Imagine que entra en una galería dearte contemporáneo. Las paredes blancas albergan obras de artistas de todos los rincones del mundo: pinturas que evocan luchas poscoloniales, instalaciones que cuentan historias de género y sexualidad, esculturas que celebran las tradiciones indígenas. A primera vista, parece una revolución: por fin, el sistema del arte parece acoger la pluralidad devoces excluidas durante demasiado tiempo. Sin embargo, tras esta aparente apertura se esconde una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto es real este cambio? ¿Hasta qué punto es el resultado de un sistema que ha aprendido a vestirse de diversidad sin transformarse realmente? ¿Y hasta qué punto se trata, por el contrario, de una estrategia para responder a las presiones sociales sin cambiar realmente las dinámicas de poder?
Si nos fijamos en el panorama artístico contemporáneo, no se puede negar que se han producido avances en términos de representación. Artistas como Kara Walker, Zanele Muholi o Tania Bruguera han ganado espacios en los museos más prestigiosos, y secciones enteras de ferias y bienales se dedican a promocionar voces emergentes procedentes de entornos marginados. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre representación y transformación. Mostrar la diversidad no es necesariamente lo mismo que cambiar la dinámica de poder que rige el sistema del arte.
Fijémonos en quién decide. ¿Quiénes son los conservadores, directores de museos, coleccionistas y galeristas que determinan lo que merece ser expuesto, comprado y celebrado? En muchos casos, estas figuras siguen ancladas en una éliteblanca, masculina y adinerada. Esto significa que, incluso cuando una obra de arte cuenta historias de marginalidad o resistencia, está mediatizada e insertada en un sistema que sigue reflejando valores y prioridades que poco tienen que ver con la pluralidad que pretende representar. La diversidad corre así el riesgo de convertirse en una herramienta cómoda para legitimar un sistema que en realidad no ha cambiado en su estructura.
La cuestión de la diversidad en el sistema del arte no solo tiene que ver con quién está representado, sino también con cómo y por qué. El sistema del arte contemporáneo está profundamente arraigado en lógicas eurocéntricas y capitalistas, que definen el valor del arte por su comerciabilidad y su capacidad para atraer la atención en los mercados globales.
El aspecto crítico se encuentra en la forma en que el sistema artístico contemporáneo “consume” la diversidad. Los artistas procedentes de entornos no occidentales o marginados a menudo tienen que responder a una pregunta concreta: ser representantes de un “otro” exótico o políticamente correcto que satisfaga las expectativas del público mundial. En este proceso, sus obras se empaquetan para que el mercado las absorba fácilmente, perdiendo parte de su complejidad y potencial crítico. El resultado es una forma de "diversidad domesticada", en la que las voces marginadas están presentes, pero sólo en formas y contextos que no desafían las jerarquías culturales y sociales existentes.
Por ejemplo, un artista que explora las consecuencias del colonialismo puede ser celebrado en grandes exposiciones internacionales, pero ¿cuánto de esa celebración se traduce en un replanteamiento real de las estructuras coloniales que siguen impregnando el sistema artístico? Las historias y experiencias individuales se convierten en mercancías, un producto que puede venderse y consumirse sin alterar el mecanismo que lo genera.
Si la verdadera diversidad no se limita a la representación, sino que requiere una transformación de las estructuras de poder, entonces es necesario repensar el sistema del arte en su totalidad. No se trata sólo de exponer a artistas de distinta procedencia, sino de redefinir quién toma las decisiones y con qué criterios. Descentralizar el sistema, fomentar las instituciones locales y los colectivos artísticos independientes, apoyar modelos alternativos de producción y distribución: estos son pasos fundamentales para construir un ecosistema artístico verdaderamente inclusivo.
En este sentido, iniciativas como Black Artists and Modernism en el Reino Unido ofrecen un modelo interesante. No se limitan a promocionar a artistas negros, sino que analizan críticamente la forma en que sus obras han sido archivadas e interpretadas a lo largo del tiempo, poniendo de relieve las dinámicas de exclusión y marginación. Movimientos como Decolonise This Place o el Museum of Care están creando espacios de diálogo que van más allá de la lógica del mercado, situando a la comunidad y el cambio social en el centro. Estos ejemplos demuestran que es posible imaginar un sistema diferente, aunque el camino por recorrer sea largo y complejo.
Al final, la pregunta fundamental sigue siendo: ¿estamos dispuestos a afrontar las contradicciones del sistema del arte o preferimos conformarnos con una diversidad superficial? El arte tiene un potencial extraordinario: no sólo puede reflejar el mundo, sino también contribuir a cambiarlo. Sin embargo, para hacer realidad este potencial es necesario ir más allá de las apariencias, cuestionar las estructuras de poder y construir un sistema que realmente dé cabida a una pluralidad de perspectivas.
El mundo del arte no es una isla. Sus contradicciones reflejan las de la sociedad en su conjunto. Y quizá ahí radique su fuerza: en recordarnos que toda lucha por la diversidad y la inclusión es, en el fondo, una lucha por una sociedad más justa y equitativa. Pero para que el arte impulse este cambio, debemos permitirle ser lo que siempre ha sido: un espacio para la libertad, la experimentación y la transformación.
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