Simple, impersonal, silencioso, incluso obvio. Sin embargo, tras el título sin título de muchas obras de arte -la mayoría de ellas, ya que la titulación es un invento bastante reciente- ondea la bandera de una búsqueda que se ha liberado con orgullo del dominio de las palabras, del yugo de la literatura. Con legiones de pintores que han renunciado al título de sus obras individuales en nombre del arte por el arte. Y en nombre del deseo de ofrecer al público una obra abierta a las posibles interpretaciones de los demás. En estos años actuales de planificación programada del producto artístico, de dominio del contenido (mejor si es comprometido) sobre la forma, de flanqueo (cuando no solapamiento) de expertos en marketing y comunicación a la figura del artista, empujados y/o forzados a marcar su obra con el fin de identificarla como producto, puede sonar a nota chocante la práctica aséptica y ascética de aquellos -y fueron muchos- que en el siglo XX titulaban lo que salía de su atelier con un no-título. A esta batalla de la imagen contra la palabra que la sintetiza y enjaula está dedicado el libro de Chiara Ianeselli Sulla necessità del Senza titolo (Sobre la necesidad del sin título ), una batalla en la que participaron pintores como Mirò y Picasso, pero sobre todo los protagonistas de la llamada Escuela de Nueva York y, por tanto, los autores de la epopeya del Arte Povera (1967-1971). El silencio como lenguaje del arte (Postmedia, 2025, 133 páginas, 16 euros).
La joven historiadora del arte y comisaria de Trento, que actualmente trabaja en un puesto en el Maxxi de Roma, ha impreso lo esencial, y lo mejor, de su tesis doctoral (de la que también mantiene el planteamiento didáctico y el esquema) dedicada a los títulos en las obras de arte. Digamos de entrada que su libro destaca por su vasta bibliografía, rica sobre todo en citas de la no ficción americana, a las que ha añadido testimonios inéditos recogidos en diálogo con los supervivientes de aquella época, en muchos sentidos, deliberadamente “afónica” (entrevistas con los artistas pobres Anselmo, Paolini, Piacentino, Penone), suplantada en los años ochenta por el retorno a la pintura (Transavanguardia, Pittura colta, anacronisti) por el renacimiento de las citas eruditas y literarias en los títulos.
Sin embargo, durante siglos, la obra de arte prescindió de título. Era el tema, ya se tratara de una pintura realizada para un encargo religioso o profano, lo que definía la pieza individual. Y lo genérico o universal del tema (Virgen con el Niño y santos) se compensaba, a efectos de identificación, con una minuciosa descripción. Baste remitirse al Libro de cuentas de Lorenzo Lotto que, el 10 de febrero de 1545, anotaba la recepción de 16 ducados como pago recibido por la intensa Vesperbild, hoy en la Pinacoteca de Brera, que el pintor veneciano definió con precisión (aunque no sucintamente) “pictura de una paleta [...] fatta per una pietà, la Vergine tramortita in brazo de San Joanne et Jesu Cristo morto nel gremio de la matre, et due anzeleti da capo e piedi sustentar el nostro signore...”. Ciertamente, sin embargo, el popular y mítico cuadro de Perugino ahora en el Louvre tiene su propio título, Combate entre el Amor y la Castidad, gracias a que Isabelle d’Este, en su contrato de 1503 con el pintor para que la obra fuera colocada en su Studiolo de Mantua, pidió, o más bien hizo pedir a Vannucci, “una batagla (sic.) de Castidad contra Lascivia, es decir, Palas y Diana luchando virilmente contra Venus y Cupido”. Pero unos años más tarde, antes de su muerte en 1510, Giorgione puso su mano en el que probablemente sea su cuadro más famoso, sin dejar firma ni título: La Tempestad, como la llamó Marcantonio Michiel muchos años más tarde, en 1530, el “pueblecito” de “Zorzi de Castelfranco” visto en casa de Gabriele Vendramin, y tal como lo admiramos hoy en la Gallerie dell’Accademia de Venecia.
La aparición del coleccionismo y la consiguiente necesidad de inventariar las colecciones han hecho florecer, sobre todo en los siglos XIX y XX, bajo el impulso de los comerciantes interesados en disponer de productos fácilmente identificables y comercializables, títulos y literatura en torno al discurso para (sólo) cuadros de pintores. Los títulos se convirtieron así, bajo el impulso del Simbolismo y luego del Surrealismo, pero también del Futurismo, es decir, de los movimientos con mayor implicación literaria, en “un verdadero nombre que la obra lleva consigo”, señala Ianeselli en su introducción, “y que a menudo determina la identidad y la comprensión de lo representado. A menudo incluso inscritos, a veces grabados por el propio artista o insertados en los pies de foto, los títulos acompañan a la obra como auténticas partidas de bautismo”. ¿Cómo llamar si no L’enigme dell’heure al cuadro de De Chirico de la colección Mattioli (Museo del Novecento) de Milán, dado que el pictor optimus lo tituló así dejándolo impreso en el marco de su obra maestra metafísica?
