para marcas dealta costura.
El resto procede de las condiciones sociales en las que creció, las de la burguesía centroeuropea (a los veinte años conocería, entre otros, a Joyce, Svevo, Saba, Gillo Dorfles y Bobi Bazlen, inspirador en los años sesenta de las ediciones Adelphi, con quien se reuniría varias veces), que se extenderían al entorno romano y parisino. Y si nos detenemos en su polifacético imaginario artístico, que surge de las profundidades de tierras arcaicas, podemos referirnos legítimamente al Benevento de su padre, una cultura de mitos aún primordiales, donde la mujer es un ser uránico y, como hechicera, un conducto hacia el “más allá”.
Las investigaciones de Ernesto De Martino ahondaron en las tradiciones arcaicas de un mundo poblado de brujas y animales míticos. Benevento es una tierra de sabbats donde Lucifer, mostrándose como una cabra, asiste a las danzas salvajes de brujas y otros demonios. Estos rituales tenían como centro simbólico un gigantesco nogal sobre el que revoloteaban seres monstruosos y mujeres montadas en escobas (la tradición también recoge algunos de sus nombres, entre ellos el de Mariana da San Sisto, injustamente acusada de rituales e infanticidio justo a los pies del nogal). En Benevento, antigua capital del ducado lombardo, se erigió en tiempos remotos un templo a la diosa Isis, y cultos orientales, los investigados por ejemplo por Franz Cumont hace más de un siglo, llevaron a la construcción de un mitreo. Así, los vestigios antiguos se mezclaron con divinidades romanas y otros mitos cuyos temas eran Mitra y Ceres, Deméter e Isis, Diana y Pan. Divinidades paganas que la llegada de los lombardos también entorpeció al abrirse al cristianismo, aunque conservando algunas inclinaciones paganas que fueron preservadas por las culturas populares.
No voy a entrar en los pormenores de la considerable cuestión relativa a las permanencias arcaicas en la región de Campania, digna de estudios en profundidad similares a los de la escuela warburgiana; me limitaré a señalar que en este contexto la figura de las mujeres brujas y hechiceras, al imponerse el culto cristiano, fue duramente combatida. Sin embargo, el propio De Martino enmarcó antropológicamente el recurso a la magia no como una simple herencia de la superstición, sino más bien como un elemento “útil” para contrarrestar el paso crítico de las culturas e identidades arcaicas al punto de inflexión de la “civilización” cristiana. La mujer maga era, en esta situación, la mediadora con el mundo sobrenatural, administrando remedios que podían proceder de elementos naturales, como las hierbas. Era, de hecho, una forma “cultural”, cuyo papel era el de baluarte de las antiguas costumbres sagradas y míticas frente a la maduración de los giros hacia una modernidad hostil al paganismo. La investigación de De Martino ha criticado así la prevalencia del prejuicio demoníaco que pesaba sobre la imagen de la bruja, destacando también el papel que ejercían como “taumaturgas” en Campania y Lucania desbordadas por el advenimiento del nuevo culto. Ya no sólo sabbats y danzas satánicas, pues, sino también pharmakon social: la palabra griega resuelve en sí misma el doble significado de veneno y cura, del que la bruja y la hechicera son expresión.
Leonor Fini, desde sus primeros ensayos como artista “perturbadora” (pero ante todo “perturbada”), ha reivindicado para sí la figura de la bruja y, en sus momentos más provocativos, también la del strix, el ave nocturna de los malos augurios.nocturna de mal agüero, vistiéndose con ropas oscuras, como aparece en la foto de André Ostier de 1951, donde aparece inmortalizada en el Baile de Beistegui en Venecia, disfrazada deÁngel Negro. Otra figura legendaria, la Esfinge, sabia y profetisa, frecuente en sus cuadros de madurez (uno de sus más famosos, La Pastora de las Esfinges, fue adquirido por Peggy Guggenheim).
Siendo aún una niña, Leonor esparcía en sus cuadernos escolares dibujos y caricaturas que ya tenían aspectos misteriosos; artista precoz, de adulta sólo desarrolló una vena por la que corría la sangre ácida que le traía a la mente imágenes transgresoras y nocturnas. Inmediatamente apreciadas, en sus dibujos toman forma figuras-máscaras que no expresan una verdad externa, la del mundo real, sino fantasmas que habitan en las profundidades de la artista, donde la imaginación es el veneno que Leonor transforma en medicina para quienes se detienen ante sus cuadros, como si fueran testigos de sus ensoñaciones.
Celebró su primera exposición en Milán, en 1929, en la Galería homónima de Vittorio Emanuele Barbaroux, y quedó maravillada por las escenas que evocaban mundos oscuros. Llamaría la atención de pintores como Carrà, Sironi, Giorgio De Chirico, que más tarde firmaría el catálogo de la exposición de Leonor Fini en la Julien Gallery de Nueva York en 1938; y Achille Funi, con quien se vincularía durante algún tiempo, experimentando una relación profesional y sentimental con el pintor del Novecento, hasta el punto de seguirle casi inmediatamente a París. Cabe imaginar también que las atmósferas del Novecento milanés hacían irrespirable para ella el clima retórico, razón por la cual abandonó Milán al cabo de sólo un año. Una cosa, sin embargo, le dejarían su estancia en Milán y su ménage con Funi: una sensibilidad hacia la cultura clásica, sus mitos e iconografías, y un interés por la pintura del siglo XV. Leonora es una artista culta, pronta a elaborar formas e imágenes que le provoquen revelarse en la escena; y a partir de estas frecuentaciones desarrollará un tono estilístico perdurable que tiene mucho que ver con el principio alquímico que rige los significados de las cosas naturales y artificiales, alimento esencial de la Wunderkammer.
Esto es lo que vemos en un cuadro titulado Le Bout du monde de 1948: representa un mundo lunar, una tierra líquida de paso, en cuya superficie asoman cráneos de animales que parecen guardianes del Hades. Crecen ramas de árboles que rodean muros, fósiles vegetales o animales, madera, pero también cuerpos de mujeres y hombres, sobre los que proliferan esporas y hongos, de los que no es necesario precisar que están dotados de poderes alucinatorios; y de nuevo: mariposas, melocotoneros, conchas y huevos con cáscaras marmóreas. Es una visión del más allá donde la muerte posee una innegable fascinación que “hechiza”. Muchos de sus cuadros de posguerra parecen lagos de aguas sulfurosas en cuyo baño cada realidad cambia de rostro, en una continua alternancia entre presencias del mito y poupées que se nos aparecen como fetiches de un mundo que parece el reverso de la condición olímpica de los dioses.
De la Segunda Guerra Mundial a la primera década de posguerra, Leonora elabora mundos en los que prevalece lo arcaico como reliquia de cosas que ahora han alcanzado una paz fósil, simbólica o alegórica, gracias al antídoto extraído de la imaginación, que todo lo endurece hasta un estado mineral y busca realizar la condición simbiótica de una nueva dimensión de la vida en la que el acto de disfrazarse confiere al personaje una identidad ficticia, gracias a la mirada obstétrica de la artista. Véanse los retratos de personas reales que se transforman en seres demoníacos en un baile de brujas que desmiente el optimismo del Baile del Excelsior dominante hasta la primera mitad del siglo XX. Leonor Fini se convertiría así en la animadora transgresora de la alta sociedad parisina, y sería absorbida por el júbilo de las fiestas de máscaras que dominaban la capital, su patria electiva, donde moriría en 1996, tras celebrar en todos los sentidos un juego vitalista extremo.