Pero ya en el siglo XIX hubo quien se rebeló contra el dominio de la palabra, contra el epítome unívoco. Ianeselli, en una larga nota de la página 36, relata el disgusto expresado por James Wistler ante el hecho de que a su Arreglo musical en gris y negro, enviado a la Accademia en 1872, los redactores del catálogo hubieran ampliado el título original del artista con el añadido: Retrato de la madre del pintor. “Pero, ¿qué puede o debe importarle al público la identidad del retratado?”, se preguntaba el gran pintor inglés, que añadía: “Así como la música es la poesía del sonido, la pintura es la poesía de la vista, y el tema no tiene nada que ver con la armonía del sonido y del color”. Sin embargo, los galeristas y marchantes presionaban para que la obra tuviera un nombre que la hiciera única y fácilmente identificable y comercializable. Por ejemplo, en el caso de Picasso, los legendarios Kahnweiler y Vollard, con la consiguiente, pero tardía, rebelión del malagueño, que en 1946 declaró que no ponía nombre a sus obras, arremetiendo “contra la manía de los marchantes” y de los “críticos”, pero también “de los coleccionistas, de bautizar los cuadros”.
Rico en citas de los protagonistas, y disfrutable incluso por un público no experto, el libro de Ianeselli se concentra, al articular y argumentar el discurso Sobre la necesidad del sin título, en el Expresionismo abstracto y el Minimalismo made in USA, y luego en el Arte Povera italiano. El más drástico y furibundo en la defensa de sus cuadros que “permanecen sin nombre, como debe ser”, porque “no tratan de la vida” sino que “llevan una vida propia”, parece ser, entre los Expresionistas Abstractos americanos, Clyfford Still. Tras haber recibido de Peggy Guggenheim títulos como Buried Sun y The Comedy of Tragic Deformation para los cuadros expuestos y a la venta en 1946 en la galería Art of This Century, Still suprimió a partir de 1959 todos los títulos que no fueran suyos de las obras antiguas y dejó de dar nombre a las nuevas, salvo mediante un sistema de letras y números para hacerlas reconocibles. El número era, por otra parte, el sistema utilizado, entre otros, por William Baziotes, Jackson Polloick y Mark Rothko, quien, a partir de 1948, empezó a titular sus cuadros Sin título (casi 150 de sus obras con esta definición, constató desconsoladamente su hijo Christopher mientras rebuscaba en el archivo de su padre) para añadir los colores del cuadro en la década siguiente, a partir de 1955.
El Arte por el Arte de Ad Reinhardt contra el arte como mercancía trajo consigo la opción fundamentalista del Minimalismo americano. Con Donald Judd, crítico antes que escultor (calificación que rechazaba obstinadamente), que, partidario de una producción desvinculada de cualquier referencia al mundo real, declaraba en Lamentations: Part I: “Prefiero el arte que no está asociado a nada”, llegando incluso a rebautizar irónicamente sus obras Sin título con definiciones simples como The Bleaches: más que títulos, apodos. Y en la misma línea Robert Ryman declaraba: "No hago abstracción de nada [...] No trabajo sobre una base representacional [...] Nada de simbolismo. Nada de ilusionismo“, llegando incluso a divertirse bautizando sus cuadros con el nombre de las marcas de colores utilizadas. ”Cuando la exposición de Ryman“, señala Ianeselli, ”se titulaba No Title Required, el desdén por los títulos alcanzó un punto crítico.
La sección sin título con la que Francesco Stocchi (no) tituló la sección que comisarió, sino que interpretaron los artistas, en la 18ª Quadriennale d’arte nazionale di Roma que se está celebrando en el Palazzo delle Esposizioni, tiene una larga historia detrás. Que pasa también por la experiencia del Arte Povera de Germano Celant y de artistas como Giovanni Anselmo y Jannis Kounellis, que utilizaron sistemáticamente el Sin título -en cursiva, porque lo da elautor y para distinguirse de la misma definición utilizada por conservadores y editores delante de obras sin nombre-, mientras que Alighero Boetti recurría a la tautología enumerando materiales(Pietre e plate di metallo, 1968). En cambio, un doc poverista como Giuseppe Penone titulaba sus esculturas: “He seguido utilizando el título para orientar la lectura de la obra”, dijo el artista a Chiara Ianeselli en 2020, "y para dejar claro que la obra no es sólo una investigación formal, sino que hay un pensamiento, una idea que se identifica a través del título, como Respirare l’ombra (Respirar la sombra)". En 1969, en Arte povera, Germano Celant, teórico y alma de esta corriente del arte italiano, había sido en cambio claro sobre la poética del artista de Arte povera, del poverista ideal: “Sus obras a menudo no tienen título, casi como si quisiera establecer un certificado físico-mnemotécnico del experimento, y no un análisis o desarrollo posterior de una experiencia”. Al fin y al cabo, los paladines de la neovanguardia celta no siempre compartían la marca de Pistoletto. Y así, las cosas desnudas y brutas de la tierra y de la industria encontraban todavía un nombre evocador que las hacía misteriosas, míticas, memorables.
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