La hechicera Leonora es en realidad una mediadora de mundos terrenales proyectados en el inframundo que levita en su mente: una identidad femenina que a su vez se alimenta de la tierra y da a luz en sí misma a la planta que envolverá los cuerpos, el suyo y el de personajes masculinos andróginos vigilados por dioses y esfinges ctónicos. Sus compañeras ideales, Dorothea Tanning y Leonora Carrington, interpretaron con brío la nueva era de la mujer en el arte, de la que en 2022 fueron testigos en Venecia la Bienal de Cecilia Alemani y la exposición en la Colección Guggenheim con la muestra Surrealismo y magia, donde un gran porcentaje de las obras expuestas estaban firmadas por mujeres. El riesgo hoy es dar a este espacio “mental” una entonación femenina (hechicera, bruja, médium, astróloga, son todas asociaciones fáciles con una línea de pensamiento matrilineal), como se desprende de la habitación-cripta montada por Cecilia Alemani para componer una especie de arqueología femenina del espacio mesmérico, histérico y sonámbulo de la modernidad. Pero ya en 1912, Valentine de Saint Point, en el Manifiesto de la Mujer Futurista, sostenía que “es absurdo dividir la humanidad en mujeres y hombres: sólo se compone de feminidad y masculinidad... puesto que toda mujer debe poseer no sólo virtudes femeninas, sino cualidades viriles, de lo contrario es una hembra. El hombre que sólo posee fuerza masculina, sin intuición, no es más que un bruto”.
Leonor Fini me hace pensar, además, en Frida Kahlo, en su maraña de vasos arbóreos que surgen de la tierra herida por el hombre y se injertan, chupan savia del cuerpo de la artista, cuyas lágrimas, sin embargo, no son bálsamos que calmen los dolores de los pobres cristianos que sucumben allí donde no queda sitio para Deméter o Isis. Los mundos de Leonor son infinitamente más “falsos” y distantes que los conocidos por Frida, la condición femenina es en estas tierras un voto sacrificial que se opone a la sociedad de laelegancia y el lujo, un sueño donde gatos, hadas y espíritus desempeñan el papel de “seres” dotados de una libertad que parece negada a los humanos (Max Ernst describiría las visiones de Leonor como “vértigos y abismos”).
En la capital francesa, su temperamento, puesto a prueba desde muy joven por su capacidad para oponerse al machismo imperante, hizo que Leonor nunca se uniera al grupo de Breton, aunque en 1936 participó en la famosa exposición Fantastic Art, Dada and Surrealism en el MoMA de Nueva York. El destino de Leonor le allanó el camino para convertirse en una de las artistas más glamurosas y solicitadas por la alta sociedad, gracias en parte a su encuentro, quién sabe si casual, en el café Les Deux Magots con Christian Dior, quien la invitó a exponer en su galería fundada con el gran coleccionista y marchante Jacques Bonjean. Leonor se convirtió así en una de las figuras más presentes de la escena cultural parisina y su capacidad para diseñar no sólo trajes y vestidos, sino también objetos, la llevó a trabajar para Elsa Schiapparelli hasta diseñar el frasco del perfume Shocking, inspirado en el icono Mae West.
En su obra gráfica Leonor da mejor prueba de sí misma, mientras que en la pintura se mantiene siempre en el margen seguro de la narrativa, incluso cuando el tema es un simple retrato sin “accesorios”, lo que a pesar de su vena onírica en el plano artístico la convierte esencialmente en una ilustradora: no una visionaria, sino una dispensadora de escenarios fantásticos, que también toman forma en su obra gráfica, nada marginal, para numerosos textos literarios (un centenar, entre ellos Baudelaire, Flaubert, Sade, Shakespeare, Genet, Pieyre de Mandiargues), expuestos en gran parte en la exposición que le dedicó en 2009 el Museo Revolterra de Trieste, donde su brío sobresalió e influyó en artistas de generaciones posteriores como, por ejemplo, Luigi Ontani. Décalage entre el signo y la pintura que refuerza el peso de una ilustración fantástica en la que se refugia mentalmente, algo que nunca les ocurrirá a sus compañeros artistas: Achille Funi, Max Ernst o Fabrizio Clerici, a quien dirigiría mil cartas; Lepri o Colombotto Rosso, cuyo macabro grotesco, también inspirado durante cierto tiempo por Cottolengo, no puede reducirse necesariamente a lo ilustrativo, sino que es trágico como un fetiche reanimado.
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